– Tienes mal carácter, capitán. Me asombra que nadie te haya cogido en estos quince años, aunque de algo te habrá servido este escondrijo. ¿Qué hiciste con la señorita Bennet?
– La dejé en el bosque. Encontraría el camino.
– Hoy es domingo. Eso debió ocurrir el viernes, a primera hora de la tarde. Pero nadie la ha visto, capitán, supongo que porque no encontró el camino. Seguro que no querías que lo encontrara. Apuesto a que la dejaste una milla adentro en el bosque, sin que pudiera tener ni idea de qué dirección tomar. ¿Le hiciste daño cuando le quitaste el dinero?
El capitán dejó escapar una amarga carcajada.
– ¿Daño? ¿A ella ? ¡Mira lo que me hizo ella a mí! -Como no podía señalar nada con las manos, indicó la entrepierna con un movimiento de cabeza-. ¡Esa mujer es un demonio! Se me abalanzó como un terrier contra una rata. ¡No había manera de estrangularla! ¡Tuve que darle un puñetazo!
– ¿Por dónde la abandonaste?
– A cinco millas al este de aquí, en la parte norte del camino que va a Mansfield. Si buscas en mi bolsillo, aquí, a la izquierda, encontrarás las diecinueve guineas, todas. Cógelas. No me han traído más que mala suerte.
– Quédatelas.
Ned había preparado su pistola, pero no se había molestado en bajar el seguro para proteger la cazoleta de pólvora; en vez de hacerlo, amartilló la pistola y caminó hacia la muchacha, puso el cañón sobre su cabeza y le saltó la tapa de los sesos. Lo hizo tan repentinamente que al capitán sólo le dio tiempo a emitir un grito ahogado de horror. El arma humeante cayó sobre la mesa; Ned sacó una segunda pistola del bolsillo de su enorme gabán y procedió a cebarla con un poco de pólvora, echó el martillo hacia atrás, apretó el gatillo y le pegó un tiro en el pecho al capitán Thunder, también conocido como Martin Purling.
– Nunca dejes testigos -dijo Ned, solo en el pequeño comedor, mientras se entretenía limpiando las pistolas y cargándolas de nuevo. Las armas volvieron a sus bolsillos, junto con el pequeño cuerno de pólvora que utilizaba para cebar las pistolas.
– Lo siento mucho -dijo, mirando a Nellie mientras se disponía a salir-, pero era mucho más rápido que colgarte. Espero que hayas ido a un lugar mejor… Pero tú, señor Purling, ¡púdrete en el infierno!
Con Júpiter dispuesto a cabalgar de nuevo, Ned montó en él y partió al galope, teniendo mucho cuidado de volver a colocar las zarzas tal y como estaban. Cualquiera que tuviera negocios en la casa del señor Purling echaría un vistazo y saldría corriendo. Nadie informaría de aquellas muertes.
Una hora más tarde encontró a Mary. Había tropezado con aquella raíz y había caído a pocas yardas del camino. Lo que vio desde el caballo fue su cara blanca y su pelo como de oro rojizo; el resto de su cuerpo se confundía entre las sombras. No tuvo que esforzarse mucho para levantarla y llevarla hasta Júpiter , pero cuando llegó a la altura del animal, la dejó en el suelo y procedió a un cuidadoso examen. No, no tenía heridas mortales, pero algunas sí eran graves. La que más le preocupaba era una enorme contusión en la parte derecha de la frente, y aún más porque la mujer no se podía sostener en pie. ¿Qué hacer? Si fuera otra mujer, la habría llevado al médico más cercano, pero sabía bien cuánto le molestaban a Fitz las habladurías y los cotilleos. Decidió que la señorita Bennet no empeoraría mucho más por ir a caballo a Pemberley, así que la puso cruzada por delante de la silla, en la cruz de Júpiter , y él mismo también subió al caballo para partir.
Con lo que no había contado era con el pastel de carne podrida que había desayunado en The Black Cat. Como muchos hombres grandes y fuertes, Ned podía trabajar infatigablemente durante horas, incluso días, sin detenerse ni un instante. Pero eso exigía tener una buena salud, y lo cierto es que comenzó a sentirse mal apenas pasaron por el norte de Chesterfield.
A Júpiter no le gustaba llevar cargas en su cruz, pero no protestó por Ned. Poco después de que cayera la noche, Mary se movió. Recuperó la consciencia, pero estaba confusa e irritable; creyéndolo el capitán Thunder, intentó luchar con él. Ned comprendió que no tenía alternativa y la obligó a tragar coñac, apurando la botella directamente en la garganta, y sólo se sintió tranquilo cuando la mujer volvió a quedarse completamente inconsciente. Una vez que Mary se combó frágilmente sobre su lomo, Júpiter relinchó levemente y movió un poco el cuello para acomodarse.
No había transcurrido media hora cuando Ned sintió que ya no era capaz de controlar sus tripas, detuvo a Júpiter , lanzó las riendas por encima de las orejas del animal y bajó a Mary para depositarla en un suave manto de hierba y césped corto y turgente. Al tiempo que se bajaba los calzones, se adentró en un pequeño reducto de árboles tupidos, y allí sufrió incómodos retortijones y diarrea durante algunos minutos. ¡Oh, qué mala pata…! por suerte, no había vomitado, pero las cagaleras son horribles. Limpiándose como Dios le dio a entender, permaneció un momento de pie, esperando a ver si volvía a tener retortijones, pero aparentemente no. ¿Cuánto tiempo había estado allí? Una mirada a su reloj de faltriquera lo tranquilizó: no más de diez minutos. ¡Cómo brillaban las estrellas, allí, en medio de ninguna parte…! Aunque no había luna, imaginó que podría ser capaz de leer la letra pequeña de un periódico. De hecho, había podido ver la hora de su reloj.
Júpiter estaba apaciblemente dormido cuando Ned regresó al pequeño sendero, pero Mary Bennet había desaparecido. Confundido, miró asombrado a la hierba aplastada donde había estado tendido su cuerpo… «¡Dios, no! ¡No, no, no…! ¿Dónde ha ido?». ¿Estaría entre los árboles… para aliviarse como él? No podía haber ido muy lejos en diez minutos, al menos no en las lamentables condiciones en que se encontraba.
Pero no estaba por ninguna parte, ni en la arboleda, ni en el camino, ni en ninguno de los pequeños senderos que partían en distintas direcciones. Temblando, Ned se detuvo a pensar las cosas sin dejarse llevar por el pánico, y decidió que era hora de montar en Júpiter , desde cuya altura podría ver mejor y más lejos.
Dos horas más tarde apoyó su cabeza contra las crines de Júpiter completamente desesperado. Mary no estaba por parte ninguna y no había modo de encontrarla. Ahora tendría que ir a informar a Fitz y decirle que había rescatado a Mary, pero que la había vuelto a perder y que probablemente se encontraba en nuevos y desconocidos peligros. Se la habían arrebatado mientras estaba tumbada junto a un camino; ninguna otra cosa tenía sentido, pues era imposible que ella pudiera haber huido por sí misma.
– No es culpa tuya, Ned -dijo Fitz cuando éste se presentó ante el amo de Pemberley a la hora del desayuno, el lunes-. La culpa es mía y sólo mía. Te encargué que te ocuparas de Lydia y de Mary. ¡He sido muy injusto contigo!
– No fuiste tú quien la perdió.
– No, pero ¿cómo ibas a imaginarte que tendrías… ese dolor de barriga? ¿Y por qué ibas a pensar que Mary correría algún peligro en un camino desierto más allá de Chesterfield? Eres un hombre muy especial, Ned. Eres capaz de prever las cosas, y aprovechas la oportunidad en el momento justo. Puedo confiarte estos asuntos extraordinariamente delicados, y como recompensa sólo se me ocurre sobrecargarte de trabajo. Un dolor de barriga nos lo ha desbaratado todo, pero… ¿quién puede predecir un dolor de barriga? No te culpes de nada. Y, créeme, lo siento…
– No me culpo… Como tú dices, ¿quién puede predecir un dolor de barriga?
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