– ¿Le molestaría almorzar con una millonaria mañana? -preguntó Ruby guiñándole un ojo.
En ese momento aparecieron el rector y el decano, olfateando dinero y posibles donaciones.
– Mi esposa, la señora Costevan -dijo Lee al rector-, y mi madre, la señorita Costevan.
– ¡Se lo merecían! -dijo Nell retorciéndose de risa al ver que los funcionarios se escabullían-. Soy una médica, mujer, así que ni siquiera puedo conseguir una residencia en un hospital… ¿Y a ellos les importa? ¡No!
– ¿Entonces? ¿Abrirás una consulta en alguna parte? -preguntó Bede-. ¿En Kinross, tal vez?
– ¿Con una epidemia de peste bubónica en Sydney, millones de ratas y tanta gente que no puede pagar una consulta médica? ¡No! ¡De ninguna manera! Abriré mi consulta en Sydney -dijo Nell.
– ¿Y por qué no lo haces en mi distrito? -preguntó él, tomándola del hombro y apartándola un poco del grupo-. No ganarás dinero allí, pero me atrevo a decir que tú no lo necesitas.
– Es cierto, no lo necesito. Recibo una renta de cincuenta mil libras al año.
– ¡Dios mío! ¡Eso me deja fuera de la competición! -dijo él, incapaz de ocultar su pesimismo.
– No veo por qué. Lo tuyo es tuyo y lo mío es mío. Lo primero que tengo que hacer es comprar un automóvil. Es mucho mejor para las visitas domiciliarias. Uno con capota, por si llueve.
– Al menos -dijo él riendo-, podrás repararlo cuando se averíe, creo que eso pasa a menudo. Yo soy incapaz de cambiar la arandela de un grifo.
– Por eso te dedicaste a la política -dijo ella-. Es la profesión perfecta para la gente torpe y carente de sentido común. Mi pronóstico es que llegarás a primer ministro.
– Gracias por el voto de confianza. -Sus ojos perdieron jovialidad y se volvieron atrevidos y afectuosos-. Hoy estás preciosa, doctora Kinross. Deberías usar medias de seda más a menudo.
Nell se ruborizó, algo que la mortificó.
– Grac… -musitó.
– No puedo almorzar contigo mañana porque he aceptado la invitación de una millonaria -dijo, pasando por alto su desconcierto-, pero podría preparar pierna de cordero asada en mi casa una de estas noches, la que tú elijas. Hasta tengo algunos muebles nuevos.
– A Nell -dijo Elizabeth muy complacida-, le va a ir muy bien, después de todo.
– Nunca falta un roto para un descosido -dijo Ruby satisfecha-. Él es un fanático de la clase obrera, pero ella pronto le sacará esas ideas de la cabeza.
Alexander vuelve a cabalgar
Cuando Elizabeth y Lee regresaron a Kinross, llevaron con ellos la estatua de Alexander en un gigantesco embalaje de madera. Al final había sido esculpida en mármol, no en granito, por una razón inesperada: el escultor italiano que Lee contrató insistió en que, si esa obra maestra había de ser una obra maestra, ¡debía tallarse en mármol! No un mármol cualquiera, sino un bloque muy especial que él había encontrado en Carrara y que reservaba justamente para una obra como la estatua de sir Alexander Kinross. Aquél no sería uno de esos monumentos públicos de pacotilla que solían erigir los ayuntamientos, declaró el signor Bartolomeo Pardini con desprecio. ¡Sería una verdadera obra maestra! A la altura de Rodin, aunque, ¡uf!, ¿por qué ese hombre se empeñaba en trabajar en bronce? Y en cuanto al granito, ¡uf!, y otra vez ¡uf! Era un material adecuado para lápidas.
Abrumado por tanta pasión latina, Lee habló con Elizabeth y acordaron decir al gran Pardini que podía darse el gusto.
Alguna superstición que ninguno de los dos podía explicar impidió a Lee y Elizabeth ver la obra terminada antes de que fuera embalada; preferían verla cuando estuviera en su sitio. No habría una inauguración solemne, ni una de esas ceremonias pretenciosas que el modelo de la estatua tanto aborreciera en vida. Alexander sería colocado sin el menor boato sobre su peana de mármol marrón oscuro en la plaza de Kinross por una cuadrilla de hombres y una grúa, y cuando estuviera en su sitio, pues bien, todo el mundo podría verla cuando quisiera.
Era una auténtica obra maestra. El bloque de piedra tenía todas las cualidades del carey o el ágata; la cabellera de Alexander era blanca, la cara de un bronceado pálido, el traje de gamuza con flecos de un castaño más oscuro, y el caballo, una yegua, era de color marrón ambarino. El efecto que producía era de una naturalidad sorprendente, tanto que los que la veían por primera vez se acercaban cuanto podían para comprobar si el mármol había sido pintado o pegado en alguna de sus partes, y se maravillaban cuando descubrían que no. Alexander cabalgaba sobre su imponente corcel a pelo, como un emperador romano, una mano alzada a modo de saludo, la otra suelta al costado del cuerpo. Lee había pedido una montura como las que se utilizaban en el Oeste norteamericano, pero cuando vio la obra maestra del signor Pardini sobre su peana en la plaza de Kinross, tuvo que admitir que el artista siempre sabe más. Alexander habría estado encantado con su estatua. Amo de todo lo que se extendía ante sus ojos, como su antiguo tocayo, Alejandro Magno.
Ruby la adoraba. Si no tenía otra cosa que hacer, se sentaba en la galería de la planta superior del hotel Kinross para mirar el perfil de Alexander, puesto que la estatua miraba hacia el edificio del ayuntamiento. Elizabeth, en cambio, se sentía perturbada por la estatua. Cada vez que la veía, apartaba los ojos de ella. Tal vez fuese porque Alexander tenía ojos; el escultor le había insertado dos esferas de mármol blanco incrustadas en obsidiana negra de consistencia vítrea. Los habitantes de Kinross juraban que esos ojos seguían a todo el que pasaba por allí.
Poco tiempo después de que la estatua fuera inaugurada, un minero que trabajaba con su martillo neumático en la superficie de la roca, en el túnel número diecisiete, sintió que alguien lo observaba y volvió la cabeza. Allí, a sus espaldas, estaba sir Alexander. Una mano se adelantó en el aire, dio un tirón a un trozo friable de centelleante mineral y lo hizo rodar entre sus dedos de sólida carne hasta que le clavó las uñas. La cabeza leonina, cuyo pelo blanco la luz hacía brillar como el cristal, asintió, y las puntiagudas cejas se arquearon.
– ¡Muy bien! Esta veta nos proporcionará un buen pellizco -dijo sir Alexander, y se desvaneció, pero no como si se disolviera en el aire, sino más bien como si retrocediera sin mover los pies, y más rápido que un relámpago.
Después de ese día se lo vio a menudo en lo más profundo de Apocalipsis, caminando ensimismado, vigilando a un minero, o inspeccionando los agujeros en los que se instalaban las cargas explosivas. Se decía, y llegó a ser tradición, que si caminaba o vigilaba, la mina no corría peligro, pero que si inspeccionaba las cargas explosivas, era porque les estaba advirtiendo que existía la posibilidad de un accidente. Los mineros no le tenían miedo. En cierto modo, era una tranquilidad ver a sir Alexander recorriendo el único sitio que había amado en su vida.
Si Lee estaba en la mina, era seguro que él también estaba allí, y a veces los hombres de las torres de perforación lo veían pasear por la montaña junto a Lee, que tenía la costumbre de visitar la grieta bajo la cual se encontraba la parte final del túnel número uno; cada vez que Lee iba hasta allí aparecía sir Alexander para sentarse a conversar con él.
También solía sentarse junto a Ruby en la galería de la planta superior del hotel Kinross, desde donde podía contemplar su estatua.
Pero nunca se le apareció a Elizabeth.
***
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