– ¿No te planteaste que ibas a hacer daño a tu alrededor?
Las palabras empleadas por Joséphine sonaron desagradables a sus oídos. ¿Por qué emplear palabras tan terribles? ¿El aburrimiento no bastaba para explicarlo todo? ¡Había que ponerle palabras, además! ¿Acabar de una vez por todas? Lo había pensado mirando la ventana de su despacho. Acabar con lo de levantarse por las mañanas, acabar con lo de decirse: ¿qué voy a hacer hoy? Acabar con lo de vestirse, peinarse, simular que habla a su hijo, a Carmen, a Babette, a Philippe… Acabar con la rutina, la sombría cantinela de la rutina. Sólo le quedaba un adorno: ese libro que no había escrito, pero cuya gloria y éxito brillaban aún. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. Después… Después, ya vería. Después, será otro día, otra noche. Los afrontaría uno por uno y los endulzaría tanto como pudiese. No tenía fuerzas para pensar en ello. Se decía también que, quizás, un día, la antigua Iris, la mujer triunfante y segura, volvería y la tomaría de la mano, diciéndole al oído: «Todo eso no importa, ponte guapa y vente… Disimula, aprende a disimular». El problema, suspiró, es que todavía pienso… Estoy débil pero todavía pienso, debería dejar de pensar del todo. Como Bérengère. Todavía quiero, todavía deseo, me lanzo aún llena de esperanza, de deseo, hacia otra vida que no tengo la fuerza de construir ni siquiera de imaginar. Tener la sabiduría de replegarme y contar mis pobres fuerzas, de decirme: bueno, tengo tres céntimos de fuerza y no más, a ver qué hacemos… Pero seguramente es demasiado pronto, no estoy dispuesta a renunciar. Sintió una sacudida. Detestaba esa palabra, renunciar. ¡Qué horror!
Su mirada se fijó en su hermana. Tenía menos talento que yo al nacer, y le va muy bien. La vida no es generosa. Es como si reclamara la cuenta, hiciese el cálculo de lo que había dado, de lo que había recibido y presentase factura.
– Ni siquiera Hortense quiere verme más -soltó en un último sobresalto que todavía mostraba su interés por la vida-. Sin embargo, nos llevábamos bien… ¡También le debo de dar asco!
– Está preparando la selectividad, Iris. Trabaja como una loca. Quiere sacar matrícula, ha encontrado una escuela de moda en Londres para el año próximo…
– ¡Ah! Así que quiere trabajar de verdad… Creía que decía eso por decir.
– Ha cambiado mucho, sabes. Ya no me manda al cuerno como antes. Se ha dulcificado…
– ¿Y tú, qué tal? Ya no te veo mucho a ti tampoco.
– Estoy trabajando. Trabajamos todos en casa. Se respira una atmósfera de mucho estudio en mi casa.
Se le escapó una risita traviesa que terminó en una sonrisa confiada, tierna. Iris adivinó una ligereza de mujer alegre, feliz, y deseó más que nada estar en su lugar. Sintió ganas por un instante de preguntarle «cómo lo haces, Joséphine», pero no tenía ganas de conocer la respuesta.
No se dijeron nada más.
Joséphine se había ido con la promesa de volver a verla. Es como una flor cortada, se dijo al marcharse. Habría que volverla a plantar… Que Iris echara raíces. No pensamos en las raíces cuando somos jóvenes. Es hacia la cuarentena cuando ellas se acuerdan de nosotros. Cuando no se puede contar ya con el impulso y la fogosidad de la juventud, cuando la energía empieza a faltar y la belleza se borra imperceptiblemente, cuando echamos cuentas de lo que hemos hecho y de lo que hemos dejado pasar, entonces nos volvemos hacia las raíces y tomamos de ellas, inconscientemente, nuevas fuerzas. No lo sabemos, pero nos sostenemos en pie gracias a ellas. Siempre he contado conmigo, con mi trabajo de hormiguita laboriosa; en los peores momentos, tenía mi tesis, mi informe de habilitación que realizar, mi investigación, mis conferencias, mi querido siglo XII, que estaba allí y que me decía: «Mantente firme»… Leonor me inspiraba y me tendía la mano.
Aparcó delante de su edificio y descargó las compras que había hecho antes de pasar por casa de Luca. Tenía mucho tiempo para preparar la cena, Gary, Hortense y Zoé no volverían hasta una hora más tarde. Cogió el ascensor, los brazos cargados de paquetes, se reprochó el no haber previsto sacar las llaves, voy a tener que dejar todas las bolsas por el suelo. Avanzó a oscuras buscando el interruptor de la luz.
Una mujer estaba allí, esperándola. Hizo un esfuerzo por saber a quién le recordaba, y entonces apareció un triángulo, rojo: ¡Mylène! La manicura del salón de belleza, la mujer que se había marchado con su marido, la mujer del codo rojo. Le pareció que había pasado un siglo desde que había coloreado con rabia el triángulo rojo que sobresalía de la ventanilla del coche.
– ¿Mylène? -preguntó con voz insegura.
La mujer asintió, la siguió, le ayudó a recoger los paquetes que se deshacían mientras Joséphine buscaba sus llaves. Se instalaron en la cocina.
– Tengo que preparar la cena para los niños. Van a volver pronto…
Mylène hizo el gesto de marcharse, pero Joséphine la retuvo.
– Tenemos tiempo, sabe, no volverán hasta dentro de una hora. ¿Quiere beber algo?
Mylène negó y Joséphine le hizo una señal de que no se moviera mientras guardaba las compras.
– ¿Es Antoine, verdad? ¿Le ha pasado algo?
Mylène asintió, sus hombros se pusieron a temblar.
Joséphine le cogió las manos y Mylène estalló en lágrimas contra su hombro. Joséphine la arrulló un largo instante. «Ha muerto, ¿verdad?». Mylène dejó escapar un sí sacudido por las lágrimas y Joséphine la estrechó contra ella. Antoine, muerto, no podía ser… lloró también, y las dos siguieron sollozando la una en brazos de la otra.
– ¿Qué pasó? -preguntó Joséphine reponiéndose y secándose los ojos.
Mylène se lo contó. La granja, los cocodrilos, míster Wei, Pong, Ming, Bambi. El trabajo cada vez más difícil, los cocodrilos que no querían reproducirse, que devoraban a aquel que se les acercara, los obreros que ya no querían trabajar, las reservas de pollos que desvalijaban.
– Durante ese tiempo, Antoine se alejaba con sus pensamientos. Estaba allí sin estar. Por la noche, se iba a hablar con los cocodrilos. Decía eso todas las noches: voy a ir a hablar con los cocodrilos, tienen que escucharme, ¡cómo si los cocodrilos pudiesen escuchar! Una noche, había salido a pasear como tantas otras, y se metió en el agua de un estanque. Pong le había mostrado cómo hacerlo, cómo situarse a su lado sin que le atacasen. ¡Se lo comieron vivo!
Estalló en sollozos y sacó un pañuelo de su bolso.
– No encontramos casi nada de él. Sólo el reloj de submarinismo, que le había regalado en Navidad, y sus zapatos…
Joséphine se incorporó y su primer pensamiento fue para sus hijas.
– Las niñas no deben saberlo -dijo a Mylène-. Hortense se examina de selectividad dentro de una semana, y Zoé es tan sensible… Se lo diré poco a poco. Primero diré que ha desaparecido, que no se sabe dónde está y, después, un día, les diré la verdad. De todas formas -prosiguió como si hablara consigo misma-, ya no las llamaba. Estaba desapareciendo de sus vidas. No van a pedir noticias suyas inmediatamente… se lo diré después… después… no sé cuándo… primero diré que se ha marchado para hacer un reconocí-miento por otras tierras para fundar otros parques… y después… en fin, ya veré.
De pronto… todo volvió.
El día en que se conocieron. La primera vez que le había visto, él estaba perdido en una calle de París, tenía un plano de la ciudad en la mano y buscaba su camino. Ella le había tomado por un extranjero. Se había acercado y le había preguntado articulando «¿puedo ayudarle?». El la había mirado con alivio y le había explicado: «Tengo una cita importante, una cita de negocios, y tengo miedo de llegar tarde». «No está lejos, le acompañaré», había dicho ella. Hacía buen tiempo, era el primer día de verano en París, ella llevaba un vestido ligero, acababa de conseguir su plaza de profesora de letras. Jo paseaba alegremente. Le había guiado y le había dejado ante una gran puerta de madera barnizada en la avenida de Friedland. El sudaba, se había secado el rostro y había preguntado inquieto: «¿Estoy presentable?». Se había echado a reír y había dicho: «Está usted impecable». Él le había dado las gracias con expresión de perro apaleado. Recordaba muy bien aquella mirada. Ella se había dicho: «Está bien, le he hecho un favor, he servido para algo hoy, tiene un aspecto tan desgraciado ese pobre chico». Sí, esos eran exactamente los términos en los que había pensado de él. Le había invitado a tomar una copa después de su cita, «si me va bien, festejaremos mi nuevo trabajo, si no, me consolará». A ella le había parecido un poco torpe como invitación, pero había aceptado. Recuerdo muy bien haber aceptado porque él no me daba miedo, porque hacía bueno, porque no tenía nada que hacer y tenía ganas de protegerle. No me parecía que estuviese en su sitio en aquella ciudad demasiado grande para él, en ese traje demasiado amplio, con ese plano que no sabía leer y las gotas de sudor que le caían por la cara. Mientras esperaba para volver a verle, había ido a pasearse por los Campos Elíseos y había comprado un helado de vainilla y chocolate, y carmín. Había vuelto a buscarle ante la puerta de madera barnizada. Había encontrado allí a un hombre brillante, seguro de sí, casi autoritario. Se preguntó si lo había idealizado durante su paseo o si lo había valorado mal la primera vez. Lo veía desde un ángulo nuevo: viril, reconfortante, espiritual. «Todo ha ido sobre ruedas -le había dicho-, ¡me han contratado!». La había invitado a cenar. Él había hablado durante toda la cena de su próximo trabajo, haría esto, haría aquello, ella le escuchaba con ganas de dejarse llevar. Más tarde se había preguntado desde cuántos ángulos podía percibirse una misma persona y qué ángulo era el bueno. Y si los sentimientos que se albergaban hacia esa persona variaban según el ángulo… Si él le hubiese invitado a cenar mientras estaba perdido, ansioso, sudoroso, ¿habría ella aceptado? No lo creo, había reconocido honesta. Le habría deseado buena suerte y me habría ido sin mirar atrás… Entonces, ¿en qué se basa el nacimiento de un sentimiento? ¿En una impresión fugaz, fluctuante, cambiante? ¿En un ángulo que se desplaza, dando lugar a una ilusión que proyectamos sobre los demás? El día en que le había pedido casarse con él había sido un día autoritario y viril. Ella había dicho sí. Eso le había atormentado mucho tiempo al principio de su matrimonio, tanto más porque el ángulo en el que aparecía Antoine cambiaba a menudo…
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