Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Mi padre te ama. Daría la vida por ti -dijo ella inopinadamente mientras se sentaba.

– Yo también daría la vida por él.

– Yo lo decepcioné dedicándome a la medicina.

– Sí, es cierto. Pero no lo hiciste por venganza. Eso sí que lo habría afectado de veras.

– Yo debería amarte. ¿Por qué no puedo?

Lee le tomó la mano y se la besó.

– Espero que nunca lo sepas, Nell. Adiós.

Lee se marchó. Nell se sentó mientras sonaba el silbato y el tren comenzaba a dejar oír toda la cacofonía que anunciaba su inminente partida. Y frunció el entrecejo. ¿Qué había querido decir Lee? Después, rebuscó en su bolsa hasta que encontró su manual de medicina; en un santiamén, Lee y la suntuosidad del compartimiento privado de su padre se esfumaron de su mente. El año que comenzaba era el tercero y último, y estaría plagado de exámenes en los que seguramente la mitad de los estudiantes suspenderían. Pues bien, Nell Kinross aprobaría, aunque para ello tuviera que resignarse a no disfrutar de la vida. Novios… ¡Qué chorrada! ¿Quién tenía tiempo para eso?

El verano siguió haciéndose sentir hasta que finalmente exhaló su último aliento, el 15 de abril de 1898.

Anna murió tras una serie de ataques epilépticos el 14 de abril por la mañana temprano. Tenía veintiún años. Su cuerpo fue llevado a Kinross para ser inhumado en el cementerio de la cima de la montaña en un funeral íntimo al que asistieron Alexander, Nell, Lee, Ruby y el reverendo Peter Wilkins. Alexander había escogido el sitio, no lejos del ala de su galería, a la sombra de inmensos árboles gomeros de troncos inmaculadamente blancos; se los podría haber tomado por una hilera de columnas. Elizabeth no asistió al funeral; prefirió quedarse cuidando de Dolly, que retozaba en su piscina, en el otro extremo de la casa. Nell dio por sentado que la puerta se había cerrado para siempre.

Pero más tarde, después de que Lee, Ruby y el señor Wilkins descendieron de regreso a la ciudad, y mientras Nell conversaba con su padre en la biblioteca, Elizabeth fue hasta el montículo de tierra recién removida y depositó allí todas las rosas que pudo encontrar.

– Descansa en paz, mi pobre inocente -dijo, se dio la vuelta y se internó en la espesura.

Hacia el norte, el cielo era una vertiginosa masa de gigantescas nubes de tormenta de color índigo, cuyos bordes se curvaban formando crestas blancas y glaciales que semejaban terribles y rugientes olas marinas; el último aliento del verano prometía desencadenar un verdadero cataclismo. Pero Elizabeth ni siquiera lo advirtió. Siguió avanzando por entre la maleza, rala y seca por la escasez de lluvias, cuyos ocupantes habituales habían desaparecido por temor a la inminente tormenta. Despojada de todo pensamiento consciente, en su mente se entremezclaban miles y miles de recuerdos de Anna que no le dejaban ver el cielo, la espesura o el día, ni tener, siquiera, una imagen de sí misma.

La tormenta se acercaba; una horripilante oscuridad, impregnada de un brillo sulfuroso y del hedor dulzón y nauseabundo del ozono, se cernió sobre la tierra. Sin que nada los anunciara, relámpagos y truenos comenzaron a iluminar el cielo y a invadirlo con su estruendo. Elizabeth no se enteró. Recobró la conciencia cuando lo que parecía una catarata la empapó y, más que nada, porque el sendero por el que había ido abriéndose paso se había convertido en un arroyo cuyo cauce era tan resbaladizo que ya no pudo mantenerse en pie. Así deberían ser las cosas, pensó, como si estuviera soñando, mientras se arrastraba ayudándose con las manos y las rodillas, obnubilada por la lluvia. Así deberían ser. Así deben ser.

– El tiempo ha cambiado, gracias a Dios -dijo Nell a Alexander mientras observaban el estallido de la tormenta desde la ventana de la biblioteca.

De pronto, él saltó como impulsado por un resorte.

– ¡La tumba de Anna! -exclamó-. ¡Tengo que cubrirla! -Y salió a la carrera, sin preocuparse por la lluvia, mientras Nell se dirigía a la cocina y pedía a gritos que alguien lo ayudara.

Cuando regresó, estaba empapado y tiritaba; la temperatura había descendido bruscamente, el frío era insoportable, y el bramido del viento, incesante.

– ¿Estaba todo bien, papá? -preguntó Nell alcanzándole una toalla.

– Sí, la cubrimos con una lona -replicó él, castañeteando los clientes-. Lo extraño es que ya estaba cubierta. De rosas.

– Así que finalmente fue -dijo Nell mientras se enjugaba unas lágrimas-. Ve a cambiarte, papá, o morirás.

No hay ningún peligro de incendio por rayos con este aguacero, pensó Nell, mientras iba en busca de su madre.

Peony estaba dando a Dolly su cena. ¿Tan tarde era?, se preguntó Nell. La tormenta había ocultado el sol; imposible adivinar la hora.

– ¿Dónde está la señorita Lizzy?

Peony levantó la vista; Dolly, sonriente, agitó el tenedor.

– No sé, señorita Nell. Me pidió que me quedara con Dolly…, oh, hará más de dos horas de eso.

En el momento en que Nell se dirigía al vestíbulo Alexander salía de su habitación. Se le veía cansado, pero curiosamente aliviado; con la muerte de Anna, lo peor ya había pasado. Todos podían respirar un poco más tranquilos.

– Papá, ¿has visto a mamá?

– No, ¿por qué?

– No puedo encontrarla.

Recorrieron la casa desde el ático hasta los sótanos y luego fueron a los cobertizos y las edificaciones de fuera, pero la búsqueda fue infructuosa. Elizabeth no aparecía.

Alexander había comenzado a tiritar otra vez.

– Las rosas -dijo pausadamente-. Se alejó de la casa y está perdida en medio de la tormenta.

– ¡Imposible, papá!

– Entonces ¿dónde está? -preguntó Alexander, repentinamente agobiado, mientras iba hacia el teléfono-. Avisaré a la comisaría. Pediré una patrulla y saldremos a buscarla.

– ¡Ahora no, papá! Es casi de noche y llueve a cántaros. Lo único que conseguirás es que la mitad de la patrulla se extravíe, ¡sólo nosotros conocemos la montaña!

– Está Lee. Él conoce la montaña. Y Summers también.

– Sí. Lee y Summers. Y yo.

Para cuando Lee y Summers llegaron, enfundados en sus suestes e impermeables, Alexander ya había conseguido brújulas, lámparas de minero, botes de queroseno y todo lo que pensaba que podrían necesitar; vestido para afrontar la tormenta, estudiaba un mapa topográfico de la montaña mientras Nell, notoriamente frustrada, iba y venía de un lado a otro.

– Ya eres casi una médica, Nell, te necesito aquí -había dicho su padre cuando ella le pidió unirse a la búsqueda.

Un argumento irrebatible, pero no tener nada que hacer era algo que a Nell no le gustaba.

– Lee, tú te ocuparás del perímetro más alejado, lo que significa que necesitarás mi caballo -dijo Alexander-. Summers y yo buscaremos más cerca de la casa. Entre la tormenta y su estado de ánimo, dudo que haya llegado demasiado lejos. Brandy -agregó luego, ofreciéndoles sendas petacas-. Por suerte, ya no hace tanto frío, pero igual lo necesitaremos.

Lee se veía raro, pensó Nell mientras aminoraba el paso. Sus extraños ojos, casi negros, estaban desmesuradamente abiertos, y los labios le temblaban un poco.

– Será mejor que la encontremos esta misma noche -dijo Summers levantando su mochila-. Cada vez llueve más, el río pronto será un torrente, y puede que mañana estemos todos demasiado ocupados con la inundación y no consigamos formar una patrulla lo bastante grande para seguir buscándola. La rescataremos antes de que se aleje demasiado, ¿ésa es la idea, sir Alexander?

Poco consuelo, pensó Nell, ver cómo los tres hombres se alejaban mientras ella, una estudiante avanzada de medicina, debía quedarse allí, sin poder ayudar en nada. ¡Oh, cómo admiraba a su padre! Se había ocupado minuciosamente de todo mientras esperaba a Lee y a Summers. Había cancelado los turnos nocturnos de la mina, había ordenado que todos los empleados fueran enviados a sus casas, había alertado a Sung Po de la posibilidad de una riada, había hecho convocar voluntarios para que llenaran sacos con arena por si el río se desbordaba. Cuando había tratado de telefonear a Lithgow había descubierto que la línea estaba cortada, de modo que era imposible comunicarse con Sydney.

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