Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Es importante que los dos me escuchen con atención -comenzó con tono serio pero no demasiado solemne-. Usted sufre de preeclampsia, una enfermedad muy peligrosa, señora Kinross.

– ¿Muy peligrosa? -preguntó Alexander alarmado.

– Sí, no hay motivo para restarle importancia delante de mi paciente ni de su marido -respondió sir Edward Wyler bruscamente-. De haber podido traer conmigo el instrumental más preciso que poseo, estaría aún más seguro. Por ejemplo, sería útil verificar la velocidad con que fluye su sangre con mi reómetro, señora Kinross. Sin embargo, puedo afirmar que su dolencia podría desembocar en una eclampsia en toda regla, que por lo general es fatal. -El médico observó que la paciente había asimilado la información sin cambiar de expresión. Los ojos de su marido, en cambio, estaban llenos de horror-. Hasta donde sabemos -continuó-, la eclampsia es un trastorno en los riñones que aparece solamente durante el embarazo, por lo general en madres primerizas.

– Exactamente, ¿cuál es la función de los riñones? -preguntó Alexander, pálido.

– Filtran los fluidos corporales y desechan los elementos tóxicos a través de la orina. Por lo tanto, se deduce que no hay armonía entre la señora Kinross y el bebé que está en su vientre. Probablemente, no logra eliminar los residuos nocivos del niño que, como consecuencia, la están intoxicando a ella.

– ¿Cómo es una verdadera eclampsia? -preguntó Alexander paseándose en actitud nerviosa por la habitación-. ¿Cómo podemos darnos cuenta de que se está desarrollando?

– Oh, lo notará, señor. Comienza con agudos dolores de cabeza y de vientre, náuseas y vómitos. Después siguen fuertes convulsiones que, si no se detienen, pueden hacer que la paciente entre en un coma del cual le es prácticamente imposible recuperarse.

– ¡Pero Elizabeth sólo tiene los pies y las piernas hinchadas!

– No es lo que me dijo a mí, señor Kinross. Durante las últimas tres semanas, tuvo dolores de cabeza y de vientre, náuseas y vómitos. En el caso de su esposa, el edema, es decir, la hinchazón es hidrópica, no postural -afirmó sir Edward.

Elizabeth yacía acostada, con los ojos bien abiertos, escuchando la voz indiferente que le decía a Alexander que era muy probable que ella muriera. A una parte de ella no le importaba lo que estaban diciendo. La muerte era una solución posible a sus problemas. La parte que protestaba ante tal veredicto era la que deseaba con todas sus fuerzas dar a luz a un bebé sano para tener alguien a quien amar. ¿Qué hubiera sucedido si no le hubiera comentado a Ruby que tenía los pies y las piernas hinchadas? Cuando había consultado a la señora Summers, el ama de llaves, dos semanas antes, ella le había asegurado que todo estaba bien, que no debía preocuparse por un poco de hinchazón. Sin embargo, ella era estéril. ¿Acaso la señora Summers sentía tanta envidia de ella para desearle la muerte?

– ¿Qué debo hacer, sir Edward? -preguntó Elizabeth.

– En primer lugar, reposo absoluto en la cama, señora Kinross. Recuéstese lo más que pueda sobre el lado izquierdo, eso ayuda al corazón y a los riñones.

– Reducir la cantidad de líquido que bebe -interrumpió Alexander.

– ¡No, no! -exclamó sir Edward-. Todo lo contrario, es de vital importancia hacer que los riñones funcionen constantemente, es decir, que consuma mucha agua pura y que orine cuanto pueda. Le practicaré una sangría para disminuir el volumen de sangre con el que trabaja su sistema circulatorio. Medio litro hoy, y después, unos doscientos centímetros cúbicos por semana. Si logramos que llegue al parto sin convulsiones previas, es muy probable que sobreviva. -Sir Edward se volvió hacia la cama-. Yo diría que está en la semana número treinta. Faltan todavía diez semanas más. Es absolutamente necesario que no se mueva de la cama. Para lo único que se puede levantar es para mover el vientre; para orinar, use el orinal. Coma muchos vegetales, fruta y pan negro, y beba grandes cantidades de agua. Enviaré una enfermera de Sydney para que enseñe a algunas mujeres de aquí a ocuparse de usted.

– La señora Summers sería ideal -dijo Alexander rápidamente.

– ¡No! -exclamó Elizabeth, sentándose de golpe-. ¡Alexander, te ruego que no! La señora Summers no, por favor. Ya tiene demasiadas cosas que hacer. Preferiría a Jade, a Pearl o a Silken Flower.

– Son niñas tontas, no mujeres maduras -objetó Alexander.

– Yo también soy una niña tonta. ¡Compláceme, por favor!

Preocupado, Alexander acompañó a sir Edward.

– Si mi esposa tuviera eclampsia, ¿qué pasaría con el bebé? ¿Tendría alguna posibilidad de sobrevivir?

– Si el embarazo llega a término y después entra en un estado epiléptico que desemboca en un coma irreversible, se podría practicar una cesárea para extraer al bebé antes de que ella muera. Eso no garantiza que sobreviva, pero es lo único que podemos hacer.

– ¿No se puede hacer eso mientras ella todavía tiene posibilidades de vivir?

– Ninguna mujer ha sobrevivido jamás a una cesárea, señor Kinross.

– La madre de Julio César, sí-dijo Alexander.

– No lo creo. Ella vivió hasta los setenta años.

– Entonces ¿por qué se llama cesárea?

– Hubo muchos cesares después de Julio -dijo sir Edward -, así que, tal vez, fue otro el que nació de esa manera. Uno cuya madre murió en el parto, porque la madre muere, tiene que morir.

– ¿Usted regresará para el parto?

– Lamentablemente no podré. Ya me resultó bastante complicado organizar este viaje; tengo demasiados pacientes.

– El bebé nacerá cerca de fin de año. ¿Por qué no viene para Navidad y se queda hasta que nazca? Traiga a su esposa, a sus hijos, a quien quiera. Imagínese que está de vacaciones en un ambiente agradable y fresco, aquí arriba no tenemos la humedad y el calor asfixiantes de Sydney, sir Edward -dijo Alexander tratando de convencerlo.

– No, señor Kinross. No, puedo, de verdad.

Sin embargo, antes de subir al tren sir Edward Wyler había accedido a volver después de Navidad. El precio que habían acordado por sus servicios era uno de los dos iconos bizantinos de Alexander, un curioso objeto de arte, no un honorario. Sir Edward coleccionaba iconos.

Alexander no podía mirar a los ojos a Elizabeth; no podía enfrentarse a esa cara pequeña y dulce, tan joven, tan vulnerable. Había cumplido diecisiete años el septiembre pasado y, aparentemente, no viviría para cumplir los dieciocho.

No había salido bien, reconoció en su fuero interno. Hay algo en mí que ella aborrece desde el principio. No, no, no es por ese estúpido asunto de la barba diabólica. ¿Qué es lo que hice mal? Fui amable y generoso con ella, le di un nivel de vida que jamás hubiera soñado tener en Escocia. Joyas, ropa, todas las comodidades, ningún tipo de tarea. Sin embargo, nunca llegué hasta lo más profundo de su ser, jamás logré que se produciera una chispa en las quietas aguas color zafiro de sus ojos, no sentí su corazón estremecerse con mis caricias, ni la escuché quedarse sin respiración. Es más difícil de aprehender que una quimera, su espíritu ya está en coma. Mi Elizabeth que no es mi Elizabeth. Y ahora esta enfermedad terrible e inesperada que amenaza a mi esposa y a mi hijo. No me queda más alternativa que confiar en sir Edward Wyler. ¿Cómo puedo estar seguro de que sabe lo que hace?

– ¿Cómo puedo estar seguro? -dijo a Ruby llorando, afligido.

– No puedes -respondió ella secamente, restregándose los ojos-. ¡Qué calamidad! Te digo lo que haré yo, Alexander: le pediré al padre Flannery que diga una misa por ella, encenderé un kilo de velas por día y le conseguiré a la pobrecilla un ama de llaves decente.

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