Oh, Anna, pensó Nell, apilando sus libros de estudio sobre una mesa, ¿qué te hizo la vida que tu partida está tan cargada de dolor?
De pronto apareció la señora Surtees, tratando de disimular su ansiedad.
– Señorita Nell, no ha comido nada. ¿Le parecería bien una tortilla?
– Sí, gracias -replicó Nell con calma-. Eso me gustaría.
Sería mejor no estar demasiado lánguida, se dijo, a la hora de enfrentarse con el resultado de la búsqueda. ¡Por favor, que mamá esté bien!
En esos días, el caballo de Alexander era una bonita yegua alazana, dócil y vigorosa. Lee no se había alejado demasiado cuando se quitó el impermeable y el sueste, los dobló y los guardó en una de las alforjas. El viento había cambiado y soplaba desde el noreste, y por eso la temperatura había subido lo suficiente para atemperar el frío de la lluvia; sería más fácil explorar el terreno sin aquel maldito sombrero azotándole la cara y el impermeable flameando con cada ráfaga. La lámpara de minero, adaptada ópticamente para emitir un haz de luz lo más angosto posible, no había sido diseñada para ser usada bajo la lluvia, pero la luz de los faroles era demasiado débil para esa clase de búsqueda. Lee la mantenía protegida de la lluvia cubriéndola con su sombrero de ala ancha y la cambiaba incansablemente de una mano a la otra mientras hacía avanzar al caballo a paso de tortuga.
La noticia de que Elizabeth había desaparecido lo había herido de muerte, pero aquello era una muerte lenta, no una muerte rápida. Por la tarde, cuando sepultaron a Anna, no la había visto, aunque había olfateado algo en el aire que nada tenía que ver con la inminencia de la tormenta. Como si el miedo, la culpa y el desconcierto estuvieran en el aire. Lo único que sabía era lo que Ruby le había dicho: era suficiente. Habían conversado mucho desde que ella había descubierto lo que él sentía por Elizabeth, y en esas conversaciones Lee había ido enterándose de todo lo que hasta entonces ignoraba acerca de aquel triste e infausto matrimonio.
Su mente se había trastornado, estaba seguro de eso. También Ruby lo estaba. Se lo había dicho al despedirlo en la puerta del hotel.
– La pobrecilla se ha vuelto loca, Lee, y se internó en el bosque para morir, como lo haría un animal herido.
¡Pero no podía morir! ¡No debía morir! Y él no podía dejarla enloquecer. ¿Reemplazar a Anna por Elizabeth en aquella celda? No. ¡No, aunque tuviera que dar la vida para evitarlo! Sin embargo, ¿qué bien podría hacerle su muerte a ella, que ahora lo quería nada más que como a un amigo lejano?
Desmontó y rastreó a pie varias veces, cuando percibía algún leve movimiento que no parecía provenir del follaje agitado por el viento, pero no encontró nada. La yegua alazana, mansa y voluntariosa, avanzaba lentamente y sin quejarse. Pasó una hora, y otra, y otra más; estaba ya a más de tres kilómetros de la casa, y no había la menor señal de Elizabeth. Alexander había decidido usar dinamita para avisar que la habían encontrado, pero Lee dudaba de poder oír la explosión en medio del viento, la lluvia y el murmullo de los árboles. ¡Ojalá que Alexander y Summers la hubiesen encontrado cerca de la casa! Si había llegado tan lejos podría estar a tres metros de él y él podría no verla.
De pronto, mientras cambiaba la lámpara de una mano a la otra por delante de la cabeza del caballo, vio algo que se agitaba en uno de esos arbustos espinosos que tanto molestaban a los que caminaban por el bosque sin estar familiarizados con su vegetación. Sin desmontar, se inclinó hacia el costado y arrancó aquella cosa del arbusto. Un jirón de delgada tela de algodón. Blanco. Ella llevaba puesto un vestido blanco, había dicho Nell, uno de los pocos datos alentadores con que contaban antes de iniciar la búsqueda. Probablemente significara pérdida de la razón más que pérdida de la voluntad de vivir, pensó Lee. Si hubiera querido morir se habría puesto algo negro como la noche.
Había salido del bosquecillo y tomado un camino de caballerías que conducía a la laguna en la que había nadado hacía una eternidad, y en ese momento se preguntó si ella había estado siguiendo ese sendero casi desde la hora en que abandonó la tumba de Anna. Había más señales de su paso por allí. Si se atenía a los surcos marcados en el barro en los puntos del sendero que estaban más protegidos de los elementos podía suponer que tal vez al final había avanzado ayudándose con las manos y las rodillas.
Cuando la vio, acurrucada sobre una roca junto a la laguna, lo embargó una alegría indecible: no estaba muerta. Sentada con el cuerpo encorvado, las rodillas abrazadas y el mentón apoyado en ellas era una pequeña y blanca criatura que ya no podía más con su alma.
Desmontó sin ruido del caballo, ató las riendas a una rama y se acercó a ella silenciosamente, sin saber cómo reaccionaría cuando lo viera, aterrado por la posibilidad de que se asustara y volviera a alterarse. Pero ella siguió inmóvil, a pesar de que un súbito estremecimiento le dio a entender que ella sabía que había alguien a su espalda.
– Has venido a llevarme a casa -dijo ella, agobiada.
Él no respondió, no sabía qué decir.
– Está bien, Alexander. Sé que no puedo huir. Pero necesitaba venir a La Laguna. Supongo que piensas que he enloquecido. Pero no es así. No es así. Simplemente necesitaba venir a La Laguna.
Se acercó tanto que habría podido tocarla, pero se detuvo, se sentó con las piernas cruzadas, con las manos colgando sin fuerza a ambos lados de sus rodillas. ¡Oh! ¡Qué alivio! Se la escuchaba agotada, pero, como ella misma había dicho, no estaba loca.
– ¿Por qué tenías que venir a la laguna, Elizabeth? -preguntó él alzando la voz por encima del ruido del viento y la lluvia.
– ¿Quién está ahí?
– Soy Lee, Elizabeth.
– Ohhhhh -dijo ella con incredulidad-. ¡Sigo soñando!
– Soy Lee. No estás soñando, Elizabeth.
El depósito de la lámpara de minero estaba casi vacío pero, apoyada sobre la roca, arrojaba una pálida luz sobre su rodilla e iluminaba apenas sus manos; ella se volvió para contemplarlas.
– Las manos de Lee -dijo-. Las habría reconocido en cualquier parte.
Sin aliento, Lee comenzó a temblar.
– ¿Por qué?
– Son tan hermosas…
Lee estiró una mano para separar las de ella de en torno a sus piernas, y la rodeó con el brazo para que se diera la vuelta hacia él.
– Estas manos te aman -dijo-, igual que el resto de lo que soy. Siempre te he amado, Elizabeth. Siempre. Y te amaré para siempre jamás.
La luz, que era muy tenue y sin embargo parecía brillar como un sol, dejó ver la expresión de sus ojos antes de cerrarse para sentir su primer beso, suave e indeciso, como corresponde a un momento esperado durante la mitad de una vida.
Lee estaba demasiado aterrado por la posibilidad de perderla y no pensó en acercarse a las alforjas, en las que llevaba las mantas, un impermeable, y una reserva de queroseno, de modo que acostó a Elizabeth sobre sus propias ropas. Ella estaba tan excitada que no pensaba en otra cosa que en la boca, las manos, la piel de Lee. Cuando él le liberó los hombros del vestido para desnudar sus senos y estrecharlos contra su pecho, una intensa punzada de profundo placer la conmovió hasta los tuétanos y le arrancó un gemido. Y luego otro, otro, y otro…
¿Quién sabe cuántas veces hicieron el amor sobre aquel duro lecho, bajo la lluvia? Seguramente, la lámpara no, pues su llama fue perdiendo intensidad y terminó por apagarse.
Pero finalmente Elizabeth, exhausta, cayó en un profundo sueño, y Lee, despierto y maravillado por lo que acababa de suceder, se vio obligado a volver al mundo real. Aunque le dolía físicamente apartarse de ella, se acercó a tientas hasta el paciente caballo en busca de la reserva de queroseno y de su reloj: eran las tres de la madrugada. El amanecer se demoraría debido a la cerrazón del cielo y la lluvia, pero no más de dos horas. Puesto que él la había encontrado, los otros no, y al amanecer Alexander, frenético, ya estaría listo para continuar la búsqueda con la ayuda de todos aquellos que en Kinross no estuvieran tratando de contener una inundación. El nivel del agua de la laguna había subido considerablemente, y seguiría haciéndolo; fuese como fuese, tenía que llevarse a Elizabeth de allí. ¿Y cómo iban a manejar la nueva situación? Lo único que no podía permitir que ocurriera era que Alexander los encontrara todavía entrelazados como los amantes en que se habían convertido.
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