Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Lo lamento, mamá. Me equivoqué.

– Prométeme que cuando te cases, ¡y te casarás!, lo harás por las mejores razones. Que él te guste, sobre todo. Que lo ames, por supuesto. Pero también por los placeres de la carne. Se supone que no se debe hablar de eso, como si fuera algo inventado por el diablo y no por Dios. Pero no puedo explicarte lo importante que es. Si puedes compartir sinceramente tu vida privada con tu esposo, nada será más importante que eso. Tienes una profesión que te costaría demasiado abandonar, y no debes descuidarla. Si quiere que la abandones, no te cases con él. Siempre tendrás dinero suficiente para vivir con todas las comodidades, así que bien puedes casarte y seguir ejerciendo tu profesión.

– Buen consejo -dijo Nell con cierta brusquedad. Empezaba a comprender muchas cosas de la historia de sus padres.

– Nadie puede dar mejores consejos que alguien que ha fracasado.

Se hizo un silencio. Nell comenzaba a ver a su madre con otros ojos, como si después de la muerte de su padre ella hubiera adquirido cierta sabiduría. Siempre se había puesto del lado de su padre, y la pasividad de su madre la había exasperado. Aborrecía la actitud de mártir que adoptaba ella, pero ahora veía claramente que Elizabeth no era una mártir, y que nunca lo había sido.

– ¡Pobre mamá! Nunca tuviste suerte, ¿verdad?

– Nunca. Pero espero tener un poco en el futuro.

Nell dejó su copa, se puso de pie, se acercó a su madre y la besó en los labios por primera vez en su vida.

– Yo también -dijo, y le tendió una mano-. Vamos, la cena va debe de estar lista. Podemos dejar descansar a los fantasmas, ¿no te parece?

– ¿Fantasmas? Yo los llamaría más bien demonios -replicó Elizabeth.

Lee acompañó a Elizabeth a casa después que ella despidió a Nell en la estación. Cuando ella se dirigió a la biblioteca él la siguió; se sentía un poco desorientado. El único contacto físico que habían tenido desde la muerte de Alexander había sido aquel patético y desapasionado interludio en la cama de la prisión temporal de Anna. No la juzgaba por ese repliegue; al contrario, lo comprendía muy bien. Pero sentía que lo que flotaba entre ellos era la presencia de Alexander, y no encontraba la fórmula mágica para desterrarla. Lo que temía era perder a Elizabeth, porque aunque la amaba y creía que ella lo amaba, su relación hasta ese momento estaba construida sobre arenas movedizas, y la muerte de Alexander había sacudido sus cimientos de muchas maneras: su herencia, su ignorancia acerca de cómo funcionaba la mente de ella. Si Alexander, después de tanto tiempo, no había llegado a conocerla, ¿cómo podría conocerla él? A través del amor que sentía por ella, le decía su instinto, pero la lógica y el buen sentido lo hacían dudar.

Incluso en ese momento, con la puerta de la biblioteca cerrada y las cortinas echadas, ella no le dio la más mínima señal de que quisiera que él se acercara, la tomara en sus brazos, la amara. No hacía más que retorcer sus guantes negros como si quisiera torturar a aquellos restos inanimados de su duelo. Con la cabeza baja, miraba lo que hacía totalmente ensimismada.

Alexander estaba en lo cierto: se ausenta y no deja ninguna clave para acceder al laberinto en el que se pierde.

Pasó un rato. Finalmente, él no pudo aguantar más.

– Elizabeth, ¿qué quieres hacer?

– ¿Hacer? -Levantó la vista para mirarlo y sonrió-. Me gustaría que encendieran el fuego. Hace frío.

Tal vez ésa sea la clave, pensó él, arrodillándose con una vela encendida ante el hogar para acercarla a la bola de papel ya preparada y encenderlo. Sí, tal vez sea eso. Nunca nadie se ha ocupado de ella, nadie ha pensado en su comodidad, en su bienestar. En cuanto el fuego estuvo encendido le quitó los guantes, luego el sombrero, y la condujo hasta un sillón cómodo dispuesto ante el hogar, le alisó los cabellos desordenados por el sombrero, le sirvió un jerez y le ofreció un cigarrillo.

En la penumbra sus ojos negros reflejaban las ondulantes llamas cada vez que se volvían hacia el fuego, pero eso sólo ocurría cuando él se acercaba al hogar. El resto del tiempo seguían atentamente sus movimientos, hasta que él se sentó sobre la alfombra, junto a ella, y apoyó la cabeza en sus rodillas. Ella tomó en sus manos la trenza y la enrolló en torno a su brazo. Lee no podía ver la expresión de su rostro, pero estar allí con ella era más que suficiente.

– «¿Cómo te amo? Déjame enumerar las formas en que te amo» -dijo él.

Ella continuó el poema.

– «Te amo con toda la profundidad, la amplitud y la elevación que mi alma puede alcanzar.»

– «Te amo hasta la necesidad más silenciosa de cada día, bajo el sol y a la luz de las velas.»

– «¡Te amo con mi respiración, con las sonrisas y las lágrimas de toda mi vida!»

– «Y, si Dios lo quiere -concluyó él-, te amaré aún más después de mi muerte.»

No volvieron a hablar. Las brasas ardían; él se levantó para agregar algunos leños secos al fuego. Luego volvió a sentarse en el suelo, entre las piernas de Elizabeth, con la cabeza apoyada en su vientre y los ojos cerrados, disfrutando de las caricias con que ella parecía querer reconocer su cara. No había tocado la copa de jerez, y el cigarrillo había quedado reducido a cenizas.

– Me voy de viaje -dijo ella después de un largo silencio.

Él abrió los ojos.

– ¿Conmigo o sin mí?

– Contigo, pero cada uno por su lado. Tengo libertad para viajar, para amarte, para desearte. Pero no aquí. Por lo menos no al principio. Puedes llevarme a Sydney, embarcarme con rumbo a… ¡Oh, a donde sea! No tiene importancia. A cualquier lugar de Europa, aunque lo mejor sería Génova. Iré a los lagos italianos con Pearl y Silken Flower. Te esperaremos allí todo el tiempo que sea necesario. -Recorrió con un dedo los contornos de una de sus cejas, y siguió por la mejilla-. Amo tus ojos… Ese color tan extraño y hermoso…

– Estaba empezando a temer que todo hubiera terminado -dijo él, demasiado feliz para moverse.

– No, nunca terminará, aunque tal vez algún día tú lo desees. Cumpliré cuarenta en septiembre.

– La diferencia de edad entre nosotros no es tan grande. Envejeceremos juntos, y seremos padres maduros. -Se enderezó y se dio la vuelta para mirarla-. ¿Estás…?

Ella se echó a reír.

– No. Pero lo estaré. Ése es el regalo que Alexander me hizo. No puedo imaginar que el motivo fuera otro.

Lee, boquiabierto, se arrodilló.

– ¡Elizabeth! ¡Eso no es cierto!

– Si tú lo dices -replicó ella con una sonrisa enigmática-. ¿Cuánto tiempo tendré que esperarte?

– Tres o cuatro meses. Mujer, ¡te amo! No es tan lírico como el poema, pero lo digo con el mismo sentimiento.

– Y yo te amo a ti. -Se inclinó para besarlo con vehemencia y luego echó la cabeza hacia atrás-. Quiero que seamos todo lo que podamos ser, Lee. Eso quiere decir empezar a vivir juntos en algún lugar que no nos despierte recuerdos a ninguno de los dos. Me gustaría que nos casáramos en Como y pasáramos nuestra luna de miel en la villa que yo haya alquilado. Sé que tendremos que volver, pero para entonces ya habremos exorcizado todos los demonios. Y las casas sólo se convierten en hogares cuando están empapadas de recuerdos. Esta casa nunca ha sido un hogar, pero guarda muchos recuerdos. Un día será un hogar, te lo aseguro.

– Y la laguna seguirá siendo nuestro lugar más secreto -agregó él incorporándose. Acercó una silla lo suficiente para tocarla si quería, y le sonrió con una expresión indefinida, como deslumbrado-. Me cuesta creerlo, mi querida Elizabeth.

– ¿Qué tienes que hacer para escapar? -preguntó ella-. ¿La compañía puede arreglárselas sin ti?

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