La casa Kinross, en la cima de la montaña, se terminó de construir a toda velocidad. ¡Cómo se había lamentado Maggie Summers ante la posibilidad de convertirse en ama de llaves! De todas formas, sus berrinches no la llevaron a ninguna parte. Jim Summers le dijo que tenía que hacer lo que se le ordenara y basta. Pobre mujer, parecía destinada a ser estéril. No había tenido hijos con su primer esposo y tampoco tenía ninguno con Summers.
Alexander había esperado hasta el último momento para informar a Charles y a Constance Dewy de su inminente matrimonio. Lo incomodaba un poco la situación porque sabía que ellos la considerarían un tanto peculiar. Constance había tratado de interesarlo en su hija mayor, Sophia, a quien consideraba la pareja perfecta para Alexander. Era atractiva, hermosa, inteligente, educada, tenía un excelente sentido del humor y don de gentes. Sin embargo, aunque Sophia se había interesado muchísimo en Alexander, él había hecho lo que Constance temía: la había ignorado.
Ruby Costevan era un escollo social que los Dewy habían tratado de evitar como un gato al agua: dando cuidadosos pasos al costado y pretendiendo haber elegido ese camino millones de años antes de que el agua existiera. Charles la veía cuando los socios de Apocalipsis se reunían en el hotel Kinross y Constance sólo cuando los socios de Apocalipsis daban una fiesta en el hotel. Todos los habitantes de Hill End y de Kinross sabían que Ruby Costevan pertenecía a Alexander en cuerpo y alma (si es que ella la tenía). Lo que no podían imaginar era cómo trataría Alexander a Ruby una vez que se casara, porque tarde o temprano tenía que hacerlo.
Cuando Alexander informó a los Dewy de la inminente llegada de Elizabeth a Sydney, quedaron atónitos.
– ¡Por Dios, hombre, tú sí que eres reservado! -dijo Constance mientras agitaba vigorosamente su abanico-. Una novia de Escocia.
– Sí, una prima: Elizabeth Drummond.
– Debe de ser hermosa para haberte conquistado.
– No tengo la menor idea -respondió Alexander inmutable-. Conocí a su hermana mayor, Jean, una muchacha hermosa y vivaz. Pero Elizabeth todavía estaba en la cuna cuando me fui de Escocia.
– ¿De verdad? ¿Cuántos…? ¿Cuántos años tiene? -tartamudeó Constance.
– Dieciséis.
Charles se atragantó con el whisky, lo cual le otorgó algo de tiempo antes de responder.
– Tiene casi la mitad de tu edad -dijo Constance, y esbozó su mejor sonrisa-. ¡Es fantástico, Alexander! Una muchacha muy joven te sentará bien. ¡Charles, no bebas de ese modo! Es whisky, no agua.
Por una extraña coincidencia, la dinamita que estaba esperando llegaba en el mismo barco que Elizabeth. Alexander había recibido el conocimiento de embarque junto con la carta de James Drummond. La noticia de que su novia llegaba en el Aurora no le agradó demasiado. El Aurora solamente transportaba una docena de pasajeros, lo que implicaba que la ubicación, la comida y los servicios eran de segunda clase. Además, realizaba un recorrido de dos meses y medio bordeando el Cabo de Buena Esperanza en lugar de aprovechar el canal de Suez.
Ahora que la decisión era irrevocable y no podía echarse atrás, estaba muy nervioso, ansioso, y contestaba mal a todo el mundo, incluyendo a Summers. ¿Acaso su condenado orgullo lo estaba llevando a hacer algo de lo que se arrepentiría amargamente? ¿Por qué no se había dado cuenta de lo joven que iba a ser ella? ¿Por qué no había contado los años? Las únicas muchachas que conocía eran las hijas de Dewy y la verdad era que se limitaba a saludarlas. Después, directamente se olvidaba de que existían. Cada vez que veía a Ruby estaba de un humor diferente. A veces era Cleopatra, tratando de satisfacer sexualmente al agotado César; otras era Aspasia, en busca de un debate político; o Josefina, convencida de que él la abandonaría; o Catalina de Medicis contemplando el veneno de su anillo; o Medusa, observándolo con una mirada que reducía a rocas a los hombres; o Dalila, decidida a traicionarlo.
Lo cierto es que a mediados de marzo Alexander partió hacia Sydney, donde encontró la planicie costera sumida en un mar de humedad. El problema de las cloacas de la ciudad todavía estaba en boca de todos. Sin embargo, hizo cuanto le fue posible para atenuar la impresión que causaría a Elizabeth llegar a Sydney, porque sabía el tipo de educación que James le había dado. Después de todo ¿no era precisamente por eso por lo que quería casarse con ella? Virgen y virtuosa, sin instrucción, inexperta, una pequeña muchacha de campo que sólo comía mermelada los domingos y carne asada únicamente cuando su familia celebraba un acontecimiento especial. Era un mundo que él conocía muy bien y que odiaba. Sólo esperaba que Elizabeth también lo odiara y aprovechara esta oportunidad para escapar de todo aquello, para empezar de nuevo.
Cuando la vio sentada con recato sobre su maleta con las manos cruzadas sobre el bolso, vestida de pies a cabeza con un tartán del clan Drummond insoportablemente caluroso y pesado, supo que sus esperanzas eran infundadas. Tenía el aspecto de una huérfana abandonada en un mundo que no conocía y que no le agradaba. Un ratoncillo. Su espíritu había sido quebrantado por su padre y, sin duda, también por su pastor. Esto lo llevó a tomar una actitud expeditiva y enérgica para con ella, mientras su corazón se estremecía por la desilusión. ¡Oh, aquello no iba a funcionar!
No había ninguna mujer mayor y más experimentada que pudiera decirle que estaba haciendo mal las cosas, así que él no tenía forma de darse cuenta de que se estaba equivocando. De modo que siguió adelante con su plan: ir a buscarla y casarse lo antes posible.
Durante el único día que pasó con ella antes de desposarla, descubrió algunos detalles alentadores, y otros que no lo eran tanto. A pesar de que su ropa era horrible y su tez demasiado similar a la suya para despertar en él una atracción instintiva, al observarla con mayor detenimiento advirtió que tenía el potencial para convertirse en una mujer hermosa. Le gustaban sus ojos, separados y grandes. El iris era color azul marino puro. Una vez que la hubiera vestido con ropa elegante y la hubiera cubierto de hermosas joyas, no tendría motivo para avergonzarse de ella. Se dijo a sí mismo que su timidez y su silencio desaparecerían con el tiempo y que su hermético acento escocés se suavizaría. El modo en que ella recibió el anillo de diamantes lo exasperó. Pero, en las dos semanas sucesivas a la boda, no se resistió a que cambiaran su apariencia.
La había llevado a la cama con la seguridad de un hombre experimentado en las artes del amor, capaz de satisfacer a cualquier clase de mujer. Sin embargo, no tuvo en cuenta que todas sus conquistas anteriores eran mujeres que lo habían invitado a su cama. Es decir, mujeres que lo deseaban. Y las había dejado a todas satisfechas, pidiendo más. Por supuesto que sabía que Elizabeth era demasiado joven e ignorante para tener una actitud receptiva antes de que se la llevara a la cama, pero no tenía dudas de que, en pocos minutos, se excitaría y estaría lista para él. Cuando las cosas no resultaron como él pensaba, se quedó sin recursos. No eres ningún don Juan, Alexander Kinross. Tan sólo un brillante ingeniero con un poderoso atractivo sexual que, hasta el momento, había canalizado hacia el placer mutuo. ¡Pero la estúpida niña ni siquiera lo dejaba quitarle el camisón! ¡Nada de lo que hacía la excitaba! Se supone que a los dieciséis años las mujeres ya están bien maduras. Sin embargo Elizabeth todavía estaba verde y ácida. Ella soportó educadamente sus atenciones y no lo rechazó de inmediato. Evidentemente, la habían instruido en sus obligaciones conyugales, que no eran más que eso para ella: obligaciones, sin más. Así que, después de tres intentos de asalto a la fortaleza de su nueva esposa, Alexander abandonó su cama amargamente desilusionado. Pero no sólo eso, se marchó pensando que quizás acaso no hubiera vivido equivocado durante todos esos años. ¿Es que todas las mujeres que parecían haberse excitado con su forma de hacer el amor habían fingido sentir placer?
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