Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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Su indolencia había sido percibida como arrogancia. Faltaba poco para que me tratara de pija endomingada y chulesca, pensó Iris con irritación. Volvió a leer el artículo. Siempre las mismas preguntas: ¿en qué se diferencian las relaciones entre hombres y mujeres del siglo XII con las de hoy? ¿De qué sufrían las mujeres entonces? ¿Son realmente más felices en el siglo XXI que en el siglo XII? ¿Qué ha cambiado realmente? ¿La modernidad y la paridad no comprometen in fine la pasión? «Las mujeres no tienen más seguridad afectiva que en el pasado -había respondido Iris-, se acomodan mejor, eso es todo. La única seguridad posible sería alejarse de los hombres, dejar de necesitarlos, pero eso sería morir un poco… al menos para mí». Eso no estuvo mal. Y no es arrogante. «No hay hombre ideal. El hombre ideal es el que amamos. Puede tener dieciocho o noventa años, no hay reglas. Con tal de que se le ame. No conozco ningún hombre ideal, conozco hombres, algunos me gustan, otros no». «¿Podría usted amar a un chico de dieciocho años?». «¿Por qué no? Cuando se ama, no se tiene en cuenta». «¿Qué edad tiene usted?». «La edad que el hombre que amo quiera darme».

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas de irritación. Cogió otra revista, buscó en qué página hablaban de ella. No podía hojear un periódico sin encontrarse frente a frente consigo misma.

A veces se miraba con ternura, a veces con incomodidad. Mejillas demasiado enrojecidas, mala iluminación, ¡oh! ¡Qué bien salgo aquí! Lo que más le gustaba era posar para los fotógrafos. Se ofrecía a ellos, hacía mohines, se echaba a reír, se tocaba con un gran sombrero, se aplastaba la punta de la nariz con su índice enguantado… No se cansaba nunca.

Página 121. El artículo de un viejo crítico literario intelectual y refunfuñón. Era conocido por sus ácidos dardos y sus juicios inapelables. Iris leyó las primeras palabras con ansiedad y suspiró aliviada. Le gustaba el libro: «La ciencia y el talento reunidos en una misma pluma. Detalles que enganchan, un impulso narrativo que enardece. Un vocabulario que no cultiva el hermetismo, pero que sabe ser límpido sin ser transparente…». Es bonito eso, «límpido sin ser transparente». Iris extendió la punta del chal sobre su pie, tenía frío, y llamó a Carmen, tenía sed. Recordaba muy bien a ese periodista. Lo había conocido en una cena con Philippe mientras Joséphine estaba en plena escritura. Había adoptado una expresión humilde para escucharle y le había hablado de Chamfort. Era un especialista de Chamfort. «Todo hombre que no es un misántropo a los cuarenta años nunca ha amado a los hombres». Había leído en su mirada un brillo de reconocimiento emocionado y se había callado.

En la próxima novela, Joséphine deberá realizar una obra más erudita, menos simplista. Está muy bien esta historia de maridos que se suceden y la enriquecen, pero resulta un poco frívolo. Al final, eso me perjudica. No es extraño que me tomen por un zoquete. El próximo deberá ser más oscuro, más sulfuroso, menos dirigido al gran público, pero igual de límpido.

Dio una patada a la pila de revistas y decidió ignorarlas. El estadio siguiente es que se hable de mí como una auténtica escritora. ¡Que me dejen de hacer preguntas estúpidas! ¡Y yo qué sé de las relaciones entre hombres y mujeres! Estoy casada desde hace quince años, fiel hasta aburrirme, y el único hombre al que amo vive no sé donde, entre Londres, Nueva York, Budapest, el sur de Francia y el norte de Mali. Vaga por donde le parece, no pertenece a ningún país, a ninguna mujer, detiene un rodaje por amenazas de muerte y vuelve, alegre, despreocupado, para encontrarse con actores que le veneran y aceptarían cualquier cosa de él. Lleva siempre los mismos vaqueros mugrientos y un gorro de lana. Un bohemio genial. ¡Es eso lo que debería haberle largado a esa imbécil! Gabor Minar. El guapo, el célebre Gabor Minar fue mi amante, y todavía le amo. «Permanecer siempre fiel a un antiguo amor es a veces el secreto de toda una vida». Entonces sí que hubiese salido en primera página.

Gabor…

Iba a volver a verle.

Philippe le había propuesto llevarla a Nueva York para el festival de cine. Gabor estaría allí. Era el invitado de honor. Iris se acurrucó bajo su chal y pensó: ¿es su amor lo que echo de menos o la gloria, la celebridad y las lentejuelas que hubiera conocido quedándome a su lado? Porque después de todo, cuando nos conocimos, él no era nadie. Mi pasión ha ido aumentando a medida que aumentaba nuestro alejamiento y su celebridad. ¿Acaso no amo a Gabor porque se ha convertido en Gabor Minar, el gran director de cine reconocido en el mundo entero? Apartó de su cabeza ese pensamiento molesto y volvió a su idea: estaban hechos el uno para el otro, el error fue el matrimonio con Philippe. Voy a verle, voy a verle, y entonces, quizás, toda mi vida cambiará. ¿Qué importan quince años de ausencia cuando se ama tanto? El no temerá nada, me raptará a la manera de los húsares, me comerá a besos… Me comía a besos cuando estudiábamos juntos en Columbia. Se acurrucó bajo su chal y observó la manicura perfecta de sus uñas.

Carmen la interrumpió al traerle su té.

– Alexandre ha vuelto del colegio. Ha sacado un ocho y medio en matemáticas.

– ¡Y no me ha dicho nada! ¿Sabe que estoy en mi despacho?

– Sí, se lo he dicho. Ha respondido que tenía muchos deberes para mañana. ¡Hay que ver lo que trabaja!

– Está imitando a su padre…

Iris extendió el brazo, cogió la humeante taza de té que le tendía Carmen y se volvió a tumbar.

– Le imita en todo. Y me evita. Normal, está en la edad. El padre se convierte en el modelo, la madre no sirve para nada, y después cambia… ¡Qué previsibles son los hombres, Carmen!

Bostezó y se tapó la boca con un elegante gesto de su mano.

* * *

Josiane se despertaba por la mañana hacia las nueve, llamaba al servicio de habitaciones para que le trajeran el desayuno, subía a la balanza, anotaba su peso, se vaporizaba con una nube de perfume, Chance de Channel, y se volvía a acostar, mientras escuchaba su horóscopo en la radio. El astrólogo no se equivocaba nunca. Podía prever el temperamento de su jornada escuchándolo. Siempre pedía un desayuno continental y no se decidía a comer huevos, a pesar de las exhortaciones de su ginecólogo que le aconsejaba ingerir proteínas desde la mañana. Eso está bien para los english, esas cosas fritas y grasas, decía tapándose la nariz; había tomado por costumbre hablar sola, pues no tenía otra compañía. Necesitaba una buena baguette, mantequilla, miel y confituras. Cortaba la punta dorada de la brioche, comía un poco de corteza, y después la dejaba a un lado: ¡ay, si me viera mi madre! Me obligaría a tragármela de un mordisco o se la guardaría en el bolsillo.

Cada vez pensaba más en su madre.

Con el desayuno, se hacía traer la prensa y, mientras la hojeaba, encendía la tele y miraba el programa de Sophie Davant. Le decía, buenos días, Sophie, ¿qué tal estamos hoy?, le enviaba un beso y se hundía entre los almohadones. ¡Qué poco altiva era! Veía el programa con entusiasmo, hundida en la pluma de las almohadas y hablándole en voz alta. ¡Tienes razón, Sophie, mete en cintura a ese inútil! Cuando Sophie le decía adiós, se levantaba, iba a la terraza y extendía los brazos en todas direcciones para estirarse. Entraba a ducharse y después bajaba al restaurante Des Princes, componía su menú eligiendo los platos más caros. Quería probar todo lo que no conocía. Aquí es donde me educo, borro mi infelicidad, colmo mi miseria, se decía mientras probaba el caviar sobre un blini.

Por la tarde, salía. Iba a dar un paseo, vestida con una pelliza de visón que había comprado en George V, y miraba los escaparates. ¡La cara que puso la dependienta cuando había desenfundado su tarjeta Platino diciendo «quiero ese», con el dedo apuntando la golosina! Había sido un momento triunfal. Volvía a pasar y repasar la escena adelante y atrás sin cansarse. ¿Usted? Decía la mueca disgustada de la chica. ¿Usted, pobre ordinaria, va a vestirse con ese artículo de lujo extraordinario? Sí, yo, Bomboncito, le confisco su piel de conejo ricachón. Debía reconocer que calentaba bien los riñones. Nada que objetar, los ricos sí que saben. Son los campeones de la comodidad. Cuando nos empeñamos en ponernos una camiseta térmica, ellos se embuten en una buena piel.

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