Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– ¿Cómo va a ser él? -Apartó la muñeca y se la frotó con la otra mano-. No soporto a Alexei Serov.

Valentina entrecerró los ojos y observó a Lydia con furia.

– Oh, dochenka. Que Dios te pinte la lengua de negro. ¿Cómo sé cuándo debo creerte? Se te da tan bien mentir…

En ese instante sonó el timbre.

Demasiadas voces. Eso fue lo que alarmó a Lydia. No podía tratarse de la visita de algún amigo de Alfred, porque todos creían que seguía de luna de miel. No, era otra cosa. Algo peor. En silencio, se acercó al rellano y se asomó a la barandilla para echar un vistazo al vestíbulo.

Fue entonces cuando le pareció que el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. No es que fuera algo peor; era lo peor que podía suceder. El pequeño espacio estaba lleno de uniformes.

– Lo siento, señor Parker -decía un policía inglés que lucía galones en las hombreras-. Comprendo sus objeciones, pero me temo que estamos facultados para registrar su vivienda -añadió, alargándole un papel.

Alfred lo aceptó, pero no lo hojeó siquiera.

– Esto es una indecencia absoluta -se lamentó secamente.

Lydia bajó discretamente la escalera. El pánico le hacía ser rápida, pero era imposible pasar frente a todos ellos sin ser vista. Valentina estaba de pie, detrás de Alfred, y agarró a su hija del brazo.

– ¡Oh, Lydochka, qué emoción! Una jauría entera de ellos. Como lobos.

Había cuatro agentes de policía ingleses ocupando el vestíbulo, figuras corpulentas de modales educados pero con miradas severas. Los copos de nieve se fundían sobre sus hombros. Pero lo que más asustaba a Lydia era lo que aguardaba en el exterior: cinco soldados. Uniformes grises. El sol del Kuomintang bordado en las gorras. Tropas chinas. Aguardando pacientemente bajo la nieve, con rostros fríos, impasibles.

Las voces se solapaban. Debía salir de allí. Ahora. Ahora mismo.

– Mamá, ¿qué están buscando?

– Parece que a un comunista. A un agitador chino. Alguna criatura malintencionada se ha inventado la historia de que se oculta aquí. En nuestra casa, cielo santo. Cómo no íbamos a darnos cuenta de algo así. ¿No es del todo absurdo? -Y empezó a reírse, pero al ver la expresión de su hija, la risa se le heló en los labios, y arrastró a Lydia hasta el fondo del vestíbulo-. No -susurró-. No.

– Mamá -balbució ella, tirando impaciente de la mano de su madre-. Debemos lograr que Alfred los retenga aquí un poco más. Necesito tiempo. -Volvió a apretarle la mano, con más fuerza-. ¿Lo entiendes?

El rostro de Valentina estaba blanco como la nieve de la calle, pero se acercó de nuevo a su esposo y le pasó un brazo por la cintura.

– Ángel -le susurró, seductora-, ¿por qué no invitas a estos apuestos agentes a entrar al… -echó un vistazo al salón, pero para alivio de Lydia pareció recordar a dónde daban los ventanales- comedor, para que se tomen una copa y puedan explicarnos la situación como Dios man…

– No, querida. -La boca de Alfred, muy apretada, formaba una línea recta, airada-. Acabemos cuanto antes con esta irrupción. Que terminen lo antes posible.

– Gracias, señor -respondió el agente con gran formalidad-. Les molestaremos lo menos que podamos.

– No, Alfred, querido. Creo que esto es… inaceptable.

Algo en su tono de voz le llevó a mirar a Valentina. A pesar del pánico que se había apoderado de ella, Lydia estaba impresionada. Alfred vio lo que había en los ojos de su esposa, frunció el ceño y se llevó la mano a las gafas, como si estuviera a punto de limpiárselas, pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue observar a Lydia, toser y volver a dirigirse a los policías de uniformes oscuros.

– Pensándolo mejor, creo que mi esposa tiene razón. ¿Cómo se atreven a entrar en mi casa sin razón alguna? Esto merece más explicaciones.

– Señor, ya le he expuesto las razones. Estamos cooperando con nuestros colegas chinos, pues el Asentamiento Internacional se encuentra fuera de su jurisdicción. En realidad, no hay nada más que explicar.

Alfred se incorporó, tieso como un palo.

– Permítame que disienta, y sepa que abordaré esta cuestión en mi próximo artículo del Daily Herald. -Alargó la mano en dirección a Lydia-. Vete, Lydia. -Y dirigiéndose al agente, añadió, muy digno-: No quiero que mi hija se vea implicada en esta… farsa.

Mentalmente, Lydia arrancó todos los alfileres que había clavado en la A mayúscula que había escrito la noche anterior en aquella hoja de papel. Y, sin mediar palabra, abandonó el vestíbulo.

– Los soldados. Están aquí. Deprisa.

Pero él ya se había puesto en marcha. Había abandonado el calor de las mantas y estaba de pie, luchando por mantener el equilibrio.

Ella se acercó a él y lo besó con urgencia, brevemente.

– Esto es para darte fuerzas -le dijo, sonriendo.

– Mi fuerza eres tú -respondió él, antes de coger la chaqueta. Ya estaba vestido del todo, y se había puesto incluso las botas. Estaba preparado para cuando llegara el momento.

Lydia vio entonces el zurrón que ella misma le había llenado de medicamentos la noche anterior, y le pasó un brazo por la cintura.

– Vamos.

– No. -La fiebre le había nublado la vista, pero no los sentidos-. Borra nuestras pistas -dijo, señalando las mantas.

Ella las cogió al instante, y junto con la bolsa de agua caliente las metió en unos sacos polvorientos que había apoyados en la pared. Cuando lo hubo hecho, cogió un montón de paja del conejo y la echó encima, para disuadir a posibles manos curiosas.

– Gracias, xie xie, Sun Yat-sen -declaró Chang, solemne.

Lydia se habría echado a reír, pero había olvidado cómo se hacía.

La nieve los salvó. Descendía girando en grandes copos ligeros que emborronaban el mundo. Los suelos se volvían traicioneros, y los sonidos se amortiguaban, mientras los coches y la gente aparecían desenfocados, inmersos en aquel mundo blanco, giratorio. Franquearon la puerta del jardín abierta. Salieron a la calle principal. Y corrieron.

Jamás supo cómo lo logró Chang. El frío le laceraba el rostro. No llevaba abrigo, sólo un suéter grueso, pero ésa era la menor de sus preocupaciones. Las tropas del Kuomintang estaban en la casa, y una vez que la encontraran vacía, ¿qué harían? Saldrían a buscar. No dejaba de mirar atrás, pero no distinguía ninguna figura, y se aferraba a la convicción de que, si ella no podía verlos, ellos no podían verla a ella. ¿O no era así? La nieve convertía el aire en una sábana blanca, densa, que impedía la visión más allá de unos pocos metros, y hacía que todo el mundo caminara deprisa, con la cabeza gacha, sin prestar atención a dos personas que se apresuraban por la calle helada.

Tenía que pensar. Lograr que su mente funcionara por los dos.

¿Adónde ir?

Sus pies resonaban en la calle al unísono, veloces, y el corazón de Lydia se movía al mismo ritmo. Había pasado el brazo alrededor de la cintura de Chang, para sostenerlo firmemente a su lado, y sentía que él trataba de no cargar el peso contra ella, pero en una ocasión tropezó. Su mano herida se posó en el suelo con fuerza, pero él no dijo nada; se levantó y siguió corriendo. Cuanto más corrían, inmersos en una huida caótica, más lo amaba ella. Chang tenía tanta fuerza de voluntad… Y había una gran calma en su centro que le permitía controlar el dolor y el agotamiento. Sólo el músculo que temblaba en su mandíbula lo delataba.

Pensar. Pero era difícil pensar cuando todo resbalaba y se desmoronaba en su interior.

Descendieron por Laburnum Road y giraron a la izquierda. Después a la derecha, e inmediatamente a la derecha otra vez, zigzagueando para despistar a quien pudiera perseguirlos. Ella respiraba entrecortadamente, a bocanadas. Cuando arrastraba a Chang An Lo para ayudarle a cruzar la calle, estuvieron a punto de ser atropellados por una bicicleta que surgió de la nada, derrapando sobre la nieve. El corazón le latió con más fuerza al constatar lo cerca que podían estar de ellos los soldados sin que lo supieran.

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