– ¡Oh, mamá, son preciosos!
– Eso mismo pensamos nosotros -dijo Elizabeth alzando a Alexander.
Lee se acercó a Mary-Isabelle.
– Ella es la niña de papá -dijo, besándola en la mejilla.
– ¿No me estabais ocultando nada cuando me escribisteis diciendo que el parto había sido fácil? -preguntó Nell con inquietud, médica ante todo.
– El embarazo se hizo difícil hacia el final, me sentía muy pesada -dijo Elizabeth acariciando el pelo alborotado de Alexander-. Por supuesto, no tenía la menor idea de que eran dos. Los obstetras italianos son de primera, y el que me atendió a mí, el mejor de todos. Ningún desgarro, ninguna molestia fuera de lo común. Pero todo me resultó muy extraño. Cuando tú y Anna nacisteis yo estaba inconsciente, así que me encontré con que estaba haciendo lo que era mi primer trabajo de parto. Imagínate la sorpresa después de que naciera Mary-Isabelle, cuando me dijeron que había otro esperando para salir -dijo Elizabeth riendo y apretujando a Alexander-. Yo sabía que iba a tener un Alexander, y allí estaba él.
– Mientras tanto yo caminaba de un lado a otro por el pasillo, como todos los hombres cuando sus mujeres están de parto -dijo Lee-. Cuando oí el llanto de Mary-Isabelle pensé: ¡Soy padre! Pero cuando me dijeron que había nacido Alexander directamente me desmayé.
– ¿Cuál de los dos es el jefe? -preguntó Nell.
– Mary-Isabelle -respondieron los padres a coro.
– Tienen temperamentos muy diferentes, pero se gustan el uno al otro -dijo Elizabeth, poniendo a Alexander en brazos de Pearl-. Hora de dormir…
Ruby, Sophia y Dolly llegaron al día siguiente. Constance Dewy estaba demasiado débil para hacer el viaje. Dolly, que ya tenía nueve años, había crecido normalmente y de acuerdo con su edad; pronto cambiará, pensó Nell. Cuando tenga quince será ya una belleza en ciernes, pero los dos años y medio que pasó en Dunleigh sin duda le han hecho más que bien. Se la ve más vivaz, más sociable, más segura de sí misma, y sin embargo no ha perdido la dulzura que siempre la caracterizó.
Aunque no había ninguna duda de que Mary-Isabelle le gustaba, en ese primer encuentro Dolly entregó su corazón a Alexander. Porque, comprendió Nell con pesadumbre, el pequeño tenía los ojos de su verdadera madre, y algo en él recordaba los ojos de Anna. Tras intercambiar una mirada con Elizabeth, Nell se dio cuenta de que su madre también lo había advertido. Reconocer a nuestra madre es algo que llevamos en la sangre, por muy antiguos y remotos que sean los recuerdos que tenemos de ella. Pronto habrá que contarle la verdad, o algún pérfido gusano se lo hará saber antes. Pero todo saldrá bien y Dolly, la muñeca de Anna, superará el trance.
Ruby no se había marchitado después de la muerte de Alexander; habría parecido una traición. Aunque se vestía a la moda, había conseguido que la fealdad esencial de aquella moda no afectara su elegancia. Como la mitad del Imperio británico -o al menos parecía que fuese la mitad- se encontraba en Sudáfrica combatiendo a los boers, los que dictaban la moda se sentían tan culpables que hasta las aves del paraíso se habían convertido en somormujos. Y las faldas se estaban acortando; Nell no sobresalía tanto en ese tiempo, aunque había que admitir que las faldas más cortas le sentaban mucho mejor a Ruby.
Los cambios se perciben en el aire, pensó Nell; el nuevo siglo ya está aquí, y dentro de uno o dos años no se le negará a una mujer que se licencie en Medicina con matrícula de honor. Yo debería haberlo hecho.
– Te ves diferente, Nell -le dijo Lee mientras bebían café y licores de sobremesa en el salón del hotel.
– ¿En qué sentido? ¿Más desaliñada que antes?
Los blanquísimos dientes de Lee destellaron. ¡Dios!, pensó ella, ¡realmente, vale la pena mirarlo! Menos mal que los hombres que a mí me gustan son completamente diferentes.
– La chispa se ha vuelto a encender -dijo él.
– ¡Tú sí que eres perspicaz! No es exactamente que se haya vuelto a encender, al menos no todavía. Ayer me topé con él en la universidad.
– ¿Sigue siendo un parlamentario del partido equivocado?
– Oh, sí, pero en el Parlamento nacional. La emprendí contra él por el proyecto contra los inmigrantes no blancos que propone el programa de los laboristas -dijo ella con un ronroneo.
– Pero no lograste desanimarlo, ¿verdad?
– Dudo que haya algo que pueda desanimarlo una vez que le clava los dientes. Es como un bulldog.
– Alguien así te vendría muy bien. Piensa en las peleas que podríais tener.
– Después de vivir con mi madre y mi padre, preferiría una vida en paz, Lee.
– Ellos casi nunca peleaban, ése era uno de sus problemas. Tú eres el vivo retrato de tu padre, Nell, tú disfrutas de una pelea. Si no fuera así no habrías terminado medicina.
– Muy cierto -replicó ella-. ¿Tú y mi madre os peleáis?
– No, no lo necesitamos. Sobre todo con dos bebés en el nido y otro, espero que sea uno solo, en camino… Es muy reciente, pero ella dice que está completamente segura.
– ¡Por Dios, Lee! ¿No podías mantenerla dentro de tus pantalones algo más? Mamá necesita tiempo para recuperarse de un parto de mellizos.
Lee se echó a reír.
– ¡No me culpes a mí! La idea fue de ella.
Ruby abrumaba a Sophia hablándole de Mary-Isabelle.
– Es idéntica a mí -decía a voz en cuello-. No veo la hora de poder enseñar a mi bombón a llamar al pan, pan, y al vino, maldito vino. Mi nueva gatita de jade.
– ¡Ruby! -se escandalizó Sophia-. ¡No te atrevas!
Nell se licenció con otras dos mujeres y un grupo mucho más nutrido de varones. Observando desde la penumbra, Bede Evans Talgarth esperó hasta que la nueva doctora hubiese sido abrazada y besada por la pequeña multitud de parientes que la rodeaban. Si aquélla era su madre, era evidente que Nell no había heredado ni su belleza ni su porte sereno y tranquilo. Y su padrastro, un hombre llamativo, llevaba el pelo recogido en una trenza típicamente china. Cada uno de ellos sostenía en brazos un bebé; la madre, un niño; el padre, una niña; dos bonitas mujeres chinas vestidas con sendas chaquetas y pantalones de seda permanecían cerca de ellos con dos cochecitos infantiles. Y estaba también Ruby Costevan: Bede jamás podría olvidar aquel día en Kinross. Había ayudado a Nell a levantarse del suelo y había almorzado con ella y con una millonaria, al menos eso era lo que Ruby había dicho de sí misma. Lo que más lo intrigaba ahora era haber oído que el padrastro de Nell la llamaba «mamá».
Se notaba que eran pudientes, pero no tenían ese aire de la gente de la alta sociedad que exhibían muchos de los padres de los otros licenciados que se pavoneaban imitando el acento inglés y ocultaban su gangueo australiano. ¿Por qué en Australia no hicimos una revolución como la de los norteamericanos y expulsamos a los ingleses?, se preguntó. Estaríamos mucho mejor.
Se acercó al grupo que rodeaba a Nell con cierto nerviosismo, consciente de que a pesar de su traje de buena calidad, su camisa de cuello duro y puños almidonados, su corbata parlamentaria y sus zapatos de cabritilla, se veía como lo que era: el hijo de un minero del carbón que también había trabajado en una mina. ¡Era una locura! ¡Ella nunca encajaría en su vida!
– ¡Bede! -exclamó Nell con alegría, estrechando la mano que él le tendía.
– Felicidades, doctora Kinross.
Nell hizo las presentaciones en su habitual estilo desenfadado; primero nombró a todos sus parientes, y después a él.
– Él es Bede Talgarth -concluyó-. Socialista.
– Mucho gusto -dijo Lee, con acento verdaderamente inglés, estrechando la mano a Bede con genuina calidez-. Como jefe de la familia, le doy la bienvenida a nuestra reunión capitalista, Bede.
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