Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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En el pesado y calmoso viento flotaba un olor fuerte y mareante que Meggie había tratado en vano de quitarse de la nariz/desde que se había apeado del tren. Como a podrido, pero diferente. Un olor insoportablemente dulzón, que lo invadía todo, como una presencia tangible que nunca parecía menguar, por muy fuerte que soplase la brisa.

– Está oliendo la melaza -dijo Anne, al advertir el funcionamiento de nariz de Meggie, mientras encendía un cigarrillo «Ardath». -Es repugnante.

– Lo sé. Por eso fumo. Pero, hasta cierto punto, uno se acostumbra a ello, aunque, a diferencia de casi todos los olores, nunca desaparece del todo. La melaza está siempre presente.

– ¿Qué son aquellos edificios de chimeneas negras, de la orilla del río?

– Es el molino. Allí se transforma la caña en azúcar bruto. Lo que queda, el resto seco de la caña, una vez extraído el azúcar, se llama bagazo. Tanto el azúcar bruto como el bagazo se envían al Sur, a Sydney, para su ulterior refinación. Del azúcar bruto hacen melaza, triaca, jarabe dorado, azúcar moreno, azúcar blanco y glucosa líquida. El bagazo sirve para hacer tableros fibrosos, como masonite. No se desperdicia nada, absolutamente nada. Por eso el negocio de la caña de azúcar sigue siendo muy provechoso, incluso en estos días de depresión.

Arne Swenson medía un metro ochenta y cinco de estatura, exactamente igual que Luke, y era tan guapo como éste. La piel de su cuerpo aparecía fuertemente tostada por la continua exposición al sol, y su mata de brillantes cabellos rubios, casi amarillos, cubría de rizos toda su cabeza; sus finas facciones suecas eran de un tipo tan parecido al de las de Luke que revelaban fácilmente la gran cantidad de sangre escandinava que fluía por las venas de los escoceses y los irlandeses.

Luke había trocado sus gruesos pantalones de algodón y su camisa blanca por unos calzones cortos. Subió con Arne a un viejo y renqueante camión modelo T, y fueron a reunirse con el equipo que cortaba caña por Goondy. La bicicleta de segunda mano que había comprado yacía en la parte trasera del vehículo, junto a su maleta, y Luke estaba ansioso por empezar a trabajar.

Los otros homares habían estado cortando caña desde el amanecer y ni siquiera levantaron la cabeza cuando apareció Arne, procedente de los barracones y seguido de Luke. El uniforme de los cortadores se componía de calzón corto, botas, gruesos calcetines de lana y sombrero de lona. Luke frunció los párpados y contempló a los que trabajaban, que ofrecían un aspecto muy particular. Un tizne negro como el carbón los cubría de la cabeza a los pies, mientras el sudor trazaba brillantes surcos rosados en sus pechos, brazos y espaldas.

– Es el hollín y la porquería de la caña -explicó Arne-. Tenemos que quemarla para poder cortarla.

Se agachó y recogió dos herramientas, tendiendo una a Luke y guardándose la otra.

– Esto es un cuchillo de cortar caña -dijo, empuñando el suyo-. Muy fácil, si sabes manejarlo.

Sonrió y le hizo una demostración, haciendo que pareciese mucho más fácil de lo que probablemente era.

Luke miró el peligroso objeto que tenía en la mano y que no se parecía en nada a los machetes de las Indias Occidentales. Se ensanchaba para formar un eran triángulo, en vez de acabar en punta, y tenía un gancho de aspecto amenazador, parecido al espolón de un gallo, en uno de los extremos de la hoja.

– El machete es demasiado pequeño para la caña del norte de Queensland -dijo Arne, acabando su demostración-. Éste es el juguete adecuado, ya lo verás. Tenlo siempre afilado, y buena suerte.

Y se fue a su propia sección, apartándose de Luke, que permaneció un momento indeciso. Después, éste se encogió de hombros y puso manos a la obra. A los diez minutos, comprendía ya por qué se reservaba este trabajo a los esclavos y a las razas no lo bastante refinadas para saber que había maneras más fáciles de ganarse la vida; como esquilar corderos, pensó, con triste ironía. Agacharse, cortar, levantarse, agarrar con mano firme el rígido ramo, deslizar el tallo entre las manos, deshojarlo, dejarlo caer en un pulcro montón, pasar a las plantas siguientes, agacharse, cortar, levantarse, deshojar, arrojarlo al montón…

El campo estaba lleno de sabandijas: ratas, gusanos, cucarachas, sapos, arañas, serpientes, avispas, moscas y abejas. Todos los bichos capaces de morder con furia o de picar insoportablemente estaban representados allí. Por eso los cortadores quemaban primero la caña, prefiriendo la suciedad del vegetal chamuscado a los estragos de la caña verde y viva. A pesar de lo cual, sufrían mordeduras, picaduras y cortes. Si no hubiese sido por las botas, los pies de Luke habrían quedado más malparados que sus manos, pero ningún cortador se ponía guantes jamás. Éstos retrasaban el ritmo, y el tiempo era oro en este trabajo. Además, los guantes resultaban afeminados.

Al ponerse el sol, Arríe dio la voz de alto v fue a ver qué tal le había id(/a Luke.

– ¡Vamos, hombre, /no está mal! -gritó, dándole una palmada en la espalda-. Cinco toneladas no están mal, para ser el primer día.

Los barracones no estaban lejos, pero la noche tropical caía tan rápidamente que estaba completamente oscuro cuando llegaron. Antes de entrar, se reunieron desnudos en la ducha común, y después, con una toalla ceñida a la cintura, entraron en los pabellones, donde los cortadores que hacían de cocineros aquella semana habían colocado ya sobre la mesa montañas de lo que era su especialidad. Hoy había bistecs con patatas, pan y bollos con confitura; los hombres se lanzaban sobre todo ello y despacharon, hambrientos, hasta la última partícula.

Las dos hileras de catres de hierro se hallaban frente a frente, a ambos lados de una larga habitación de planchas de hierro onduladas; suspirando v maldiciendo la caña con una originalidad que habría envidiado el carretero más pintado, los hombres se echaron desnudos sobre las sábanas de hilo crudo, bajaron los mosquiteros y se durmieron a los pocos momentos, sombras vagas en tiendas de gasa.

Ame detuvo a Luke.

– Déjame ver tus manos. -Observó los sangrantes, las ampollas las picaduras-. Véndatelas y ponte este ungüento. Y, si quieres seguir mi consejo, frótalas todas las noches con aceite de coco. Tienes las manos grandes; por consiguiente, si tu espalda resiste, serás un buen cortador de caña. Dentro de una semana, te habrás acostumbrado y estarán menos doloridas.

Cada músculo del robusto cuerpo de Luke sufría dolores por su cuenta; él sólo advertía un vasto y lacerante dolor. Después de vendarse y untarse las manos con el ungüento, se tumbó en la cama que le habían destinado, bajó el mosquitero y cerró los ojos a un mundo de pequeños agujeros sofocantes. Si hubiese pensado lo que le esperaba, no habría gastado sus energías con Meggie, ésta se había convertido en una idea mustia, importuna, desagradable, latente en lo más recóndito de su mente. Sabía que no guardaría nada para ella mientras cortase caña.

Necesitó la semana prevista para endurecerse y alcanzar el mínimo de ocho toneladas al día que exigía Ame a los miembros de su equipo. Entonces, se empeñó en llegar a ser mejor que Ame. Quería conseguir la paga más elevada, tal vez un derecho como socio. Pero, sobre todo, deseaba que todos le mirasen como miraban ahora a Ame; éste era como un dios, pues era el mejor cortador de caña de Queensland, lo cual quería decir que era, probablemente, el mejor del mundo. Cuando iban a un pueblo el sábado por la noche, los hombres de la localidad no cesaban de invitar a Ame a cerveza y a ron, y las mujeres revoloteaban a su alrededor como colibríes. Ame y Luke se parecían en muchas cosas. Ambos eran vanidosos y les gustaba provocar la admiración femenina, pero no pasaban de aquí. No tenían nada que dar a las mujeres; lo entregaban todo a la caña.

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