Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– Déjalo, Tiyo. Que lo haga un empleado.

– No, me hace bien.

Theo estaba lijando la superficie de un pupitre. Hacía dos noches había recorrido las aulas, desesperado, agónico, el cuerpo tembloroso, ávido de la paz que proporcionaba la amapola, incapaz de pensar, incapaz de escuchar las palabras de ánimo de Li Mei. Lo único que llenaba su mente era el asco que sentía por Christopher Mason, un asco que le crecía en el cerebro hasta que le parecía que tenía la cabeza a punto de estallar. Por eso había ido a buscar un cuchillo afilado a la cocina y había grabado con él la palabra «ODIO» en el pupitre de Polly Mason con letras enormes.

Pero por la mañana se había arrepentido. Las vacaciones de Navidad terminaban ese fin de semana, y empezaba el nuevo trimestre, de modo que se impuso la tarea de reparar el daño causado a la mesa.

Curiosamente, el movimiento repetitivo del papel de lija, pasando una y otra vez sobre la madera, le aliviaba. Le servía para borrar el odio. Le tranquilizaba, y satisfacía algo en su interior.

– ¿Se lo has contado a Chang An Lo? -le preguntó a Li Mei mientras sus manos seguían moviéndose rítmicamente, en círculos, sobre la superficie del pupitre.

– No.

– ¿Y piensas hacerlo?

– No.

El sonido áspero del papel de lija era lo único que se oía en el aula. Li Mei se había sentado en otro pupitre, había cruzado las piernas, y lo observaba. Llevaba el cheongsam lila que a él tanto le gustaba, con un pasador amatista en el pelo, y Theo sabía que debía de estar cansada, porque se había pasado la noche cuidando a su paciente chino. Sin embargo, su rostro ovalado se veía fresco, sereno. E incluso los moratones empezaban a desaparecer.

– Si le cuento -dijo al fin- que soy la hermana de Po Chu, querrá irse.

– Sí, y entiendo por qué. Pero ¿de verdad importa?

– Sí. Mi hermano lo ha herido, y es mi deber compensarlo. Si puedo.

Theo alzó la vista y la miró, sin dejar de lijar.

– ¿Ya has vuelto a leer las Analectas ?

Li Mei sonrió.

– En el Lun Yh, Confucio dice muchas cosas verdaderas.

– Po Chu se enfadará si descubre que Chang está aquí.

– No lo descubrirá. -Hizo una pausa-. ¿Verdad que no, Tiyo?

Él no respondió, concentrado como estaba en borrar el odio de sí mismo y del pupitre.

– ¿Verdad que no, Tiyo? -volvió a preguntar ella.

Theo se detuvo, soltó el papel de lija y se limpió el polvillo de las manos.

– Amor mío, después de la paliza brutal que te dio tu hermano, me complace hacer cualquier cosa que pueda hacerle daño. Si Po Chu descubriera que Chang está aquí, vendría, y me daría la gran satisfacción de matarlo, pero si alguna vez se entera de qué ha sucedido con alguien que escapó de sus garras, siempre le resultará humillante. De modo que no, por mí no va a saberlo.

– Gracias, Tiyo.

Él regresó a su tarea.

– ¿Tiyo?

– ¿Sí?

– Los dos sabemos que podrías usarlo para negociar. Con mi padre. Para impedir que Mason te acuse ante sir Edward.

– Sí, los dos lo sabemos.

– ¿Lo harás? ¿Lo usarás?

– Lo he pensado. -Por un momento no supo si el sonido áspero provenía del interior o del exterior de su cabeza-. ¿Qué nos importa más, Li Mei? ¿Que yo vaya a la cárcel o que este joven muera? ¿Qué dice tu Confucio de este dilema moral?

Por las pálidas mejillas de Li Mei descendieron dos lágrimas.

Tocó la frente de Chang con la palma de la mano. Estaba caliente. Al instante abrió los ojos negros y miró a Theo con expresión desconfiada.

– Estoy mejor -murmuró con voz pastosa.

– No me lo parece -dijo Theo.

– ¿Y Lydia?

– Está bien. Pero no puede venir a verte. Sus padres no se lo permiten.

El rostro del joven se tensó. Parecía que le dolía algo, aunque a Theo le pareció que no se trataba de nada físico. Se compadeció de él.

– No te preocupes, mañana estará aquí, porque empieza el trimestre. Ya me aseguraré yo de que venga a verte a la hora del recreo.

Los ojos negros se relajaron un poco.

– Xie xie. Gracias.

Theo asintió, e hizo ademán de retirarse.

– ¿Por qué hace esto? -le preguntó Chang.

– ¿Hacer qué?

– Ayudarme.

– ¿Por qué crees tú que lo hago?

Chang lo miró con expresión dura. Theo sintió que aquellos ojos lo atravesaban.

– Porque necesita ayuda. Lo hace por usted mismo -respondió el joven en voz baja-. Usted me ayuda a mí y tal vez algún día yo le ayude a usted. Tiene que ver con el equilibrio.

A Theo aquel comentario le pareció preciso y enervante. Era la misma razón por la que había aceptado quedarse con Yeewai, el gato de la mujer del junco. Recoges lo que siembras. Los dioses de todas las religiones parecían estar de acuerdo en eso.

Cambió de tema.

– ¿Quieres que te dé algo más fuerte para el dolor?

Chang movió la cabeza de un lado a otro de la almohada, en señal de negativa.

– ¿Opio, tal vez? -le ofreció Theo.

– No.

– Buen chico.

Capítulo 47

¿Estaba muerto?

¿O en un calabozo de la policía?

¿La echaba de menos?

¿Sonreía a la encantadora Li Mei del mismo modo en que le había sonreído a ella?

Ninguna respuesta. Sólo preguntas.

Ojalá no le hubiera dado su palabra a Alfred en el salón de té Tusón. Le había prometido obedecerle a cambio de dinero, pero ya le había mentido antes. Le había robado. Engañarle no le había importado lo más mínimo. Entonces, ¿por qué se sentía tan atada por aquella absurda promesa? ¿Por qué?

Estaba tumbada en la cama, en el lugar exacto que había ocupado Chang An Lo, con la cabeza en la almohada en la que él había apoyado la suya, pero no había dormido nada. Mientras las horas pasaban lentamente, había enterrado la cara en la funda una y otra vez, tratando de aspirar su olor. Pero era demasiado débil. Sólo el perfume de las hierbas. Se había levantado de la cama cuando las primeras luces del día tiñeron el negro de un gris plateado, pues las nubes eran tan densas, y tan bajas, que casi podía tocarlas. Pero al menos había dejado de nevar. Desde su ventana, la mera visión del cobertizo le hacía estremecerse de añoranza, pero no lograba apartar los ojos de aquella endeble estructura de madera cubierta de blanco. Las estilizadas huellas de un pájaro salpicaban la costra inmaculada de nieve que la rodeaba. Finalmente volvió a la cama, y se abrazó a la almohada.

Podía romper su palabra. Salir de casa a escondidas antes de que Alfred y Valentina despertaran. Aunque ni por un momento creyó que su madre estuviera dormida. No, estaría revolviéndose en la cama, escuchando, observando cómo empezaba a clarear. Lydia empezaba a preocuparse seriamente por su madre. Nunca la había visto tan enfadada, tan fuera de quicio. A Lydia le dolía pensar en ello, de modo que se concentró en Alfred.

Sí, podía romper su compromiso con él.

Podía.

Cerró los ojos y trató de respirar profundamente, como hacía Chang An Lo cuando sentía mucho dolor. Aspiraba por la nariz y soltaba el aire despacio por la boca. Pero sus pensamientos no la dejaban en paz.

Podía faltar a su palabra. Ya lo había hecho antes.

No. No.

Esta vez era distinto. Era… -no le salía la palabra- era… fundamental.

Desesperada, se tumbó de lado y dejó que su mente regresara, como una paloma mensajera, al recuerdo del cuerpo de Chang An Lo junto al suyo, dentro del suyo, sobre el suyo. Al sabor de aquella piel en su lengua. A la expresión de sus ojos cuando le dijo que la amaba. La amaba.

Pero por debajo de todo ello, percibía una ira profunda que se movía en círculos en su estómago. Un ácido que la quemaba.

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