Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Joséphine calló. Shirley hablaría cuando ella quisiera. Aceptaba los secretos de su amiga.
– ¿Quieres que vayamos a ver los pececitos bajo el agua con los niños esta tarde? -preguntó Shirley volviendo a abrir los ojos.
– ¿Por qué no? Debe de ser bonito…
– Cogemos gafas de bucear, nos sumergimos y los admiramos… Me sé los nombres de todos los peces. Voy a pedirle a Miguel que prepare el barco.
Hizo una seña a un hombre, que avanzó. Le habló en inglés y le pidió que preparase el barco y que cuidase de que hubiese gafas y tubos suficientes para todo el mundo. El hombre se inclinó y se fue. Aquí era donde debía de venir de vacaciones cuando pretendía ir a Escocia, pensó Joséphine.
Los días pasaban tranquilos, alegres. Zoé y Alexandre se pasaban el tiempo en la piscina o en el mar. Se habían metamorfoseado en pececillos dorados. Hortense se tostaba al borde de la piscina hojeando revistas de lujo que cogía de las mesas del salón. Joséphine había encontrado una caja de píldoras anticonceptivas entre sus cosas cuando buscaba un tubo de aspirina. No había dicho nada. Ya me hablará de eso cuando quiera. Confío en ella. No quería más enfrentamientos. Hortense había dejado de agredirla. Pero no se había vuelto precisamente tierna y amable…
Festejaron la Navidad en la terraza. En la serenidad de una noche estrellada. Shirley había colocado un regalo en cada plato. Joséphine deshizo su paquete y descubrió un brazalete Cartier.
Hortense y Zoé recibieron también otro. Alexandre y Gary tuvieron un portátil último grito. «Así podrás enviarme fotos y correos cuando estemos separados», murmuró Shirley al oído de su hijo mientras la besaba para darle las gracias. Tenía que agacharse para poder besarla. Había tanto amor en sus ojos cuando sus miradas se cruzaban.
Daban una fiesta en una casa vecina. Gary y Hortense preguntaron si podían ir. Shirley, tras haber consultado a Joséphine con una rápida mirada, les dio autorización, y se fueron tras dar el último bocado a la tarta. Zoé fue a acostarse, llevándose un trozo de tarta. Alexandre la siguió.
Shirley cogió una botella de champán y propuso a Joséphine bajar a su playa privada al pie de la casa. Se tumbaron cada una en una hamaca y miraron las estrellas.
Fue entonces cuando, sosteniendo su copa de champán en una mano, cubriendo sus pies con la punta del pareo, Shirley comenzó su relato.
– ¿Conoces la historia de la reina Victoria, Jo?
– ¿La abuela de Europa? ¿La que había colocado a cada uno de sus hijos y nietos en una familia real y que reinó cincuenta años?
– Esa misma.
Shirley hizo una pausa y miró a las estrellas.
– Victoria tuvo dos amores en su vida: Alberto, al que todo el mundo conocía, y John…
– ¿John?
– John… John Brown. Un escocés que era su lacayo. El rey Alberto, su gran amor, murió en diciembre de 1861, tras veintiún años de matrimonio. Victoria tenía entonces cuarenta y dos años. Era madre de nueve hijos, la última de ellos tenía cuatro años. También era abuela. Era una mujer pequeñita, medía tres palmos, bastante corpulenta y con un carácter endiablado. Detestaba su oficio de reina, que practicaba a la perfección. Le gustaban las cosas sencillas: los perros, los caballos, el campo, los picnic… Le gustaban los campesinos, sus castillos, su té de las cuatro, jugar a las cartas, sestear a la sombra de un gran roble. Tras la muerte de Alberto, Victoria se encontró muy sola. Alberto siempre había estado a su lado para aconsejarla, ayudarla y, a veces, para reprenderla. Era Alberto quien le decía cómo comportarse, qué actitud adoptar. No sabía vivir sola. John Brown estaba allí, fiel, solícito. Muy pronto, Victoria no pudo pasarse sin él. La seguía allá donde fuese. La protegía, velaba por ella, la cuidaba, ¡incluso le libró de un atentado! Encontré cartas donde ella habla de él… Escribía: «Es extraordinario, lo hace todo por mí. Es a la vez mi lacayo, mi escudero, mi paje e incluso diría que mi asistenta, de tanto que cuida de mis abrigos y mis chales. Siempre es él el que conduce mi poni, el que se ocupa de mí fuera. Creo que nunca he tenido un criado tan servicial, fiel, cuidadoso». Es tan conmovedora cuando habla de él. Se diría una niña. John Brown tenía entonces treinta y seis años, la barba hirsuta, la lágrima fácil. Hablaba un inglés rudimentario y tenía modos bastante groseros. Pronto su complicidad se convirtió en un escándalo. Se la llamaba tanto Victoria como Mrs. Brown. La acusaron de haber perdido la cabeza, de estar loca. Su relación con él se convirtió en «el escándalo Brown». Las gacetas escribían: «El escocés vela por ella con los ojos de Alberto». Y es que, poco a poco, John Brown fue abusando. Desfilaba a su lado durante las ceremonias oficiales. Se había vuelto indispensable, ella ya no daba un paso sin él. Le nombró escudero, el primer escalón nobiliario, le compró casas que adornó de escudos reales, y le llamaba delante de todo el mundo «el mejor tesoro de mi corazón». Se encontraron billetes que ella le enviaba y que firmaba «I can't lifve without you. Your loving one». La gente estaba horrorizada…
– ¡Se diría que hablas de Diana! -exclamó Joséphine, que había detenido el balanceo de su hamaca para no distraerse.
– John Brown empezó a beber. Se derrumbaba borracho perdido, y Victoria decía sonriendo «creo que he sentido un ligero temblor de tierra». Era el hombre de la casa. Se ocupaba de todo, dirigía todo. Bailaba con la reina en las fiestas reales y la pisaba sin que protestara. ¡Llegaron a llamarle Rasputín! Cuando murió, en 1883, se sintió tan desgraciada como cuando murió Alberto. La habitación de Brown permaneció intacta con su gran kilt extendido sobre un sillón, y ella colocaba, sobre su almohada, una flor fresca cada día. Decidió escribir un libro sobre él. Le parecía que había sido injustamente maltratado cuando vivía. Escribió doscientas páginas de alabanzas y costó mucho disuadirla de que las publicara. Más tarde, se encontrarían trescientas cartas escritas por Victoria a John muy comprometedoras. Fueron compradas y quemadas. Y su diario íntimo sería reescrito por completo.
– ¡No sabía nada de todo eso!
– Normal, eso no se enseña en los libros de historia. Existe la historia oficial y la historia íntima. Los grandes de este mundo son como nosotras: débiles, vulnerables y, sobre todo, sobre todo, están solos.
– ¡Hasta las reinas! -murmuró Joséphine.
– Sobre todo las reinas…
Se sirvieron una última copa de champán. Shirley dejó la botella en la cubitera y, percibiendo una estrella fugaz, dijo a Jo: «¡Pide un deseo, deprisa, deprisa, he visto una estrella fugaz!». Joséphine cerró los ojos y pidió que su vida continuara yendo hacia delante, que nunca volviese a caer en el embotamiento pasado, que los miedos se borrasen y dejaran su lugar a una nueva llama. Y después añadió por lo bajo, muy bajo: «Que tenga la fuerza de escribir un nuevo libro sólo para mí… Y Luca también, estrella fugaz, consérvame a Luca».
– ¿Cuántos deseos has pedido, Jo? -preguntó Shirley sonriendo.
– ¡Un montón! -exclamó Joséphine riéndose-. Estoy tan bien aquí, me siento tan bien. Gracias por habernos invitado… ¡Qué hermosas vacaciones!
– Supongo que sabes que no te he contado todo eso para darte una lección de historia.
– Te vas a reír, pero estaba pensando en Alberto de Mónaco y su hijo ilegítimo.
– No me río para nada, Jo… Yo soy una hija ilegítima.
– ¿De Mónaco?
– No… De una reina. Una reina magnífica que vivió una historia de amor muy hermosa con su gran chambelán. No se llamaba John Brown, se llamaba Patrick, también era escocés y era mi padre… A diferencia de John Brown, era muy discreto. Nadie supo nunca nada. Y cuando murió, hace dos años, la reina no perdió la cabeza. Permaneció mucho tiempo con una mirada apagada, perdida, pero nadie supo nada…
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