– No te habrías muerto si te hubieras maquillado un poco -dijo Ruby encendiendo un cigarro.
– Tal vez, pero eso te matará a ti -replicó Nell.
– No trates de evitar el tema, Nell. ¿Sabes cuál es el problema contigo? Es simple: estás haciendo todo lo posible por ser un hombre.
– No. Sólo trato de que nadie advierta que soy una mujer.
– Es lo mismo. ¿Cuántos años tienes?
– Cumpliré veintidós el día de Año Nuevo.
– Y todavía eres virgen, estoy segura.
Nell no pudo evitar sonrojarse. Su boca se tensó.
– ¡Maldición! ¡Eso no es asunto tuyo, tía Ruby! -replicó con acritud.
– Sí, es asunto mío, pequeña señorita Medicina. Tú sabes cómo son todos los órganos y también sabes cómo funcionan. Pero no tienes una maldita idea de lo que es la vida, porque lo tuyo no es vida. Eres una trituradora, Nell. Una máquina. Estoy convencida de que eres brillante a la hora de complacer a tus profesores. Estoy segura de que te respetan a pesar de que preferirían no hacerlo, debido a tu sexo. Te has abierto camino en la carrera que has elegido como tu padre se abre camino en las entrañas de esta montaña. Todos los días estás en contacto con la muerte, todos los días asistes a alguna tragedia. Vuelves a ese piso en Glebe y te encuentras con tu hermana, que puede morir en cualquier momento, otro horror. Pero no vives tu vida. Y si no lo haces, no puedes comprender lo que les pasa a tus pacientes, por muy considerada y compasiva que seas con ellos. Te dirán algo vital, tal vez una nimiedad que, sin embargo, te permitiría hacer un diagnóstico acertado, y tú no entenderás.
Los vivaces ojos azules la miraban, asombrados y confusos, como los de una estatua que hubiera cobrado vida. Pero Nell no dijo una palabra, su ira era como las cenizas del frío y apagado hogar de la realidad.
– Querida Nelly, si sigues adoptando una actitud tan masculina terminarás por arruinar tu carrera. Estoy de acuerdo en que la ropa que usas es absolutamente apropiada para el hospital o para trabajar en el laboratorio, pero no es adecuada para una mujer joven, vital que debería estar orgullosa de su femineidad. Has derribado las barreras, pero ¿por qué regalar la victoria a los malditos hombres convirtiéndote en uno de ellos? Pronto estarás usando pantalones, y está bien que los uses en ciertos sitios, pero no por eso te crecerá una polla. Así que, haz algunos cambios antes que sea demasiado tarde. No puedes decirme que no hay bailes o fiestas en la facultad de Medicina, y ésas son ocasiones en las que puedes recordar a esos bastardos que eres una verdadera mujer. ¡Hazlo, Nell! Y guarda la ropa práctica para las ocasiones prácticas. Sal con algunos muchachos, aunque no te sean del todo simpáticos. Estoy segura de que puedes controlarlos si se ponen demasiado pesados. Y si hay alguno que realmente te caiga bien, ¡sigue con la relación! ¡No tengas miedo a lastimarte! ¡Sufre un poco, por tu propio bien! Haz frente a todas esas horribles dudas que aparecen cuando el romance se apaga y estás convencida de que eres tú quien quiere romper y no él. Mírate al espejo y llora. Eso es disfrutar de la vida.
Nell tenía la boca seca. Tragó saliva y apretó los dientes.
– Entiendo, tienes mucha razón, tía Ruby.
– Y basta de llamarme tía, de ahora en adelante seré simplemente Ruby. -Extendió las manos, las cruzó y las abrió, y las miró con desazón-. Mis dedos no se están portando bien esta noche -dijo-. Toca tú en mi lugar, Nell. Pero -agregó con un suspiro- nada de Chopin. Más bien algo de Mozart.
Fue una buena idea, Nell no había descuidado el piano. Dedicó una sonrisa a Ruby y se dirigió al piano de cola enfundada en su espantoso vestido marrón, dispuesta a entretener a los presentes con el chispeante Mozart y el gitano Liszt. Después, Ruby se unió a ella para cantar dúos de ópera, y la noche de Navidad concluyó con todos los invitados cantando sus canciones favoritas, desde I’ll Take You Home Again, Kathleen hasta Two Little Girls in Blue.
Una semana más tarde, durante su cena de cumpleaños, el día de Año Nuevo, Nell llevaba puesto el vestido de gasa lila. Era demasiado corto para ella, pero gracias a las medias de seda y los elegantes zapatos de Ruby ese defecto se convirtió en una ventaja; mostraba lo bien formadas que estaban las piernas de Nell. Se había peinado de modo que resaltaba su rostro alargado, dejando ver parte de la cabeza, y las amatistas de Elizabeth centelleaban en torno a su agraciado cuello. Satisfecha, Ruby notó la mirada de admiración y asombro que le dirigió Donny Wilkins, y el regocijo en la cara de Alexander. ¡Bien hecho, Nell! Has salvado el pellejo, y justo a tiempo. Ojalá Lee te mirara del mismo modo que Donny, pero él tiene puestos los ojos en tu madre. ¡Dios, qué lío!
Nell se marchó dos días después, no sin antes haber hablado con Elizabeth acerca de Anna. La conversación con su padre la había angustiado, pero tal vez eso formaba parte de lo que Ruby le había aconsejado: sufrir por su propio bien y, por lo tanto, disfrutar de la vida.
– Detesto la idea de que cargues tú con el peso, Nell -dijo Alexander-, pero ya sabes cómo están las cosas entre tu madre y yo. Si soy yo quien le explica qué le va a pasar a Anna, se encerrará en su concha y no aceptará compartir su aflicción con nadie. Si se lo dices tú, al menos hay una posibilidad de que ella pueda desahogarse.
– Sí, lo sé, papá -replicó Nell con un suspiro-. Yo me ocuparé.
Y lo hizo, bañada en lágrimas, lo que dio a Elizabeth la oportunidad de cobijar otro cuerpo entre sus brazos, compartir el duelo y las lamentaciones que acompañan al dolor más terrible, la impotencia y la desesperación. Lo que Nell más temía era que Elizabeth pidiera ver a Anna, pero no fue eso lo que ocurrió. Fue como si, tras ese estallido de dolor, ella hubiese cerrado una puerta.
Lee acompañó a Nell hasta el tren; Alexander estaba ocupado con una voladura, algo que le gustaba hacer personalmente, y Elizabeth había salido a dar un paseo, tocada con un sombrero que la protegía del sol, al parecer decidida a compadecerse de las rosas que aún sobrevivían al calor.
Nell nunca había llegado a conocer bien a Lee, y descubrió que la atracción que él despertaba se asemejaba a la que inspiran los reptiles. Algo que, si hubiera estado enterada de la comparación que había hecho Elizabeth, no le habría parecido tan extraño. Aunque estuviera con sus ropas de trabajo, era un caballero de la cabeza a los pies, y pronunciaba las vocales con la distinción de un duque; sin embargo, por debajo de esa apariencia hormigueaba algo peligroso, impalpable y escurridizo, oscuro y al mismo tiempo deslumbrante. Un hombre de verdad, pero de un tipo que ella no comprendía ni le gustaba. Su actitud reticente con él le impedía percibir su dulzura, y su honor y fidelidad incorruptibles.
– ¿Vuelves a las penurias del hospital? -preguntó Lee a Nell mientras bajaban a la ciudad en el funicular.
– Sí.
– ¿Te gusta todo ese ajetreo?
– Sí.
– Pero yo no te gusto -dijo Lee.
– No.
– ¿Por qué?
– Una vez me pusiste en mi lugar. Otto von Bismarck, ¿te acuerdas? -respondió Nell.
– ¡Dios mío! Tendrías seis años. Pero todavía estás resentida, por lo que veo. Es una lástima.
No volvieron a hablarse hasta que llegaron a la estación ferroviaria y él llevó el equipaje de Nell a su compartimiento.
– Esto es verdaderamente suntuoso -dijo ella, echando una mirada alrededor-. Nunca lograré acostumbrarme.
– A su debido tiempo lo lograrás. No reproches a Alexander los frutos de su empeño.
– ¿A su debido tiempo? ¿Qué quieres decir con eso?
– Eso, nada más. Con el tiempo, los impuestos harán que esa… eh… esa exagerada suntuosidad resulte prohibitiva. Pero siempre habrá vagones de primera clase y vagones de segunda clase.
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