Shirley sostenía la mirada de Joséphine y la animaba a hablar. Joséphine se lo contó todo.
Shirley se cruzó de brazos y observó a Joséphine suspirando.
– No cambiarás nunca… Te vas a dejar devorar por el primer tiburón hipócrita que te encuentres. Lo que no entiendo muy bien es por qué Iris necesita hacerte escribir una novela.
– Para que ella la firme y se convierta, a ojos de todos, en una escritora. Está muy bien visto actualmente, sabes, todo el mundo quiere escribir, todo el mundo cree que puede escribir. Empezó presumiendo de ello una noche, en una cena, ante un editor…
– Sí, pero ¿por qué? ¿A quién quiere impresionar? ¿Qué va a ganar con ello?
Joséphine bajó la mirada.
– No ha querido decírmelo…
– ¿Y tú has aceptado sin saber nada?
– Me dije que eso era cosa suya.
– Pero, bueno, Jo, ¿te conviertes en cómplice de un fraude y no quieres saber el porqué? ¡Me sorprenderás siempre!
Joséphine se mordía los dedos, desgarraba la pielecilla alrededor de sus uñas y lanzaba miradas atemorizadas a Shirley.
– Lo que me gustaría es que, la próxima vez, la próxima vez que la veas, le hagas la pregunta. Es importante. Va a poner su nombre en un libro que habrás escrito tú y con ello ¿qué va a ganar? ¿La gloria? Para eso vuestro libro tendría que ser un éxito. ¿La fortuna? Te va a dar todo el dinero. A menos que haya previsto robarte… No es imposible. Te promete el dinero, pero sólo te dará una pequeña parte. Con el resto se marchará a Venezuela con su amante…
– ¡Shirley! Eres tú la que está escribiendo una novela. No me metas ideas así en la cabeza, ya estoy bastante angustiada…
– O bien escribe para obtener una coartada… Está planeando algo perverso a tus espaldas. Se encierra en una habitación, pretende que está trabajando, sale por la ventana y…
Joséphine miró a Shirley desamparada. Shirley se arrepintió de haber sembrado la duda y la angustia en la mente de Jo.
– He grabado la película de ayer, ¿quieres verla? -propuso para compensarlo.
– ¿Ahora mismo?
– Ahora mismo. Tengo mi clase en el conservatorio dentro de hora y media, si no ha acabado, te dejaré delante de la tele.
Mientras Shirley rebobinaba la película, Joséphine le contó todos los detalles: el préstamo de Antoine, la propuesta de Iris, su aprensión ante la idea de escribir, «tengo miedo de no conseguirlo, cuando entraste en la cocina, me encontraba en plena duda, buscaba la inspiración. Al final está bien habértelo contado, porque ya no estoy completamente sola. Podré confiar en ti cuando algo no vaya bien… Sobre todo, porque Iris tiene prisa, ¡debe enseñar veinte folios a su editor a finales de mes!».
Se sentaron en el sofá. Shirley pulsó la tecla del mando a distancia y gritó: «¡Motor!». Apareció entonces en la pantalla la resplandeciente, la deliciosa, la emotiva Shirley MacLaine vestida completamente de rosa, con un inmenso sombrero rosa, en una casa rosa de columnas rosas, tras un féretro rosa llevado por ocho hombres de negro. Joséphine se olvidó del libro, de su hermana, del editor, de las mensualidades del préstamo de Antoine y siguió la silueta larga, fina y rosa que descendía la escalera suspirando de pena.
– La foto del hombre de la parka, sobre el teclado, ¿la has visto? -murmuró a Shirley mientras desfilaban los títulos de crédito.
– Sí, y me dije que debías de estar haciendo algo importante para pegar su foto permanentemente bajo tus ojos, debía inspirarte…
– No ha funcionado. ¡No me ha inspirado nada!
– Conviértele en uno de los maridos y funcionará.
– Muchas gracias, me has dicho que morían todos.
– ¡El último no!
– Ay… -soltó Joséphine en voz baja-. Es que yo no tengo ganas de que se muera.
– Silly you! Ni siquiera sabes quién es.
– Me lo imagino y es maravilloso. Es casi mejor que vivir un amor en sueños, no hay riesgo de llevarse un chasco…
– ¿Y hacer el amor en sueños, cómo es?
– No he llegado a eso -suspiró Joséphine-los ojos puestos en la pantalla, donde el ataúd del difunto marido se había resbalado de las manos de los portadores mientras que Shirley Mac-Laine, imperturbable, continuaba avanzando bajo su gran sombrero rosa.
* * *
Por la noche, ya no podía descansar. El dedo amenazador de Faugeron le sacaba de su sueño; se despertaba sudando, con la almohada y las sábanas empapadas. Se ahogaba, perdía el aliento, sentía estertores, se retorcía, se asfixiaba hasta que el nudo de su garganta se deshacía y por su nariz entraba el aire fresco de la noche. Se levantaba, iba a ducharse, se vestía con un pantalón de pijama limpio y seco, escuchaba el ruido de la noche africana entrar por la ventana completamente abierta de la habitación. El graznido de los loros refugiados sobre el techo de la casa, el chillido de los monos persiguiéndose de rama en rama en las altas acacias, la rápida carrera de un impala entre las altas hierbas, todo le parecía extraño, amenazante. Durante el día, se sentía un intruso en aquellas tierras, pero por la noche era como si toda la naturaleza le gritara que se fuese, que volviese al país de los blancos, esos hombrecillos enclenques y sudorosos que no soportaban el calor de África y se atiborraban a quinina.
Escuchaba el aliento tranquilo de Mylène a su lado y no conseguía dormirse. Entonces se levantaba, bajaba al salón, se servía un whisky y salía a la terraza de madera que rodeaba la casa. Sentado en los escalones, bebía un sorbo de alcohol y después, otro y otro; sus ojos se habituaban a la oscuridad. Poco a poco, iban destacando entre las sombras unas manchas amarillas, vacilantes, alumbrándose una tras otra y que parecían converger en él: la amarillenta mirada de los cocodrilos. Afloraban a ras del agua, posadas como luciérnagas sobre la superficie muaré y negra de los estanques, mirándole. Escuchaba cómo sus colas agitaban el agua, sus cuerpos se movían lenta, pesadamente, se aproximaban a la orilla a esperar. Frente a la casa. Uno, luego dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… Atravesaban la oscuridad como buceadores silenciosos. A veces uno de ellos abría sus grandes fauces y una fila de dientes blancos cortaba la negra noche. Después la boca se cerraba con un golpe seco y sólo percibía las rasgaduras amarillas mirándole fijamente. Hace veinte millones de años que viven en la Tierra, pensaba, que resisten a todas las catástrofes naturales, la Tierra que se agrieta, se dobla, se rompe, arde y se licúa, se hiela y se solidifica. Han visto pasar a los dinosaurios, a los primates, a los hombres a cuatro patas, a los hombres inclinados, a los hombres erguidos, a los hombres apaleados y siguen aquí, al acecho. No doy la talla frente a ellos. Me encuentro solo. Nadie con quien hablar. Y todavía sin noticias de míster Wei. Sin noticias, sin cheque, sin explicación. Su secretaria me responde siempre que sí, sí, míster Wei is going to cali you back, pero nunca le devuelve las llamadas. Don't worry, míster Tonio, he'll cali you, he'll call you, everything's all right, [4] ¡pero no! Nada era all right, no había visto un céntimo desde su llegada. Vivía de los ahorros de Mylène. Cuando llamaba a las niñas a Francia, se inventaba historias, hablaba de beneficios monumentales, prometía hacerlas venir pronto, ahora sólo era cuestión de días. Debían de sentir la tensión en su voz porque sólo respondían con monosílabos para no molestarle. ¿Y Jo? Murmuró siguiendo a un cocodrilo que venía para unirse al grupo, añadiendo dos candiles amarillos al conjunto de luces que le contemplaban. Faugeron debía de haberla puesto al corriente. Ella no había llamado. No le había dirigido el menor reproche. Sintió vergüenza. Volvió la mirada hacia las manchas amarillas y le entraron ganas de llorar. Se sentía tan cobarde. Más fuerte que la vergüenza, sentía crecer en él un miedo frío y tenaz que no le soltaba. El miedo había reemplazado a la gran seguridad de antaño, cuando se pavoneaba, por la noche, después de los safaris, bajo las tiendas de tela, bebiendo whisky. No tenía nadie a quien decir que sentía miedo. Los cocodrilos sí lo sabían. Sienten mi miedo desde el fondo del estanque y vienen a agruparse frente a mí para alimentarse de él. Esperan. Tienen todo el tiempo del mundo, todo el tiempo, no importa que les maten, saben que al final vencerán, que la fuerza bruta vence siempre. Esperan clavando sobre él su mirada amarilla.
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