– Te pido disculpas por lo que acabo de decirte, Elizabeth.
– No te disculpes. Así lo sentías y, por lo tanto, era cierto para ti. No tienes que disculparte por ser honesto, es una novedad y resulta alentador -dijo ella; su voz destilaba una acritud que no sabía que tenía dentro-. Dime la verdad acerca de la señorita o señora Costevan.
Él podría haber empezado a conquistarla si hubiera apelado a su misericordia y le hubiera rogado que lo perdonara. Pero estaba lleno de ese obstinado orgullo propio de los escoceses y siguió atacándola. Estaba resuelto a ponerla en su sitio, que era, ni más ni menos, que el que él había decidido que debía ocupar.
– Muy bien, si tú insistes -dijo con tranquilidad-, Ruby Costevan es mi amante. Pero no te apresures a juzgarla, querida. Piensa un poco cómo sería tu vida si tu hermano te hubiera violado cuando tenías once años. Piensa qué hubiera sido de ti si fueras una bastarda, como Ruby o como yo. Incluida Honoria Brown, yo admiro a Ruby Costevan más que a ninguna otra mujer que haya conocido jamás. Seguramente, mucho más de lo que te admiro a ti. Estás llena de las hipocresías y fanatismos estúpidos de un pequeño pueblo dominado por un pastor que sólo sabe infundir vergüenza a niños inocentes. Y que estaría dispuesto a quemar a Ruby en la hoguera, si tuviera la posibilidad.
Se puso pálida, parecía enferma.
– Entiendo. Entiendo perfectamente. Pero ¿en qué te diferencias tú del doctor Murray, Alexander? Hiciste que viniera para llevar a cabo tus propios fines y me trajiste hasta aquí con menos cuidados de los que hubieras tenido si hubieras encargado que te trajeran una res.
– No me culpes a mí por eso. Culpa al avaro de tu padre -dijo, mostrándose deliberadamente cruel.
– ¡Por supuesto que lo hago! -Sus pupilas estaban tan dilatadas que parecía que sus ojos se habían vuelto negros, como los de Alexander-. Nadie me dio a elegir lo que quería hacer, porque está claro que las mujeres no pueden elegir. Son los hombres los que toman las decisiones por ellas. Pero, si me hubieran dado a elegir, no me habría casado contigo.
– Ese discurso suena nefasto, pero es verdad, lo admito. Simplemente te comunicaron cuál sería tu destino. -Volvió a llenar el vaso de su esposa. Quería que se mareara-. ¿Qué alternativa te quedaba, Elizabeth? Ser una solterona, o una tía soltera. ¿Realmente hubieras preferido eso a casarte conmigo, a ser madre? -Su voz se suavizo, bajó un poco el tono-. Lo más extraño es que te amo. Eres muy bella, a pesar de ser una mojigata. -Esbozó una sonrisa que después se borró-. Te consideraba un ratoncillo, pero no lo eres, aunque tienes más fuerza que coraje. Eres una leona mansa. Eso me gusta, me llega al corazón. Estoy muy contento de que seas la madre de mis hijos.
– Entonces ¿por qué Ruby? -preguntó, bebiendo el jerez de un trago.
¡Ay, cuánta paciencia había que tener! Cuando se trataba de mujeres o de problemas de mujeres, simplemente no la tenía. ¿Por qué le estaba echando la culpa a él?
– Tienes que entender -dijo midiendo las palabras, inflexible- que los deseos físicos de un hombre son mucho más complejos de lo que te explicó ese viejo horroroso de Murray. ¿Por qué no puedo ir a buscar placer a la cama de Ruby, si no lo encuentro en la tuya? Por más que trato de complacerte, de excitarte, no lo logro. Estás siempre distante; me siento como si hiciera el amor con una muñeca de trapo. ¡Quiero que el deseo sea mutuo, Elizabeth! Tú toleras mis invasiones a tu cama porque te han enseñado que las esposas deben cumplir con sus deberes conyugales. ¡Pero hacer el amor así es horrible! ¡Tu frialdad convierte el acto sexual en una cosa mecánica que sólo sirve para engendrar hijos! Debería ser mucho más que eso. Tendría que ser algo placentero y apasionado para los dos, ¡una satisfacción para ambos! Si tú me ofrecieras eso, no tendría que buscar consuelo en Ruby.
Esa interpretación del «acto» le cayó como un cubo de agua fría. Lo que estaba diciendo iba en contra de todo lo que le habían enseñado y de sus sentimientos cuando hacían el amor. Soportaba lo que él hacía sólo porque era el modo en que Dios había concebido la procreación. ¡Pero de ahí a gemir, revolcarse y participar en lo que él hacía…! ¿Realmente pensaba que cuando metía los dedos en sus partes privadas ella podía disfrutar? ¡No, no, no y no! ¿Gozar del acto por sus sensaciones, por su carnalidad? ¡No, no, no y no!
Se humedeció los labios y trató de encontrar alguna palabra que él aceptara como definitiva.
– Digas lo que digas acerca de las posibilidades de elegir, Alexander, tú no fuiste mi elección. Jamás te habría elegido. Preferiría mil veces ser una solterona y vivir como una tía soltera. ¡Yo no te amo! Y tampoco creo que tú me ames. De ser así, no irías con Ruby Costevan. Y eso es todo lo que tengo para decir.
Él se puso de pie y la obligó a incorporarse.
– En ese caso, querida, no hay nada más de que hablar ¿verdad? No seguiré tratando de justificarme ni un minuto más. En resumidas cuentas: te casaste con un hombre que tendrás que compartir con otra mujer. Una mujer para tener hijos y otra para los placeres carnales. ¿Vamos a cenar?
He perdido, pensaba ella. Pero ¿cómo es posible? Me ha demostrado que estoy equivocada y eso pone en ridículo todas mis creencias. ¿Cómo ha logrado vencerme? ¿Cómo ha hecho para justificar su relación permanente con una ramera como Ruby Costevan?
En su sitio en la mesa había un pequeño estuche de terciopelo. Acongojada, lo abrió y vio un anillo que ostentaba una piedra rectangular de casi tres centímetros de largura. Era color verde agua en uno de sus extremos, y se iba atenuando hasta convertirse en un rosa profundo en el otro. Estaba rodeada de diamantes.
– Es una turmalina sandía que compré a un comerciante brasileño -dijo él mientras iba hacia su sitio-. Es un regalo para la futura madre. Verde por los hijos que tendrás, rosa por las niñas.
– Es hermoso -respondió ella mecánicamente, y se puso el anillo en el dedo corazón de la mano derecha. Ahora sí que le quedaría bien ese guante.
Se sentó y comió mousse de pollo fría con salsa de alcaparras, el sorbete ácido que su esposo insistía que se sirviera entre platos y, después, observó inapetente el filete mignon. ¡Cómo deseaba comer un trozo de pescado! Pero los peces del río estaban muertos y Sydney estaba demasiado lejos para hacer que se lo trajesen de allí. Echó un vistazo a la salsa béarnaise color amarillo y tuvo que salir corriendo hacia el baño, donde vomitó la mousse y el sorbete.
– Demasiado jerez o demasiadas verdades -dijo jadeando.
– Probablemente ni una cosa ni la otra -respondió Alexander, limpiándole la cara-. Puede que sean náuseas matinales, pero ahora es de noche. -Alzó su mano y la besó delicadamente-. Ve a la cama y descansa. Prometo que no te molestaré.
– Sí-dijo ella-, ve a Kinross a molestar a Ruby.
Me pregunto cómo será el hijo que tuvo Ruby con el príncipe Sung, fue su último pensamiento consciente. ¡Qué combinación tan exótica! Tiene once años y está en una escuela para niños ricos de Inglaterra. Supongo que su madre lo habrá mandado a esa institución lejana para ocultar que sus orígenes no son en absoluto refinados. Una decisión inteligente de su parte.
Pero Alexander no bajó inmediatamente a Kinross a molestar a Ruby. Primero salió a la terraza, donde las luces que provenían de la casa dibujaban listas doradas en la hierba.
Esta noche he recibido un fuerte golpe, pensó. Elizabeth no me ama. Hasta hoy, cada vez que recorría lentamente con mis manos el cuerpo que tiene ahora por mi culpa, pensaba que algún día llegaría el momento en que mis caricias la excitarían, que arquearía la espalda gimiendo y ronroneando y que usaría sus propias manos y labios para explorar mi cuerpo, acariciando las partes que le causan rechazo cuando trato de que las toque. Pero lo que ha pasado hoy me ha demostrado, sin lugar a dudas, que mi esposa nunca dejará de rechazarme. ¿Qué le hiciste, despreciable doctor Murray? Arruinaste su vida. Para ella, el sexo equivale a la perdición. ¿De qué clase de hombre podría enamorarse, si es que alguna vez se enamora? ¡Dios lo ayude si alguna intenta tocarla!
Читать дальше