Se quedó boquiabierta.
– ¡Alexander! ¿Por qué?
– ¡Porque esa pesada de Ruby Costevan no me deja nunca en paz!
– Mi querida Ruby -balbuceó Elizabeth con una sonrisa tímida.
– ¿Nunca se te ocurrió pensar que, quizá, Dios te atormenta porque está furioso por la amistad que tienes con Ruby?
Eso la hizo reír.
– No seas tonto -respondió.
Él se balanceó hacia un costado con la silla y se quedó mirando la ventana que daba al sur, hacia los jardines, y, más allá, al bosque. Apretó los puños. Sabía que no debía ser severo con ella, pero no podía evitarlo.
– No logro entenderte -dijo mirando el paisaje-. Tampoco sé qué buscas en un marido. De todas formas, acepto las limitaciones de este matrimonio, del mismo modo en que, aparentemente, tú aceptas la presencia de mi amante. Hasta puedo comprender por qué la aceptas: te quita de encima el peso de tener que someterte al contacto físico más de lo estrictamente necesario. Pero mírate, más enferma que un cachorro envenenado, ¡y sólo porque cumpliste con tus deberes conyugales! Debe de ser una reivindicación para ti, una prueba de que divertirte en la cama es pecado. ¡Por Dios, Elizabeth! ¡Tendrías que haber nacido católica! Así podrías haber ido a un convento y estarías a salvo. ¿Por qué te torturas tanto? Si aprendieras a gozar de tu vida no tendrías eclampsia, eso es lo que pienso.
No le dolía lo que escuchaba, porque sabía que esa amarga afrenta era producto de una angustia que ella no podía mitigar.
– Oh, Alexander, estamos condenados a fracasar -exclamó-. Yo no puedo amarte y tú estás empezando a odiarme.
– Tengo una buena razón. Tú rechazas cada uno de los intentos do acercamiento que hago.
– Sea como sea -dijo ella con firmeza-, ya indiqué a sir Edward que quiero que me administre las inyecciones si es necesario. ¿Estás de acuerdo?
– Sí, por supuesto que estoy de acuerdo -dijo volviéndose para mirarla.
– Sin embargo -continuó ella-, si yo muriera todos tus problemas se solucionarían. Aun cuando el bebé también muriera. De ese modo podrías conseguir una esposa con la que te llevaras mejor.
– Alexander Kinross no se rinde -exclamó-. Tú eres mi esposa y haré todo lo que pueda para asegurarme de que sobrevivas y sigas siendo mi esposa.
– ¿Aunque nuestros hijos no vivan o yo no pueda tener otros?
– Sí.
Elizabeth empezó con las contracciones la noche de año nuevo. Su estado había empeorado. Tenía intensas jaquecas, mareos, vómitos y fuertes dolores en la parte superior del abdomen. Sin embargo, durante las primeras horas del parto su situación no empeoró. Después, cuando los ojos se le dieron la vuelta y su rostro empezó a contraerse, sir Edward tomó la jeringuilla que le ofreció su mujer y la insertó rápidamente en la pared abdominal, la retiró un poco para asegurarse de no estar punzando el intestino y le inyectó cinco gramos de sulfato de magnesio. Las convulsiones pasaron de la cara a los brazos y a las manos. Después, su cuerpo se tensó y comenzó a retorcerse violentamente. Le mantenían la boca abierta con una mordaza de madera y le habían amarrado las extremidades para evitar que se lastimara. Sin embargo, volvió en sí, con la cara morada y respirando con dificultad. Le administraron otra dosis para evitar que se produjera un segunda episodio. Mientras tanto, el bebé, ahora bajo la responsabilidad de lady Wyler, continuaba tratando de salir del vientre de la madre sin ningún tipo de ayuda por parte de ella. Aunque todavía no había entrado en coma, Elizabeth no era del todo consciente de los dolores del parto.
Ruby y Constance esperaban abajo, en el vestíbulo. Alexander se había encerrado en su biblioteca.
– Hay mucho silencio allí arriba -dijo Constance temblando-. No se oyen gritos ni lamentos.
– A lo mejor sir Edward le dio cloroformo -sugirió Ruby.
– Por lo que dice lady Wyler, no. Si Elizabeth tiene convulsiones ya tendrá suficientes problemas para respirar, de modo que el cloroformo sólo complicaría las cosas. -Constance extendió la mano para tomar las de Ruby-. No, yo creo que el silencio se debe a que nuestra querida pequeña tuvo algún ataque.
– ¡Dios mío! ¿Por qué a ella?
– No lo sé -suspiró Constance.
Ruby miró el reloj de péndulo.
– Ya es más de media noche. El bebé nacerá el día de año nuevo.
– Entonces esperemos que mil ochocientos setenta y seis sea un año afortunado para Elizabeth.
La señora Summers entró con una bandeja con té y bocadillos. Tenía un rostro del todo inexpresivo que ni Ruby ni Constance lograban interpretar.
– Gracias, Maggie -dijo Ruby encendiendo un cigarro con la colilla de otro-. ¿Has escuchado algo?
– No, señora, nada.
– Tú no apruebas mi presencia aquí, ¿verdad?
– No, señora.
– Es una lástima, pero recuerda una cosa, Maggie: te estoy vigilando siempre, así que más vale que te portes bien.
La señora Summers se marchó confundida.
– Bueno, tú has provocado algunos problemas aquí, Ruby -dijo Constance irónicamente-. ¿No te parece increíble cómo la fortuna puede cambiar la posición social de una mujer?
– Es verdad. Ser una de las dueñas de Empresas Apocalipsis es mil veces mejor que mamarle la polla a alguno por debajo de la mesa por cinco miserables libras -admitió Ruby lanzando el humo del cigarrillo.
– ¡Ruby!
– Sí, de acuerdo, me portaré bien-dijo Ruby frunciendo el entrecejo-. Pero sólo porque esa pobre chiquilla podría estar a punto de morir allí arriba, por lo que sabemos. No lo puedo evitar, me gusta dejar a las personas con la boca abierta.
Alexander deseaba desesperadamente estar arriba con Elizabeth, pero aceptaba el hecho de que los hombres no presenciaban este tipo de acontecimientos femeninos a menos que fueran médicos. Sir Edward le había prometido mantenerlo informado y lo estaba haciendo a través de Jade, que cada media hora corría escaleras abajo con los ojos llenos de terror y sufrimiento. De esta manera se enteró de que habían comenzado las convulsiones, que eran espaciadas, y que sir Edward esperaba que el bebé naciera de un momento a otro.
¿Era verdad lo que había dicho Elizabeth? ¿Que estaba empezando a odiarla? Si en sus sentimientos había auténtico odio, entonces se había apoderado de él sin que se diera cuenta y existía porque no soportaba pensar que él, Alexander Kinross, fuera incapaz de resolver el problema que su esposa representaba.
Quince años. A los quince años me fui de casa y a partir de entonces logré todo lo que me propuse. Pronto cumpliré treinta y tres ya he hecho más de lo que la mayoría de los hombres ha logrado hacer cuando llega a los setenta. Mi voluntad es de acero y mi poder es inmenso. Puedo dominar a la mayoría de esos tontos de Sydney porque han apostado a la política y tienen un nivel de vida que no pueden mantener. Soy el principal accionista de la mina de oro más productiva de la historia humana, y mis otros negocios incluyen el carbón, el acero y los bienes raíces. Poseo una ciudad y un ferrocarril. Y sin embargo, no puedo lograr que una niña de diecisiete años entre en razón. No consigo agradarle, tanto menos llegar a su corazón. Cuando le regalo joyas, se siente mal. Si la toco, se paraliza. Cuando trato de entablar una conversación con ella, responde a mis preguntas pasivamente y no me incita a pensar en otra cosa que en su distante desinterés. Lo único que quiere es tener amigas mujeres. Se prendió de Ruby como una niña insaciable, y ése sí que es un bonito lío.
En eso pensaba Alexander cuando, poco después de las cuatro de la madrugada, apareció sir Edward en la puerta de la biblioteca. No llevaba chaqueta y todavía tenía la camisa arremangada, pero se había quitado el guardapolvo ensangrentado y sonreía.
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