Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– Ya conozco el feng shui, mama. El problema es que los europeos no se han molestado nunca por conocerlo. Tendemos vías de tren sobre lugares espirituales, y los misioneros construyen iglesias que proyectan su sombra sobre tumbas ancestrales chinas, lo que perturba a sus difuntos. No te rías, mamá, para ellos es muy importante. Y creen que las agujas de nuestras basílicas rasgan los cielos con sus formas afiladas, e impiden que los buenos espíritus regresen a la tierra. Feng Shui significa «viento y agua».

– ¿En serio? Qué lista eres, cielo. ¿Verdad que tengo una hija muy lista, Alfred?

– Sí, muy lista -dijo, y volvió a sonreírle.

Pero ella sabía que si Valentina le hubiera preguntado si su hija era de color verde intenso y con topos rosas, él habría asentido con la misma disposición. Lydia aprovechó la ocasión: se desperezó, aparentando indiferencia, y se puso en pie.

– Me alegro de teneros de vuelta en casa, pero creo que, si no os importa, voy a acostarme.

– ¿Tan pronto?

– Mmmm, tengo sueño. -Dedicó una sonrisa a su padrastro-. Será por el calor de esta maravillosa chimenea. Pero creo que me acercaré a ver cómo está Sun Yat-sen antes de subir a mi cuarto.

– Creo que no es buena idea -respondió Alfred con firmeza-. No quiero que salgas a pasear por ahí con esta oscuridad.

– Pero si hay luna. No está tan oscuro.

– No, querida, vete a la cama ahora. Al conejo ya lo verás mañana. -Alfred sonrió, aunque sus ojos se mantenían serios, y Lydia recordó entonces el pacto al que había llegado con él a cambio de los doscientos dólares.

Se le vino el mundo encima. Miró a su madre, en busca de su complicidad, pero Valentina se había acercado al mueble bar para servirse un vaso de vodka, y en ese momento llenaba una copa de coñac para su esposo.

– Por favor, Alfred -suplicó ella, zalamera.

– Esta noche no, querida. Métete en la cama ahora y deja al conejito para mañana. Sé buena. Eso es. Y que descanses.

Lydia asintió.

– Buenas noches, mamá -dijo, dándole un beso en la mejilla. Acto seguido, hizo lo mismo con Alfred, cuidándose de no chocar con sus gafas.

Una vez arriba, dibujó una gran letra A en una hoja de papel y empezó a clavarle alfileres.

Estaban tendidos, entre mantas, sobre el suelo polvoriento. Suave, dulcemente, él le acariciaba un pezón con el pulgar. Juntos observaban la luna que avanzaba despacio por el cielo, sobre sus cabezas. Lydia anhelaba que estuviera llena, que formara un disco completo, mágico, para poder pedirle un deseo, pero al menos faltaba una semana para ello, y la realidad manchaba su perfección. Apoyaba la cabeza en el hombro de Chang, y tenían los brazos y las piernas tan enredados que no sabía dónde empezaban los suyos y dónde los de él. La piel de su amado formaba parte de su piel. Y su aliento se fundía con el suyo.

– ¿Lydia?

– ¿Mmmm?

Llevaban un buen rato en silencio, acurrucados, juntos. El rectángulo limpio de luz traslúcida que la luna proyectaba sobre ellos teñía de plata su piel desnuda, y hacía que las sombras saltaran de un rostro a otro cada vez que sus labios se rozaban. Antes habían hecho el amor, y había sido distinto. Más fiero. Más ávido. Como si sus cuerpos supieran que se les acababa el tiempo. Lydia había aguardado con impaciencia en su habitación hasta que estuvo segura de que su madre y Alfred se habían dormido, y entonces bajó de puntillas hasta la puerta y atravesó el jardín a la carrera. La escarcha crujía bajo sus pies. Los árboles la acechaban con sus sombras alargadas, y un murciélago voló bajo sobre su cabeza en el momento en que metía la llave en el candado.

– ¿Estás bien? -le preguntó él al instante. Estaba de pie, a un lado de la puerta, con una manta sobre los hombros.

– No, no estoy bien. No estoy nada bien.

Él la besó en la boca.

– Mi madre ha regresado antes de hora, exactamente como tú dijiste, y por eso he tenido que quedarme en casa, muy preocupada por ti y por lo que estarías pensando en relación con los movimientos de Alexei Serov. Maldito sea ese hombre. ¿Por qué ha tenido que venir? Aunque, sinceramente, no creo que nos delate. Ya me ha ayudado otras veces. Sé que a veces puede ser un cerdo arrogante de mucho cuidado, pero en el fondo no es tan malo. El peligro es que se sienta muy comprometido con el Kuomintang y que…

– Calla, calla, amor mío…

Los ojos oscuros de Chang buscaron los de ella, y su expresión ahuyentó todas las palabras de su mente. La estrechó entre sus brazos, la cubrió con la manta, y por primera vez en horas, ella volvió a sentirse de nuevo a salvo. En medio de un cobertizo viejo y destartalado, con un frío gélido y toda una serie de desastres acechándolos.

Aun así, se sentía a salvo. Y feliz. Le bastaba con mirarlo y se sentía feliz. Y cuando no estaba en su compañía, sólo tenía que pensar en él para que todo su cuerpo se derritiera de deseo.

– Tengo que irme mañana -le dijo.

– No.

Él le besó el pelo, y ella sintió su respiración profunda. Lydia sabía que debía ponerle las cosas fáciles. Ya notaba que el cuerpo de Chang ardía de nuevo. El ejercicio del día había sido excesivo para su frágil estado, pero aun así él no se había dejado curar esa noche, y apenas había aceptado beberse la infusión de la fiebre. Lydia sabía que no debía ponérselo más difícil. No debía.

– Separarme de ti, Lydia, me partirá el corazón en mil pedazos. Pero no puedo quedarme más tiempo. Es peligroso para ti. Te amo demasiado como para exponerte a ese riesgo.

Ella lo abrazó con fuerza. No dijo nada. Temía que de su boca salieran palabras inoportunas.

Chang le acarició la oreja con las yemas de los dedos.

– Debo irme de Junchow…

Un dolor intenso invadió las entrañas de Lydia.

– … pero será duro. Las tropas del Kuomintang controlan las carreteras. Y ello implica que debo encontrar otro sitio en el que ocultarme…

Lydia aspiró hondo.

– … hasta que haya recobrado las fuerzas y pueda nadar en el río.

Ella cerró los ojos.

– Bésame -susurró.

Los labios de Chang se unieron al instante a su boca, y sus lenguas se encontraron, blandas, sensuales.

Él movió la mano en dirección a sus piernas, y le acarició el muslo, íntimo, sedoso. No se dieron prisa, se tomaron su tiempo. A la luz de la luna.

Acordaron que partiría antes del amanecer. Ella le había llevado lo que sobraba de los doscientos dólares, y escondió parte del dinero en el zurrón de cuero.

El resto, envuelto en vendas, lo llevaba en el muslo y metido dentro de una bota.

– Nada de rickshaw -le advirtió él.

– ¿Por qué no?

– Los porteadores tienen la lengua muy larga. Están al servicio de quien les paga. Los Serpientes Negras podrían seguirme la pista. Y a ti. Iré a pie.

– Iré a buscar a Liev -replicó ella al instante.

– No, amor mío. No quiero la ayuda de nadie que pueda conducir a ti. ¿No lo entiendes? Escapé de las garras de Po Chu. La vergüenza que siente ha de ser peor que una cuchillada en el vientre, y hará todo lo posible por destruir a cualquiera que…

Ella le cubrió los labios con un dedo, y se acercó más a él, bajo las mantas.

– Duerme -le susurró-. Todavía no amanece. Duerme. Recobra fuerzas.

Sus cuerpos se abrazaron con fuerza.

Pero cuando la primera pincelada de gris tiñó el cielo, Lydia supo que Chang no iría a ninguna parte ese día: la fiebre había regresado.

Capítulo 45

– Esta habitación huele raro -observó Valentina.

Iba de un lado a otro en el dormitorio de Lydia, levantando cosas, dejándolas de nuevo en su sitio, retirando algunos pelos cobrizos de un cepillo, alisando una cortina con la mano.

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