Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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Lee retiró las alforjas de la montura, las llevó hasta la roca y abrió su petaca de brandy.

– ¡Elizabeth! ¡Elizabeth, mi amor! ¡Elizabeth, despierta!

Ella se revolvió apenas, pero murmuró una protesta ininteligible y siguió durmiendo; le llevó varios minutos persuadirla de que se sentara, pero una vez que hubo bebido un poco de brandy se despertó completamente; temblaba.

– Te amo -exclamó tomándole la cara entre sus manos-. Te he amado siempre.

Él la besó, pero se apartó antes que todo empezara de nuevo; ella estaba helada hasta los huesos, y sólo se sostenía gracias a la excitación de esa noche y el calor del cuerpo de Lee.

– Vístete -dijo él, no en tono imperativo sino como un ruego-. Debemos volver antes de que Alexander organice una búsqueda más completa.

Estaba demasiado oscuro para ver nítidamente el rostro de Elizabeth, pero Lee sintió la angustia y la tensión que la invadían al escuchar aquel nombre. Ella se vistió; él la envolvió en una manta, le puso el impermeable encima, y luego rellenó la lámpara y la encendió para iluminar el camino.

– ¿No tienes zapatos?

– No, los perdí.

Fue toda una lucha sentarla sobre la cruz del caballo; no obstante, una vez que él hubo montado y pudo sostenerla con firmeza, pudieron hablar mientras él refrenaba cuanto podía a la yegua, ansiosa por regresar a la calidez de su establo.

– Te amo -comenzó él, con la certeza de que no quería comenzar de ninguna otra manera.

– Y yo te amo a ti.

– Sin embargo, hay algo más, querida Elizabeth.

– Sí. Está Alexander -replicó ella.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó él.

– Conservarte -repuso ella con sencillez-. No podría soportar que te alejaras de mí, Lee. Esto es demasiado precioso.

– Entonces ¿te escaparás conmigo?

Pero la realidad se había impuesto también sobre ella; él sintió en su cuerpo cómo ella se acobardaba, la sintió suspirar.

– ¿Cómo, Lee? Creo que Alexander no me dejaría ir. Y aunque me dejara, todavía tengo que cuidar de Dolly. No puedo abandonar a la hija de Anna.

– Lo sé. Entonces ¿qué quieres hacer?

– Conservarte. Tendrá que ser un secreto, al menos hasta que pueda pensar con más claridad. ¡Estoy muy cansada, Lee!

– Entonces será un secreto entre tú y yo.

– ¿Cuándo volveré a verte? -preguntó ella, alarmada.

– No hasta que haya terminado de llover, mi amor. Si tenemos inundación, una semana por lo menos. Que sea en una semana, de todas formas.

– ¡Oh, moriré!

– No, vivirás… Vivirás por mí. Nos encontraremos en la laguna dentro de siete días a contar desde este amanecer. Será una tarde, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Crees que podrás guardar nuestro secreto?

– Me he guardado a mí misma como un secreto desde que me casé con Alexander, así que ¿por qué no podría guardar éste?

– Trata de dormir.

– ¿Qué haremos si ocurre algo y no puedes acudir a la cita?

– Lo sabrás por Alexander, porque estaré con él. Trata de dormir, querida mía.

Poco antes del amanecer, Lee llegó a la casa anunciando a gritos que había encontrado a Elizabeth y entregó con delicadeza el cuerpo dormido a un Alexander pálido y tembloroso que la llevó adentro para que Nell la examinara. Cuando volvió a salir, rebosante de gratitud, se encontró con que Lee había devuelto la yegua a Summers y se había marchado rumbo al hotel de Ruby.

– ¡Qué raro! -dijo Alexander frunciendo el entrecejo.

– Oh, no sé, sir Alexander -dijo Summers con lógica irrefutable-. El pobre memo estaba empapado de la cabeza a los pies, y es un hombre más fornido que usted. Su ropa no le serviría, ¿no cree?

– Es cierto, Summers. Lo había olvidado.

De modo que hasta pasadas unas treinta y seis horas Lee no tuvo que soportar, ya en el hotel, el fervoroso agradecimiento de Alexander, después de lo que había sido, según dijo, una visita al anciano Brumford, su abogado.

– ¿Elizabeth está bien? -preguntó Lee sintiendo que, dadas las circunstancias, expresar su preocupación era algo natural.

– Sorprendentemente, sí. Nell está algo desconcertada. Se había preparado para tener que vérselas con cualquier cosa, desde una neumonía hasta una fiebre cerebral, pero después de dormir veinticuatro horas, esta mañana Elizabeth se ha despertado lozana como una rosa, y ha devorado un desayuno más que abundante.

El aspecto de Alexander, en cambio, no era en absoluto de lozanía; tenía los ojos rojos y el rostro demacrado. Aunque era evidente que estaba tratando de mostrarse despreocupado, no lo lograba.

– ¿Tú estás bien, Alexander? -preguntó Lee.

– ¡Oh, Dios, sí, perfectamente! Aquello me asustó un poco, fue algo inesperado. Realmente, nunca podré agradecértelo bastante, hijo -replicó. Miró su reloj de pulsera de oro-. Tengo que llevar a Nell hasta el tren. ¡Qué muchacha tan extraordinaria! Teniéndote a ti otra vez a mi lado, no puedo menos que desearle suerte en la medicina.

Nada que Lee quisiera oír, aunque lo aliviaba que Nell se marchara de Kinross. Una muchacha extraordinaria, sí, pero punzante como una tachuela y nada amistosa con él, ni tampoco, sospechaba, con su propia madre.

Odio todos estos subterfugios, pensó Lee, todo este sigilo. Una sola cosa es peor que tener a Elizabeth de esta manera, y es no tenerla en absoluto. Ni siquiera puedo contar a mi madre lo que sucedió.

No tuvo que contarle nada. En el mismo momento en que entró en el hotel chorreando agua, Ruby lo comprendió todo.

He perdido a mi hijo. Se ha entregado a Elizabeth. Y éste es el único tema del que no me atrevo a hablar con él. Odia el asunto pero la ama a ella. Querer es una cosa, conseguir lo que se quiere es algo muy distinto. ¡Oh, por favor, que esto no lo destruya! Lo único que puedo hacer es encender unas velas en esa morada de la santidad, la iglesia Tyke.

– ¡Dios mío, señora Costevan -dijo el anciano padre Flannery, que siempre concedía a Ruby la dignidad de una mujer casada-, lo próximo que hará usted será venir a misa!

– ¡Uf! ¡Ni se le ocurra! -gruñó Ruby-. No ponga sus esperanzas en eso, Tim Flannery, ¡viejo borracho! Me gusta encender velas, eso es todo.

Y tal vez sea cierto, pensó el sacerdote, apretando el puñado de billetes que ella le había entregado. Era suficiente para beber el mejor whisky irlandés durante meses.

Elizabeth despertó a un mundo completamente nuevo, un mundo que no sabía que existía. Amaba y era amada. Había visto muchas veces a Lee en sus sueños, ¡pero despertar y saber que aquello era real…! Por algún sinuoso y extraño proceso mental, había olvidado totalmente su visita a la tumba de Anna, las rosas, su caminata por el bosque con el instinto ciego de un animal que busca su hogar, como si lo único que quisiera fuera llegar a La Laguna. Lo que sí recordaba era que Lee la había encontrado allí, y todas las emociones y sensaciones maravillosas, hermosas, gloriosas que había experimentado después. ¡Pensar que había vivido veintitrés años como una mujer casada y, en todo ese tiempo, nunca llegó a saber lo que era el verdadero matrimonio!

Ahora percibía su cuerpo de una manera distinta; como si perteneciera verdaderamente a su alma, no como si fuera una jaula en la que su alma estaba prisionera. Cuando despertó no sintió dolores ni molestias, ni siquiera un ligero malestar. Estaba muerta, y Lee me dio vida, se dijo. Casi cuarenta años de edad, y ésta es la primera vez que siento lo que es la felicidad.

– ¡Qué bien! ¡Finalmente, estás en tu sano juicio! -dijo una voz enérgica: Nell se acercó a la cama-. No puedo decir que me hayas tenido preocupada, mamá, pero has dormido casi veinticuatro horas.

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