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Colleen McCullough: El Desafío

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Colleen McCullough El Desafío

El Desafío: краткое содержание, описание и аннотация

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras. Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Entonces ¿qué es lo repugnante?

– La exclusión de las personas de color y los inmigrantes de otras razas indeseables -dijo ella-. ¡Sí, indeseables! Pero ¡si al fin y al cabo nadie es realmente blanco! Nuestra piel es rosada, u ocre, así que también somos gente de color.

– Nunca te rendirás, ¿verdad?

– No, nunca. Mi padrastro es mitad chino.

– ¿Tu padrastro?

– Supongo que ser diputado socialista no te habrá aislado tanto del mundo para no saber que mi padre murió hace dos años y medio.

– Tengo una ventana en el estómago, así que si me desabotono la chaqueta me entero de todo lo que hay que saber -replicó Bede seriamente-. Lo siento, de verdad. Era un gran hombre. ¿De modo que tu madre se ha vuelto a casar?

– Sí, en Como, hace un año y medio.

– ¿En Como?

– ¿No sabes nada de geografía? Los lagos italianos.

– Entonces hablamos del mismo Como -repuso él afablemente; había perfeccionado sus dotes para la política-. ¿Eso te ha disgustado, Nell?

– En otro momento me habría disgustado, pero ahora no. No puedo por menos de alegrarme por mi madre. Él es seis años menor que ella, así que con un poco de suerte no enviudará tan pronto como la mayoría de las otras mujeres. Su vida ha sido bastante difícil, merece disfrutar de un poco de felicidad -dijo, y soltó una risita tonta-. Tengo un medio hermano y una media hermana veinticuatro años menores que yo. ¿No es maravilloso?

– ¿Tu madre ha tenido mellizos?

– Mellizos heterocigóticos -dijo Nell, haciendo alarde de sus conocimientos.

– ¿Podrías explicarme eso? -preguntó él, demostrando otra su astucia política: no hay nada de malo en confesar la propia ignorancia si el tema es esotérico.

– Dos óvulos diferentes. Los mellizos idénticos provienen de un solo óvulo. Me atrevería a decir que decidió que, pasados los cuarenta, era mejor tener más de un hijo de una vez. La próxima ocasión probablemente tenga trillizos.

– ¿A qué edad te tuvo a ti?

– Tenía poco más de diecisiete. Y sí, si estás tratando de averiguar mi edad, voy a cumplir veinticinco el día de Año Nuevo.

– En realidad, me acuerdo perfectamente de tu edad. Ahí estaba yo, un político en ascenso, a solas con una muchacha de dieciséis años, y en mi casa -dijo él. Le miró las manos y vio que no llevaba anillo-. ¿No tienes esposo? ¿Prometido? ¿Novio?

– ¡Ni loca! -dijo ella despectivamente-. ¿Y tú? -Se le escapó sin querer.

– Sigo siendo soltero y sin compromisos.

– ¿Todavía vives en aquella casa espantosa?

– Sí, pero la he mejorado. La compré. Tú tenías razón, el propietario me la vendió por ciento cincuenta libras. Y por el tifus, la viruela y la última epidemia, la peste bubónica, se están instalando cloacas en todas partes. Así que ahora tengo alcantarillado. Y en el sitio donde estaba el pozo negro cultivo unos vegetales espléndidos.

– Me encantaría ver la versión mejorada. -Eso también se le escapó sin querer.

– Y a mí enseñártela.

– Tengo que ir ya mismo al hospital Prince Alfred -dijo Nell poniéndose de pie-. Debo asistir a una operación.

– ¿Cuándo te licencias?

– Dentro de dos días. Mi madre y mi padrastro han vuelto del extranjero para estar presentes en la ceremonia, y Ruby vendrá desde Kinross. Sophia traerá a Dolly, así que estará toda la familia. No veo la hora de conocer a mis nuevos hermanos.

– ¿Puedo asistir a la ceremonia de licenciatura de la doctora? -preguntó él mientras ella se alejaba.

Nell volvió la cabeza para contestar.

– ¡Mi condenado juramento! -gritó.

Él se quedó mirando cómo su rauda silueta envuelta en la toga negra que flameaba al viento se iba empequeñeciendo. ¡Nell Kinross! Después de todos estos años, Nell Kinross. Bede no tenía idea de lo rica que era tras la muerte de su padre, pero en el fondo ella era trabajadora como el que más.

Un vestido gris oscuro, corto y amorfo, botas negras tan toscas como las de cualquier minero, el pelo recogido en un apretado moño, ni una pizca de lápiz de labios o colorete en la tersa piel. Arqueó las cejas, y una sonrisa triste se dibujó en sus labios; se pasó una mano por el pelo, un gesto mecánico que solía hacer a menudo sin proponérselo e indicaba a sus colegas del Parlamento que Bede Talgarth estaba a punto de tomar una decisión trascendental.

Hay personas que son absolutamente inolvidables, pensó, mientras caminaba hacia la parada de los tranvías. Tengo que volver a verla. Tengo que descubrir qué ha sido de su vida. Si ahora está a punto de licenciarse en Medicina, debe de haber terminado la carrera de ingeniería; a menos que, como denunciaban algunos periódicos progresistas, la hubiesen suspendido como mínimo una vez en cada uno de los años de medicina que había cursado, algo que solía ocurrir a las estudiantes mujeres.

Nell prácticamente lo había olvidado enseguida después de marcharse, pero él seguía presente, escondido en algún rincón de su mente, encendiendo en su alma un pequeño y cálido fuego. ¡Bede Talgarth! Qué bueno parecía ser recuperar una amistad que a uno le importaba, admitió, más convencida de lo que ella suponía.

La operación parecía eterna, pero finalmente, poco después de las seis, logró librarse de sus ocupaciones e ir al hotel de la calle George donde se habían alojado su madre y Lee. Por una vez, se subió a un coche de punto, y azuzó durante todo el viaje al cochero reclamándole que condujera más deprisa. ¿Cuan estricta sería mamá con los bebés? ¿Todavía estarían levantados para conocer a su hermana, o ya se habrían dormido?

Elizabeth y Lee estaban en la sala de su suite; Nell irrumpió, pero después de dar dos pasos se detuvo en seco, paralizada. ¿Esa es mamá?, pensó. ¡Oh, siempre había sido hermosa, pero no como lo era ahora! Como una diosa del amor, irradiaba una sexualidad segura e inconsciente que era… era casi indecente. Se ve más joven que yo, pensó Nell con un nudo en la garganta. Éste es el matrimonio de su corazón, y ella ha florecido como una rosa. Y la llamativa apostura de Lee era ahora más marcada, aunque menos hermafrodita; sus ojos, advirtió Nell, seguían a Elizabeth todo el tiempo, no se contentaban hasta no posare en ella. Es como si fueran una sola persona.

Elizabeth salió a su encuentro y la besó, Lee la abrazó con calidez; la hicieron sentarse, le sirvieron una copa de jerez.

– Me alegra muchísimo que hayáis vuelto -dijo Nell-. La ceremonia de licenciatura no significaría nada para mí si vosotros no estuvieseis -agregó, echando una mirada en torno-. ¿Los mellizos están dormidos?

– No, los hemos mantenido despiertos para que te saluden-dijo Elizabeth, tomándola de la mano-. Están con Pearl y Silken Flower en la otra habitación.

Habían nacido once meses después de que Elizabeth y Lee se casaran, y ahora tenían siete meses. Nell los miró, arrobada, y el sentimiento de amor que la invadió fue tan intenso que se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Oh, eran encantadores! Alexander se parecía a sus dos progenitores, el pelo negro era en parte lacio como el de Lee y en parte ondeado como el de Elizabeth, la cara ovalada y de piel marfileña como la de Lee, los ojos de un gris azulado como los de Anna enmarcados por unas pestañas increíblemente largas y rizadas, las mejillas de Elizabeth y los labios delgados y carnosos de Lee. En cambio Mary-Isabelle era la viva imagen de Ruby, desde el pelo dorado rojizo y los hoyuelos hasta los grandes ojos verdes.

– Hola, mis pequeños hermano y hermana -dijo Nell arrodillándose-. Soy Nell, vuestra hermana mayor.

Eran demasiado pequeños para hablar, pero ambos pares de ojos la miraron con inteligencia y atención, ambas bocas se abrieron para reír, y cuatro regordetas manos apretaron las de ella.

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