Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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– Sí, ¿quién iba a imaginarlo? -preguntó la señora Hurst, tal y como convenía. Ella era la caja de resonancia de su hermana pequeña, y nunca se había atrevido a tener pensamientos propios. Una Caroline era todo lo que la familia necesitaba; dos habrían sido de todo punto insoportables.

– ¡Oh, qué bendición haber estado presentes en la escena de la noche pasada…! ¡Y pensar que estuve a punto de rechazar la invitación de Fitz para venir este año…! ¡Qué lenguaje! ¿Cómo puedo contarle a nadie las obscenidades que dijo sin repetir las palabras que utilizó? Lo que quiero decir, Louisa, es… ¿hay alguna manera elegante de decir eso…?

– No que yo sepa. «Descarada» ni siquiera se aproxima a la definición de quien utiliza esas palabras… ¿no?

– Tendré que esforzarme en resolver ese problema, porque juro que no me voy a quedar callada por cuidar las formas…

– Estoy segura de que encontrarás la fórmula.

– No puedo permitir que la gente piense que el lenguaje de Lydia fue menos ofensivo de lo que fue en realidad.

– ¿Quién se asombrará más? -preguntó la señora Hurst, cambiando de tema.

– La señora Drummond-Burrell y la princesa Esterhazy. Voy a ir a cenar a la embajada cuando regrese a Londres la próxima semana.

– En ese caso, hermana, dudo que necesites contárselo a nadie más. La señora Drummond-Burrell lo hará por ti.

Una figura alta y elegante iba caminando hacia ellas; las damas cesaron en su paseo, incómodas ante la posibilidad de que el movimiento destruyera el bonito efecto que ambas causaban en el entorno.

– Vaya, vaya… ¡señor Sinclair! -exclamó la señorita Bingley, deseando fervientemente poder extender la mano para que el caballero se la besara, como estaba haciendo Louisa; una absurda obligación… ¡que las damas que no están casadas no puedan dar su mano a besar!

– Señora Hurst, señorita Bingley. ¡Están ustedes realmente hermosas y llamativas! ¡Como dos helados en Gunter's: una rosa y otra verde!

– Oh, là, là , señor, ¡qué tonterías dice…! -dijo la señorita Bingley arqueando las cejas-. Me niego a derretirme.

– Y me temo, señorita Bingley, que yo no tengo ni el encanto ni la habilidad para conseguir que se derrita.

Louisa cogió el pie de un modo impecable.

– ¿Va a publicar usted los escandalosos acontecimientos de anoche en su periódico, señor?

¿Hubo un destello de desprecio en aquellos bonitos ojos azules?

– No, señora Hurst; yo no soy de ésos. Cuando mis amigos tienen problemas privados y tribulaciones, yo guardo silencio. -Y añadió con gesto indiferente-: Exactamente lo mismo que hará usted, estoy seguro.

– Desde luego -dijo Louisa.

– Desde luego -dijo Caroline.

El señor Sinclair se disponía a marcharse.

– Es una lástima que no podamos confiar en el silencio de todo el mundo -dijo.

– Es una lástima tremenda -dijo Louise-. ¡Ah, los duques de Derbyshire!

– Yo también me voy -dijo Caroline-. También está el presidente de la Cámara…

«Lenguas viperinas», pensó Angus mientras se tocaba el sombrero para despedirse de ellas.

Iba a encontrarse con Fitz en los establos, pero antes de llegar se encontró con Charlie, absolutamente abatido porque se veía obligado a quedarse en casa.

– ¿Puede hacer un viaje largo a caballo el próximo lunes? -preguntó Charlie-. Owen y yo iremos a Nottingham. Lo mejor es que meta ropa de recambio en las alforjas del caballo, por si nos entretenemos…

Angus se lo prometió y luego se alejó caminando.

La desaparición de Mary le había infundido más temor del que jamás hubiera sospechado. Mary Bennet era una mezcla de inocencia sobreprotegida y un cinismo de segunda mano que, como un cañón suelto en un buque de la Armada, podía girar en cualquier dirección, causando estragos indiscriminadamente. Si se hubiera ceñido a su plan, debería estar en Derbyshire en aquel momento. Entonces, ¿por qué no estaba allí? «El amor», pensó Angus, «es el mismísimo demonio. Aquí estoy, sudando de preocupación, mientras ella probablemente está cantando en alguna posada a cincuenta millas al sur, tomando copiosas notas de los granjeros y de los males que acechan al pueblo por cercar las tierras del común. ¡No, no está ahí…! Mary es demasiado estricta como para no estar en el lugar correcto en el momento correcto… ¡Oh, amor mío, amor mío! ¿ Dónde estás?».

– Señor Sinclair…

Se volvió y vio a Edward Skinner que se acercaba, y se le nubló el gesto. Un individuo curioso, en el que Fitz confiaba ciegamente… Bueno, eso lo sabía desde siempre, aunque, de algún modo, en esta visita Angus había percibido que aquella confianza se había reforzado mucho. ¿Quizá gracias a los asuntos de Mary y Lydia? No era un hombre que tuviera mal aspecto, si a uno le gustan las personas grandes y de tez oscura. Sus ojos mostraban el mismo distanciamiento gélido de Fitz, sin embargo, era demasiado mayor para ser su hijo natural… Rondaría los cuarenta, en opinión de Angus.

– ¿Sí, señor Skinner? -preguntó, contestando así a Ned.

– Un mensaje del señor Darcy. No puede encontrarse con usted hoy.

– ¡Oh, qué fatalidad! -Angus permaneció allí durante unos instantes y entonces asintió para sí-. Bueno, no importa. Creo que necesito despejar la mente un rato, así que iré a dar un paseo a caballo solo. ¿Le importaría decirle a la señora Darcy que estaré de vuelta a la hora de cenar?

– Naturalmente.

Una vana esperanza: no podría hacer nada de provecho durante esas horas; era ya casi mediodía cuando Angus partió hacia Chesterfield, pero sabía que no le daría tiempo a llegar. Su caballo perdió una herradura y se vio obligado a buscar a un herrero, y todo lo que consiguió fue un molesto dolor de cabeza por cabalgar de cara al sol de poniente cuando regresaba.

– Ya sé que lo que más te inquieta ahora es la señora Wickham -le dijo a Elizabeth antes de cenar-, pero yo estoy más preocupado por Mary. Nunca he conocido a una persona más meticulosa, más obsesionada con la minuciosidad de los horarios y los calendarios que Mary; y, sin embargo, ha desaparecido, a pesar de haberme dicho exactamente cómo pensaba ir…

– Creo que le estás dando demasiadas vueltas, Angus -le dijo Elizabeth, cuyos aterrorizados pensamientos, en verdad, estaban centrados en Lydia-. Concédele a Mary dos o tres días más y aparecerá de su escondite sin tener ni la menor idea de la consternación que ha causado. Siempre ha sido así, ya lo sabes. Su meticulosidad guardaba más relación con las simples trivialidades, y su capacidad para controlar los tiempos y los acontecimientos no era especialmente notable. La vida siempre le ha resultado sorprendente, y se le notaba por mucho que intentara disimular sus asombros.

– ¡Tú no la conoces…! -dijo Angus con un tono de sorpresa.

Elizabeth se ruborizó, enojada ante su reacción.

– Es mi hermana, caballero. Y la conozco mejor que tú.

Sinclair levantó las cejas, permitiendo que fuera ese gesto el que expresara sin palabras que no estaba en absoluto de acuerdo, pero el anuncio de Parmenter -la cena ya estaba dispuesta- les evitó a ambos un enojo más serio.

El lunes, poco después de las siete de la mañana, Angus, Charlie y Owen partieron hacia Nottingham, decididos a averiguar si se había visto a Mary en aquella ciudad. Era un lugar lógico para alguien que se dirigiera al norte, de Hertford a Manchester, dadas las rutas de las diligencias. Aunque el caballerizo mayor, Huckstep, se quedó perplejo cuando los tres escogieron caballos fuertes y robustos en vez de los caballos ligeros que habitualmente montaba Charlie; pero no dijo nada, sabía que era mejor no preguntar. Herido en su orgullo porque el caballo del señor Sinclair había perdido una herradura durante el último paseo, en esta ocasión el caballerizo se aseguró de que aquello no volviera a suceder.

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