Alexander quedó atónito y boquiabierto.
– ¡Ruby Costevan! ¡No me digas que eres una papista!
Ella resopló con violencia.
– No, no soy nada, igual que tú. Pero te juro, Alexander, que esos católicos tienen una conexión directa con Dios cuando se trata de milagros. ¿Qué me dices de Lourdes?
Su profundo dolor no le permitía reír.
– Entonces es sólo superstición, ¿verdad? ¿O es que estuviste escuchando a muchos irlandeses borrachos en el bar?
– Más bien estuve escuchando a mi primo Isaac Robinson. A propósito, pregunté a sir Hercules si estaban emparentados y dijo que no, frunciendo el entrecejo como un gato. Algunos años con los franciscanos en China lo convirtieron a él en un papista, y nunca he conocido un grupo de personas de la Iglesia anglicana más puritanos que los Robinson.
– Estás tratando de levantarme el ánimo.
– Sííí-dijo desenvuelta-. Ahora márchate, Alexander, y ve a sacar una o dos toneladas más de oro. ¡Mantente ocupado, hombre!
Apenas él se hubo ido, Ruby se echó a llorar. De todas formas, se dijo a sí misma más tarde mientras se ponía el sombrero y los guantes, no veo qué mal puedan hacer un par de misas y unas cuantas velas. Se detuvo en la puerta con expresión reflexiva. Tal vez, pensó, debería obligar a Alexander a ceder a los presbiterianos algunas tierras en Kinross. ¿Por qué arriesgarse a ofender la concepción de Dios de alguien?
Al día siguiente fue a ver a Elizabeth en su lecho de enferma, llevando un enorme ramo de gladiolos, dragoncillos y consólidas reales del jardín de Theodora Jenkins.
El rostro de Elizabeth se iluminó.
– ¡Oh, Ruby, cuánto me alegra verte! ¿Te explicó Alexander qué tengo?
– Por supuesto -replicó mientras entregaba las flores a la señora Summers, que las miró con desaprobación-. Toma, Maggie, ponlas en un florero y cambia esa cara, pareces una oruga.
– ¿Una oruga? -preguntó Elizabeth mientras la señora Summers se retiraba caminando airosamente.
– En realidad iba a decir babosa, pero mejor dejarlo así. Tú tienes vivir con ella. Me aterroriza.
– No se lo permitas. Maggie Summers es desagradable pero no te haría nada malo, está demasiado sometida a su esposo, y él a Alexander.
– Está celosa del bebé.
– Eso es comprensible. -Ruby se sentó en una silla como una hermosísima ave que se posa en una alcándara y dedicó a Elizabeth una sonrisa. En sus mejillas se formaron hoyuelos, sus ojos brillaban-. Ahora, arriba, gatita, ¡basta de melancolía! He enviado algunos telegramas a Sydney para encargar libros que sé que te encantará leer, cuanto más picantes, mejor. Además traje una baraja para enseñarte a jugar al póquer y al rummy.
– No creo que los presbiterianos puedan jugar a cartas -dijo Elizabeth, provocativamente.
– Bueno, en este momento estoy tratando de estar en buenos términos con Dios, pero no soy tan santurrona para soportar esas estupideces -contestó Ruby de manera rotunda-. Alexander dice que tienes que quedarte en la cama durante diez semanas, bebiendo agua por un extremo y echándola por el otro, de modo que si jugar a cartas puede ayudar a pasar el tiempo, eso haremos.
– Primero hablemos -dijo Elizabeth abiertamente-. Quiero saber todo de ti. Jade dice que tienes un hijo.
– Lee. -La voz de Ruby se dulcificó, al igual que su rostro-. La luz de mi vida, Elizabeth. Mi gatito de jade. ¡Ay, cómo lo extraño!
– Tiene once años ahora, ¿no?
– Sí. No lo veo desde hace dos años y medio.
– ¿Tienes una fotografía de él?
– No -respondió Ruby con aspereza-. Demasiada tortura. Sólo cierro los ojos y me lo imagino. ¡Es un muchacho muy hermoso! Y muy alegre.
– Jade dice que tiene una inteligencia extraordinaria.
– Aprende los idiomas repitiendo como un loro, pero, según Alexander, no está preparado para el bachillerato en estudios clásicos de Oxford, que era lo que yo quería. Parece que es más probable que estudie ciencias en Cambridge.
Elizabeth se dio cuenta de que este tema era muy doloroso para Ruby, así que cambió de estrategia.
– ¿Quién es Honoria Brown? -preguntó.
Sorprendida, Ruby abrió desmesuradamente sus verdes ojos.
– ¿Tú también? No tengo la menor idea de quién es. Sólo sé que Alexander la considera un dechado de todas las virtudes femeninas. Yo no soy nada comparada con Honoria Brown.
– La opinión que él me dio sobre ti es algo distinta. Dijo que te admiraba aún más que a Honoria Brown. ¿Estás segura de que no la conoces?
– Segurísima.
– ¿Cómo podríamos averiguar quién es ella?
– Preguntándoselo a Alexander -dijo Ruby.
– No nos dirá una palabra, se hará el enigmático.
– ¡Maldito bastardo reservado! -fue la respuesta de Ruby.
Las semanas pasaron a una velocidad sorprendente, gracias a Ruby, los libros, el póquer, y también a Constance Dewy, que se instaló allí las últimas cinco. La situación de Elizabeth era más o menos la misma. Estaba un tanto débil por las extracciones de sangre constantes, pero la hinchazón había disminuido un poco y los fuertes dolores abdominales y los vómitos habían desaparecido. La enfermera de Sydney era una discípula de Florence Nightingale, enérgica y práctica, que adiestró a las tres muchachas chinas como un jefe de brigada a su peor regimiento. Después, se marchó para informar a sir Edward de que la señora Kinross estaría casi tan bien cuidada en su casa como en Sydney.
Alexander fue el que más sufrió, alejado de la vida cotidiana de su esposa primero por Ruby y después por Ruby y Constance, que formaron una temible alianza. De todas formas, la compañía de las dos mujeres mantenía a Elizabeth de buen humor. Cada vez que pasaba por su habitación escuchaba las explosiones de risa que provenían del interior. En cambio él, se admitió a sí mismo hastiado, se escabullía como un perro aporreado que trata de evitar a su dueño. Su único consuelo era el trabajo. Finalmente habían, llegado los frenos neumáticos Westinghouse, así que tenía algo interesante para hacer: instalarlos.
– He descubierto -dijo a Charles Dewy- que cuando un hombre se casa, la tranquilidad mental y la libertad se esfuman.
– Bueno, viejo amigo -dijo Charles sin inmutarse-, ése es el precio que debemos pagar si queremos tener compañía durante nuestra vejez, y herederos que nos sucedan.
– En lo de la compañía estoy de acuerdo, pero tus únicas herederas as son mujeres.
– En realidad, me he dado cuenta de que las hijas no son una mala cosa. Se casan y, si nos guiamos por mis hijas, probablemente traigan a la familia hombres más idóneos de lo que cualquier hijo podría ser. No puedes prohibir a un hijo que pruebe el alcohol, que frecuente mujeres de mala vida y que apueste. Las mujeres, en cambio, están exentas de todas esas cosas y no les agrada que sus maridos tengan semejantes vicios. El prometido de Sophia es más refinado que un príncipe, y tiene grandes dotes para los negocios. El esposo de María maneja Dunleigh mejor que yo. Si Henrietta consigue un buen partido como sus hermanas, yo seré un tipo muy feliz.
Alexander frunció el entrecejo.
– Lo que dices está bien y es muy sensato, mi querido Charles, las hijas mujeres no pueden perpetuar el apellido de la familia.
– No veo por qué no -replicó Charles sorprendido-. Si el apellido es tan importante, no entiendo por qué no lo podría adoptar al menos uno de los yernos. No olvides que la cantidad de sangre de un hombre en su nieto es la misma en el caso de un hijo que en el de una hija: la mitad. No me digas que la idea de que Elizabeth podría darte hijas en lugar de hijos está empezando a dar vueltas por esa cabeza escocesa tuya…
– Hasta ahora nuestro matrimonio ha sido un desastre -admitió Alexander-, de modo que si el destino sigue siendo irónico, esa posibilidad puede convertirse en una realidad potencial.
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