Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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Lee tomó un pastelillo de crema. Cualquier cosa era mejor que no tener nada que hacer. Incluso masticar aserrín.

– ¿Tienes novio, Nell? -preguntó alegremente.

Ella pestañeó, y después esbozó un gesto de reconocimiento.

– Estoy demasiado ocupada, en verdad. Medicina no es tan sencilla como ingeniería.

– Entonces serás una doctora soltera.

– Así parece. -Nell suspiró, e hizo un gesto melancólico que resultaba extraño en un rostro tan imperturbable-. Hace algunos años conocí a un muchacho que me gustaba, pero yo era muy joven y él demasiado honrado para aprovecharse de mí. Cada uno siguió su camino.

– ¿Era un ingeniero? -preguntó Lee.

Ella se echó a reír.

– Yo diría que no.

– ¿Entonces qué era, o qué es?

– Prefiero reservarme esa información -dijo Nell.

Era noviembre. Era un año de cigarras. Aun con el resoplido de las locomotoras y del clic-clac de las ruedas se podía escuchar con claridad el chillido ensordecedor que venía del bosque cercano al ferrocarril. Era un verano de calor intenso, tanto en la costa como en el interior del país. Una terrible temporada de monzones en el norte. Por eso las cigarras cantaban.

En el trayecto de Sydney a Lithgow, Alexander estaba nervioso. Sólo pareció relajarse cuando engancharon su vagón al tren de Kinross, que había retomado su ritmo de cuatro viajes por semana. Lo que Lee no sabía era que Alexander había percibido que él no tenía deseos de volver y se había preparado para que le anunciara repentinamente que lo lamentaba pero que había cambiado de idea y había decidido regresar a Persia. Así que cuando estuvieron en camino a Kinross en un tren que no hacía paradas intermedias, Alexander se sintió mejor, más seguro.

No sólo lo apreciaba, lo amaba como el hijo que nunca había tenido. Era el hijo de Ruby y, además, un lazo que lo unía a Sung. Cuando había arrastrado a Lee a ver a Anna, había tenido la esperanza de que se encendiera una chispa entre él y Nell. Verlos casados habría sido el broche de oro de su vida. Pero no hubo ninguna chispa, ni la más remota atracción. Eran como hermano y hermana. No lograba entenderlo. Nell tan parecida a él, y la madre de Lee lo amaba. ¡Sin duda estaban hechos el uno para el otro! Para colmo, Nell había empezado a hablar de aquel tipo que le había gustado, y después no dijo ni pío, mientras Lee estaba allí sin demostrar el menor interés. Hacía mucho que el tema de los bastardos no lo afectaba. Esa vieja herida era cosa del pasado y ahora consideraba el nacimiento de Lee como la máxima de las ironías. Su único heredero también sería un bastardo. Sin embargo, quería que hubiera algo de su sangre en la herencia de Lee, y eso no iba a suceder. Si es que Lee alguna vez se casaba. Era un nómada. Tal vez por la rama china descendía de algún mongol independiente que sólo era feliz vagando por las estepas. Las mujeres se desmayaban literalmente por él, tratando de contener la respiración dentro de sus apretados corsés. Le lanzaban todo tipo de insinuaciones, algunas más que evidentes y otras diabólicamente astutas, pero Lee no les prestaba la menor atención. Siempre tenía una mujer escondida por alguna parte, tanto en Persia como en las ciudades inglesas. Pero su actitud era puramente oriental: un príncipe pequinés que necesitaba una concubina, alguien que jugara y cantara, que hablara sólo cuando se le dirigía la palabra, que se hubiera estudiado el Kama Sutra de arriba abajo y de derecha a izquierda, y, probablemente, que tintineara al caminar.

¿Cómo lo había definido Elizabeth? Una serpiente dorada. En aquella ocasión la metáfora lo había desorientado, pero había valorado el motivo por el cual la había elegido. Era el tipo de animal que se escondía en un agujero durante cuatro años y se mordía su propia cola. ¡Cuánto lo había buscado! Ni siquiera Pinkerton había podido dar con él. Tampoco el Banco de Inglaterra había logrado rastrear la tortuosa ruta que hacían las enormes sumas que retiraba de sus cuentas hasta llegar a su bolsillo. Compañías fantasmas, cuentas fantasmas, bancos suizos… No compraba nada a su nombre. ¿A quién se le hubiera ocurrido vincularlo con algo llamado Peacock Oil? Todo el mundo suponía que pertenecía al sah de Irán.

Afortunadamente, cuando la serpiente había salido de su agujero, él había estado allí para cogerle la cola. Para sostenerla firmemente. Para seducir a la escurridiza criatura y convencerla de que volviera al hogar. Ahora estaban en el camino que llevaba a casa, por fin, empezaba a creer que tenía a su hijo pródigo bien sujeto. El tiempo volaba: él tenía cincuenta y cuatro años, y Lee, treinta y tres. Obviamente, no esperaba morir antes de haber cumplido al menos setenta, pero una interrupción de siete años en el programa de entrenamiento era una desventaja.

Kinross había cambiado muchísimo durante los siete años que había durado su ausencia. La admiración de Lee comenzó al ver la plataforma de la estación del tren, que tenía una sala de espera y baños ubicados en un edificio pequeño pero agradable con acabados de hierro fundido. Había macetas y arriates con flores por todas partes, y una plazoleta detrás de cada uno de los carteles que decían KINROSS en las dos plataformas. El teatro de ópera ahora era un teatro a secas, y del otro lado de la plaza habían construido un teatro de ópera mucho más esplendoroso. Todas las calles estaban arboladas e iluminadas con lámparas eléctricas. Las casas estaban todas equipadas con electricidad y gas. Además del telégrafo, había conexión telefónica con Sydney y con Bathurst. Por todas partes brillaba el orgullo del propietario.

– Es una ciudad modelo -dijo Lee levantando sus maletas.

– Así lo espero. La mina de oro está de nuevo en plena producción, por supuesto, lo que significa que la de carbón también. Estoy empezando a pensar en lo que decía Nell: que nos convendría usar corriente alterna, pero todavía quiero esperar hasta que Lo Chee tenga un diseño mejor para el turbogenerador. Es brillante -dijo Alexander. Se dirigió hacia el funicular-. Ruby viene a cenar, así que te dejo la sorpresa toda para ti. Puedes venir con ella más tarde.

Debo recordar, se dijo Lee mientras entraba en el hotel, que tiene cincuenta y seis años. No puedo revelar mi sufrimiento, porque seguramente será doloroso. Alexander no me lo dijo, pero de todas formas, por lo que entendí, debe de haber envejecido más de lo esperado. Y eso, imagino, ha de ser terrible para una mujer hermosa. Especialmente para alguien como mamá, que siempre se valió de su belleza. Además, ella no se ha encerrado en una burbuja de ámbar como Elizabeth.

Sin embargo, estaba tal como la recordaba: atrevida, voluptuosa, exóticamente elegante. Sí, tenía algunas arrugas alrededor de los ojos y de los labios y un poco de papada, pero era la misma Ruby Costevan de siempre, con su espesa mata de pelo cobriza y sus maravillosos ojos verdes. Como esperaba a Alexander, estaba vestida de satén color rojo oscuro y llevaba un collar de rubíes ceñido al cuello para ocultar la piel flácida, y pulseras y pendientes también de rubíes.

Cuando lo vio se le aflojaron las piernas y cayó de rodillas. Se inclinaba hacia el suelo, lloraba y reía.

– ¡Lee, Lee, mi niño!

Le pareció más sencillo bajar hasta su altura, así que se arrodilló, la tomó entre sus brazos, la estrechó con fuerza y le besó la cara y el pelo. Estoy de vuelta en casa. Estoy de nuevo en los primeros brazos que recuerdo, su perfume que se arremolina en mi mente, mi maravillosa madre.

– ¡Cuánto, cuánto te amo! -dijo Lee.

»Me reservo todas las historias para la hora de la cena -dijo después de que Ruby se hubo cambiado de vestido y recompuesto de los estragos que le había causado su inmensa alegría y que él, también, se hubo puesto un traje de etiqueta.

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