Paia Luke, aquel trabajo tenía la belleza y la crueldad que parecía haber estado esperando toda su vida. Doblarse y erguirse y volverse a doblar, siguiendo aquel ritmo ritual, era como participar en algún misterio fuera del alcance de los hombres corrientes. Pues, como le dijo el vigilante Ame, hacer bien esta tarea era ser miembro distinguido del mejor grupo de trabajadores del mundo, pues uno podía sentirse orgulloso en cualquier parte, sabiendo que casi ninguno de los hombres con quienes se encontraba duraría más de un día en un campo de caña de,azúcar. El rey de Inglaterra no era mejor que él, y el rey de Inglaterra le admiraría si le conociese. Podía mirar con desdén y compasión a los médicos, abogados, escribientes, patronos. Cortar caña de azúcar como lo hacían los blancos ansiosos de dinero: no había hazaña mayor que ésta.
Luke se sentaba en el borde del catre, viendo hincharse los nervudos y nudosos músculos del brazo, mirando las callosas palmas de las manos, llenas de cicatrices, y el color tostado de sus largas y bien formadas piernas. Y sonreía. Quien podía hacer esto y sobrevivir, y además hacerlo a gusto, era todo un hombre. Se peguntaba si el rey de Inglaterra podría decir otro tanto.
Pasaron cuatro semanas antes de que Meggie volviese a ver a Luke. Cada domingo, se empolvaba la sudorosa nariz, se ponía un lindo vestido de seda
– aunque había renunciado al purgatorio de la combinación y de las medias- y esperaba a su marido. Pero éste no venía. Anne y Luddie Mueller no decían nada; sólo observaban cómo se desvanecía su animación al caer dramáticamente la noche del domingo, como un telón sobre un escenario brillantemente iluminado, pero vacío. Y no era exactamente que sintiese necesidad de él; sino tan sólo que él era suyo, o ella era de él, o como mejor pudiese describirse esto. Imaginar que él no se acordaba de ella, mientras ella pasaba días y semanas esperándole, teniéndole en su pensamiento/la llenaba de rabia, de frustración, de amargura,/de humillación, de pena. Por mucho que hubiese aborrecido aquellas dos noches en el hotel de Dunny, al menos entonces había estado con él, y ahora lamentaba no haberse cortado la lengua de un mordisco antes que expresar a gritos su dolor. Desde luego, era esto. El sufrimiento manifestado había hecho que Luke se cansara de ella, viendo arruinado su placer. El enojo que sentía contra él, por su indiferencia al dolor sufrido por ella se trocó en remordimiento, y éste hizo que se echara la culpa de todo.
El cuarto domingo, no se tomó el trabajo de arreglarse, y anduvo descalza y en shorts y blusa por la cocina, preparando un desayuno caliente para Luddie y Anne, que se permitían este lujo una vez a la semana. Al oír pisadas en la escalera de atrás, se volvió, mientras el tocino chirriaba en la sartén; de momento, se quedó mirando a aquel tipo alto y de espesos cabellos plantado en el umbral. ¿Luke? ¿Era Luke? Parecía de piedra, inhumano. Pero la efigie cruzó la cocina, le dio un sonoro beso y se sentó a la mesa. Ella echo huevos y más tocino en la sartén.
Anne Mueller entró y sonrió cortésmente, aunque echaba chispas por dentro. ¿Cómo podía aquel miserable tener tanto tiempo olvidada a su mujer?
– Celebro que se haya acordado de que tiene esposa -dijo-. Vengan a la galería y desayunarán con Luddie y conmigo. Luke, ayude a Meggie a servir los huevos y el tocino. Yo llevaré las tostadas.
Ludwig Mueller había nacido en Australia, pero conservaba claramente su herenoia alemana: la tez colorada, acentuada por la cerveza y el sol; la cabeza cuadrada y gris; los pálidos ojos azules bálticos. Él y su esposa querían mucho a Meggie y se consideraban afortunados de contar con sus servicios. Luddie le estaba especialmente agradecido, porque veía que Anne estaba mucho más contenta desde que aquella cabeza de oro resplandecía en la casa.
– ¿Cómo va el corte de la caña, Luke? -preguntó, sirviéndose huevos y tocino.
– ¿Me creerá si le digo que me gusta el trabajo? -rió Luke, sirviéndose a su vez.
Luddie le miró fijamente, con sus ojos astutos y asintió con la cabeza.
– ¡Oh, sí! Creo que tiene usted el temperamento y la complexión adecuados. Esto le hace sentirse mejor que los otros hombres, superior a ellos.
Prisionero en los heredados campos de caña de azúcar, lejos de la academia y sin posibilidad de cambiar aquéllos por ésta, Luddie era muy aficionado a estudiar la naturaleza humana; leía gruesos' volúmenes encuadernados en piel y que llevaban en los lomos nombres tales como Freud y Jung, Huxley y Rousel.
– Empezaba a creer que nunca volvería a ver a Meggie -dijo Anne, untando su tostada con aceite de manteca refinado.
Aquí no había verdadera mantequilla, pero más valía esto que nada.
– Bueno, Arne y yo decidimos trabajar también los domingos durante una temporada. Mañana salimos para Ingham.
– Lo cual quiere decir que la pobre Meggie no le verá muy a menudo.
– Meg lo comprende. Esto no durará más de un par de años, y tendremos el verano para descansar. ¿Vrne dice que entonces conseguirá un trabajo para mí en la CSR de Sydney, y tal vez lleve a Meg conmigo.
– ¿Por qué tiene que trabajar tanto, Luke? -preguntó Anne.
– Tengo que reunir dinero para comprar una finca en el Oeste, cerca de Kynuna. ¿No se lo ha contado Meg?
– Creo que a Meg no le gusta mucho hablar de sus asuntos personales. Cuéntenoslo usted, Luke.
Los tres oyentes observaron la expresión de aquel rostro curtido y enérgico, el brillo de sus ojos intensamente azules; desde que había llegado él, antes del desayuno, Meggie no había dicho una palabra. Él habló y habló sobre el maravilloso país lejano, los grandes y grises pájaros ibrolga que picoteaban delicadamente en el polvo de la única carretera de Kynuna, los miles y miles de veloces canguros, el sol ardiente y seco.
– Y un día, a no tardar, un buen pedazo de aquello será mío. Meg ha puesto un puñado de dinero, y, si seguimos trabajando así, sólo necesitaremos cuatro o cinco años. Podrían ser menos, si me contentase con un trozo más modesto, pero, sabiendo lo que puedo ganar cortando caña, prefiero esperar un poco más y comprar un trozo de tierra realmente importante. -Se inclinó hacia delante, sujetando la taza con sus manos llenas de cicatrices-. ¿Saben que casi batí la marca de Arne el otro día? Corté once toneladas, ¡en un solo día!
Luddie lanzó un silbido de auténtica admiración, y ambos se enzarzaron en una discusión sobre las marcas. Meggie sorbía su té oscuro, fuerte y sin leche. ¡Oh, Luke! Primero había sido upr'par de años; ahora, eran cuatro o cinco; ¿cuántos/Serían la próxima vez que mencionase un período de tiempo? A Luke le gustaba su trabajo; esto era indiscutible. ¿Lo dejaría cuando llegase el momento? ¿Lo haría? Y, a propósito de esto, ¿estaba dispuesta a esperar para saberlo? Los Mueller eran muy amables y el trabajo no era pesado en absoluto, pero, si tenía que vivir sin marido, Drog-heda era el mejor lugar. Durante el mes que llevaba en Himmelhoch, no se había sentido un solo día bien; no tenía ganas de comer, sufría ataques de dolorosa diarrea, estaba como aletargada y no podía sacudirse la modorra. Como siempre se había sentido perfectamente, este vago malestar le asustaba.
Después del desayuno, Luke la ayudó a lavar los platos y la llevó a dar un paseo hasta el campo de caña más próximo, hablando continuamente del azúcar y lo que era cortar caña, de lo hermosa que era la vida al aire libre, de lo estupendos que eran los muchachos del equipo de Arne, de que esto era muy distinto y mucho mejor que esquilar ganado.
Dieron media vuelta y subieron de nuevo colina arriba; entraron en la cueva exquisitamente fresca de debajo de la casa. Anne la había convertido en una especie de invernáculo, hincando en el suelo trozos de tubo de tierra cocida, de diferentes longitudes y diámetros, llenándolos de tierra y plantando en ellos diferentes cosas: orquídeas de todas las clases y colores, heléchos, enredaderas y arbustos exóticos. El suelo era blando y tenía fragancia de astillas, de leña; grandes cestas de alambre pendían de las vigas, y hsbía en ellas heléchos, orquídeas o tuberosas; otras plantas brotaban de nidos en los pilares; docenas de magníficas begonias de brillantes colores, habían sido plantadas alrededor de las bases de los tubos. Era el lugar de retiro predilecto de Meggie, lo único de Him-melhoch que prefería a cualquier cosa de Drogheda. Pues en Drogheda nunca podrían criarse tantas plantas en un lugar tan pequeño; no había bastante humedad en el aire.
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