Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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Los habitantes de Kinross casi no podían creer su suerte. Cuando se había agotado el oro de placer, la población había disminuido hasta llegar a dos mil personas, que ahora, de una forma u otra, trabajaban para Apocalipsis. Aunque Alexander había decidido no formar parte del gobierno local, Ruby y Sung participaban de él y Sung Po, uno de los sobrinos de Sung, era el secretario del ayuntamiento. Había asistido a una escuela privada en Sydney, hablaba inglés con un refinado acento angloaustraliano y era notablemente inteligente. Los empleados de las minas y de los talleres eran casi todos blancos, en cambio los del ayuntamiento eran chinos, que preferían cavar o trabajar con el azadón antes que estar bajo tierra o trabajar con las máquinas. La tarea de Sung Po, según lo que le había explicado Alexander, era desmantelar las repugnantes reliquias del tiempo de la minería aluvial, pavimentar las calles con las rocas extraídas de la mina y especialmente trituradas, ocuparse de la construcción del ayuntamiento y sus oficinas, y presionar al gobierno de Nueva Gales del Sur para que aportara fondos destinados a edificar la escuela y el hospital. Ya había una escuela para los trescientos niños del pueblo, pero funcionaba en un edificio de adobe y cañas. El hospital, en cambio, era una cabaña de madera ubicada junto a la casa del doctor Burton. También habría una plaza central alrededor de la cual se situarían el ayuntamiento, el hotel Kinross, el correo, la comisaría y varios negocios.

Por supuesto, gracias a la llegada del carbón que transportaba el tren, las calles de Kinross se iluminaron con lámparas a gas. Po esperaba conseguir los fondos para llevar el gas a las casas particulares en los próximos dos años, aunque (obviamente) el hotel Kinross lo obtuvo de inmediato. Sam Wong estaba encantado: cocinar en una cocina a gas era fantástico.

Las únicas murmuraciones acerca de la alta concentración de chinos en la población venían de la gente que estaba de paso, como los viajantes, que pronto aprendieron a mantener la boca cerrada. Los habitantes blancos de Kinross sabían bien que el verdadero dueño del pueblo, Alexander Kinross, no iba a tolerar actitudes en contra de los chinos. Probablemente ésa fue la razón por la cual la parte china de la población aumentó, especialmente entre los mandarines, que en el resto de Australia eran menos numerosos que los cantoneses. En Kinross podían vivir en paz, hacer su vida sin temor de que la policía los arrestara o que los golpearan en algún callejón. Al igual que los niños blancos, los chinos iban a la escuela desde los cinco hasta los doce años. Alexander esperaba que algún día hubiera en Kinross una escuela secundaria, pero los adultos de Kinross, tanto blancos como chinos, no veían la ventaja de que sus hijos siguieran yendo a la escuela durante años y años. Lo mejor que Alexander podía hacer era ofrecer becas para que los pocos niños con aspiraciones académicas que había en la ciudad estudiaran en Sydney. Algunos padres se oponían incluso a esto, porque no querían que sus hijos o, peor aún, sus hijas los superaran. Alexander, que venía de un país que valoraba la educación por encima de cualquier otra cosa, no soportaba este tipo de sentimientos de inferioridad. Se había dado cuenta de que a los australianos no les gustaba demasiado la idea de que sus hijos tuvieran un nivel de formación superior al propio. Los chinos pensaban igual. Tiempo al tiempo, se dijo. Algún día, apreciarán la educación tanto como los escoceses. Es un modo de salir de la pobreza y de la ignominia. Si no, miren a mi pobre mujercita, que sólo tuvo dos años de lectura y casi nada de escritura y aritmética. Ella dice que hubiera preferido no haberse casado conmigo, pero desde que está a mi lado, su educación ha mejorado mucho. Habla mejor, se expresa mejor. ¡Miren lo bien que me atacó el otro día con el tema de Ruby! Jamás hubiera podido hacer una cosa así en la Kinross de Escocia.

Para finales de octubre, cuando se inauguró el ferrocarril de Apocalipsis, Elizabeth se sentía demasiado pesada para asistir al acto. Sin embargo, pudo participar de la cena que dieron en la casa Kinross para los numerosos dignatarios que venían de Sydney. Algunos se sentían avergonzados porque Kinross tenía tren antes que Bathurst. Los habitantes de Bathurst habían armado piquetes en Lithgow.

Fue allí donde Elizabeth conoció por fin a Ruby Costevan, quien, ciertamente, no podía ser excluida de la lista de invitados. Los únicos comensales que se hospedaban en la casa Kinross eran los Dewy, los demás se alojaban en el hotel Kinross.

Los invitados llegaban a la sima de la montaña asombrados y lanzando exclamaciones. El viaje en teleférico era tan novedoso, que, especialmente las mujeres, estaban tan fascinadas como asustadas. Elizabeth llevaba un elegante vestido de satén azul metálico y un conjunto de joyas nuevo que Alexander le había regalado para la ocasión: zafiros y diamantes engarzados en oro blanco. Los zafiros eran más pálidos y translúcidos de lo que solían ser esas oscuras piedras. Y, por supuesto, también tenía puestos el anillo de diamantes en una mano y el de turmalina en la otra.

El embarazo realzaba su belleza, y su orgullo, cada vez más inflexible, la obligaba a mantener la cabeza bien erguida. Llevaba el pelo peinado con rodetes coronados con una tiara de zafiros y diamantes. ¡Compórtate como una reina, Elizabeth!, se dijo. Quédate en la puerta, junto a tu marido infiel, y sonríe, sonríe, sonríe.

Aunque ella pensaba que Ruby carecería de tacto, ésta, cuando la situación lo exigía, sabía ser diplomática, de modo que subió en el último turno del teleférico, escoltada por Sung en todo su esplendor mandarín. Ruby había rogado a Alexander que la librara del compromiso, pero él no había accedido.

– En ese caso -dijo ella-, deberías haber dado a tu esposa la oportunidad de conocerme en privado antes de este presuntuoso acontecimiento. Ya es bastante que la pobrecilla perra tenga que lidiar con esta banda de ricachones engreídos para, encima, tener que soportarme a mí.

– Prefiero que tu primer encuentro con Elizabeth sea en un lugar lleno de extraños -dijo Alexander en un tono que no daba lugar a objeciones-. Es un tanto mística.

– ¿Mística?

– Un poco fantasiosa. Habla sola a menudo. Summers dice que su esposa, el ama de llaves, le tiene miedo. Cuando tomaba lecciones de piano no era tan grave, pero cuando la señorita Jenkins dejó de venir, se puso cada vez peor.

– Entonces ¿por qué no dejaste que Theodora siguiera viniendo? -preguntó Ruby exasperada-. Aun cuando no pudiera seguir dándole clases de piano. Tu mujercita debe de sentirse terriblemente sola.

– Si estás tratando de insinuar que no pago a la señorita Jenkins, Ruby, ¡estás muy equivocada! -exclamó Alexander irritado-. Ella había ahorrado algo de dinero para hacer un viaje a Londres, así que yo le di vacaciones y le pagué un generoso estipendio. ¡No soy un tacaño!

– ¡No eres tacaño! ¡Eres un gilipollas!

Alexander se dio por vencido y se rindió. Nada de lo que hiciera un hombre era suficiente para complacer a una mujer.

Ruby estaba vestida de terciopelo color rojo intenso y llevaba una fortuna en joyas de rubí. Estaba espléndida y lo había hecho a propósito. Si Elizabeth estaba obligada a conocerla en medio de una multitud de extraños, entre los cuales había algunos que sabían que Alexander todavía era su amante, entonces, al menos ella, le demostraría que no era la prostituta callejera que sin duda había imaginado. El gesto estaba destinado a salvaguardar tanto el honor de Elizabeth como el suyo propio. Sin embargo, pensó mientras entraba del brazo de Sung, lo más irónico es que, probablemente, la mujer de Alexander no entendiera el mensaje.

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