Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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La distancia entre Pemberley y Nottingham era de unas cincuenta millas; montando tranquilamente, esperaban llegar a la ciudad en cuatro o cinco horas, sin agotar a sus cabalgaduras, aunque, según dijo Charlie, «he avisado a mi madre de que puede que no regresemos esta noche. Vamos tras los pasos del famoso gobernador de Nottingham, de la época de Robin Hood, y puede que tengamos que pasar la tarde interrogando a los campesinos del lugar…».

– ¿Qué demonios enseñan en Oxford? -preguntó Angus a Owen.

– Mitos y leyendas, entre otras muchas cosas inútiles. ¿No es así en Edimburgo?

– Muy realista; y muy práctico. ¿Hay alguna posada decente en Nottingham?

– The Black Cat -dijo Charlie, que conocía muy bien todas las tierras al norte de Birmingham.

Los caballos mantuvieron el tranco perfectamente, alcanzaron Nottingham a mediodía y almorzaron en The Black Cat antes de acercarse a la casa de postas a pie.

Y, por fin, ¡noticias!

– Sí, señores, recuerdo a esa dama… -dijo el señor Hooper, el jefe de la compañía de diligencias en Nottingham-. Vino de Grantham el pasado jueves… uno de esos viajes desagradables me temo. Cinco gamberros compartieron el coche con ella, ¡y puedo imaginar que no lo pasó muy bien! Yo estaba ocupado cuando llegó la diligencia de Grantham, pero dirijo un establecimiento decente aquí, y aquellos pasajeros no dejaron de dar problemas… los que iban en el pescante iban borrachos y eran unos pendencieros. Y fíjese, despedí al cochero Jim Pickett por no hacer las cosas como correspondía. Tiró las bolsas de la señora en un montón de estiércol. Es difícil encontrar a un cochero que no beba, y Jim bebía. ¡En fin, ya no beberá más ron a mi costa!

Los tres escucharon la narración cada vez más aterrorizados, pero cuando Charlie quiso interrumpir al señor Hooper, Angus le hizo una señal para que dejara hablar al hombre.

– Al parecer, la señora no quiso tener nada que ver con aquellos cinco sinvergüenzas -añadió el señor Hooper, recuperando el resuello con dificultad-. Así que la dejaron en paz, sí. Pero cuando estaba saliendo le echaron la zancadilla… y cayó en el estiércol todo lo larga que era la señora. ¡Pobre mujer! Se burlaron de ella y la humillaron de mala manera. Se le echaron a perder el abrigo y el vestido… por los meados de los caballos, claro. Me dijeron que un hombre la había ayudado a levantarse, y que le quitó un poco la porquería. Pero el estiércol no se quita sacudiendo un poco la ropa. Su bolso salió volando, pero ella lo cogió, y el hombre le devolvió las guineas de oro. Yo sólo la vi salir del patio… no tenía buen aspecto.

El rostro de Charlie era la viva imagen del temor; con un nudo en la garganta, se apoyaba en el brazo de Owen.

– ¡Los muy perros…! -gritó, casi entre lágrimas-. ¡No… no puedo creérmelo! ¡Cinco hombres metiéndose con una mujer indefensa en una casa de postas pública! ¡Espera que lo sepa mi padre! ¡Lo pagarán caro, desde el primero al último!

Una mirada de extrema aprensión en el rostro del señor Hooper no presagiaba que pudieran obtener más información; de nuevo, Angus tuvo que pararle los pies a Charlie.

– ¿Fue ésa la última vez que la vio, señor? -preguntó Angus.

– No. Vino a las siete de la mañana del día siguiente… yo estaba muy ocupado, otra vez… es que siempre estoy muy ocupado. Londres no me envía ayuda ninguna, y espera que todo funcione como un reloj. Bueno, pues no… -Despotricó durante unos instantes contra sus jefes, y luego continuó su relato-. Tenemos aquí dos direcciones. Una hacia Derby, y otra hacia Sheffield. La señora cogió la diligencia que iba a Sheffield y se fue. Parecía que estaba completamente agotada, de verdad. No llevaba el abrigo, y traía un vestido limpio… Nada del otro mundo, y Len me dijo que seguía apestando a meados de caballo. Pero, señor, todavía tenía su bolso. Me atrevo a decir que se encontrará bien y a salvo.

Un rugido brotó de la garganta de Charlie.

– ¡Sheffield! ¡Oh, Mary…! ¿Por qué Sheffield?

– Algo debe de haberla arrastrado hasta allí -dijo Owen, intentando ver el lado positivo del asunto-. Quizá oyó hablar de una fábrica o…

– Muy bien. Mañana partimos hacia Sheffield -dijo Angus con un suspiro. Dejó caer una guinea en la mano del jefe de la casa de postas-. Gracias, señor. Nos ha sido de gran ayuda.

Los ojos del señor Hooper se abrieron desorbitadamente al ver la moneda y cerró rápidamente el puño para que no huyera; para cuando hubo recuperado el aliento, los tres caballeros -¡eran hombres de dinero…!- ya estaban saliendo del establecimiento.

– ¡Oigan, oigan…! -les llamó a distancia, con la guinea ejerciendo una mágica influencia en su memoria-. ¿No quieren saber el resto, amables señores?

Los tres se detuvieron en seco.

– ¿El resto?

– Sí, el resto. Mi cochero me lo dijo ayer. La señora se bajó en Mansfield. Se dio la vuelta porque pensaba que iba en la diligencia de Derby, y no en la de Sheffield. Mi empleado tuvo que llevarla cobrándole la tarifa de Nottingham a Mansfield, seis peniques, y luego continuó hacia Sheffield, ya sin ella. La última vez que la vio había entrado a preguntar en The Friar Tuck. Buscaba transporte para Chesterfield.

Aunque sobradamente recompensado con una segunda guinea, el señor Hooper no recordó nada que pudiera decirles a aquellos caballeros, hasta que éstos se marcharon. Pero entonces, entusiasmado ante la perspectiva de ganar una tercera guinea, corrió hasta The Black Cat inmediatamente para comunicarles lo que había recordado un poco después… ¡Demasiado tarde! Los tres caballeros ya habían partido.

– Oh, bueno, tampoco era tan importante… -se dijo. Sólo que resultaba un poco raro que hubiera habido tanta gente preguntando por la misma señora en el plazo de tres días. Un hombre grande, malhumorado, un maldito hijo de puta había estado preguntando allí el sábado pasado. Anda y que se muera. Ni una guinea le dio… ¡su idea de prodigalidad se reducía a un chelín! ¡ Un chelín a él, que era el jefe de la casa de postas!

Todo aquello planteó algunas preguntas en la mollera del señor Hooper: ¿quién era aquella señora? ¿Por qué llevaba tanto oro en su bolso? ¿Quiénes eran los caballeros que la buscaban? ¿Por qué vino uno primero y los otros tres después? ¿Y quién era el poderoso padre de aquel muchachito tan distinguido?

Partieron a caballo inmediatamente hacia Mansfield, porque Charlie había decidido que los caballos habían descansado lo suficiente como para resistir aún otras cincuenta millas. Ni Angus ni Owen disputaron la autoridad de Charlie en materia equina; el padre de Owen era granjero, pero, en asuntos ecuestres, el hijo de Elizabeth y Fitz Darcy estaba treinta millas por delante de él y de Angus.

Alrededor de las seis de aquella tarde desmontaron en el patio de The Friar Tuck, y acordaron que no avanzarían más aquel día.

Cuando entraron en la posada, descubrieron que su propietario revoloteaba a su alrededor con servil deferencia.

– ¡Las tres mejores habitaciones, posadero! -exclamó Angus, que tenía dolorido cada hueso del cuerpo. Las casas de postas de una empresa de Londres no estaban preparadas para reparar los desperfectos que ocasionaba una cabalgada por el campo con Charlie Darcy. Tenía el trasero destrozado, pero aún podía sentarse; dejando escapar un enorme suspiro de alivio, se acomodó en una silla.

– Demasiado tarde para la cerveza… ¡El mejor vino, posadero!

– ¡Pregúntale, pregúntale, pregúntale…! -susurraba a su lado Charlie.

– A su debido tiempo. Lo primero es remojar los gaznates.

– Dios mío, estoy reventado… -dijo Owen.

– Quejicas, los dos -dijo Charlie mientras se dejaba caer en una silla con gesto enfurruñado.

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