Washington Irving - Crónica de la conquista de Granada (1 de 2)
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Crónica de la conquista de Granada (1 de 2): краткое содержание, описание и аннотация
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El pueblo que esto escuchaba se llenó de espanto, pareciéndole que eran inspiraciones proféticas los desvaríos del Santon. Encerrábanse los unos en sus casas como en tiempo de luto, y los otros se reunian en corrillos por las calles y las plazas, alarmándose mútuamente con los mas tristes presentimientos, y maldiciendo el arrojo y barbarie del temerario Aben Hazen.
El Monarca moro cerró los oidos al descontento general; y conociendo que su conducta debia acarrearle la venganza de los cristianos, se declaró abiertamente, é hizo un esfuerzo para sorprender á Castellar y á Olvera; pero sin lograr su intento. Envió asimismo alfaquís á los estados berberiscos, anunciándoles que la espada estaba desembainada, y solicitando su auxilio para mantener contra la violencia de los infieles al reino de Granada y á la religion de Mahoma.
CAPÍTULO IV
Grande fue la indignacion del Rey Fernando, cuando llegó á saber que los moros habian entrado en Zahara de rebato; sintiéndolo tanto mas, cuanto se habia propuesto ser el primero á romper esta guerra famosa, señalando sus principios con alguna hazaña; y como se preciaba de una política profunda, le pesó sobre manera que su contrario se le hubiese anticipado. Expidió, pues, sus órdenes inmediatamente á todos los adelantados y alcaides de la frontera, para que guardasen con la mayor vigilancia sus respectivos puestos, y estuviesen prevenidos para entrar á sangre y fuego por las tierras de los moros; al paso que despachó á religiosos de diversas órdenes, para que animasen á los caballeros de la Cristiandad á tomar parte en esta Cruzada contra infieles.
Entre los muchos buenos caballeros que se reunieron alrededor del trono de Fernando é Isabel, uno de los mas eminentes por su gerarquía y renombre en las armas, era don Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, de quien será justo dar una noticia particular, puesto que fue el caudillo principal de esta famosa guerra, y se halló en casi todas sus empresas y acciones. Nació, pues, don Rodrigo en 1443, del esclarecido linage de los Ponces, y ya desde su primera juventud se habia distinguido en el campo del honor. Era de mediana estatura, su cuerpo robusto y capaz de mucho esfuerzo y fatiga: su barba y cabellos eran rojos y crespos, el rostro ingénuo y noble, y algo picado de viruelas. Era valiente, piadoso y muy moderado en sus costumbres: benigno y justiciero con sus inferiores, cortés y franco con sus iguales. Era afecto y fiel á sus amigos, feroz y terrible, pero magnánimo, con sus enemigos. Se le consideraba como el espejo de la caballería de su tiempo, y los historiadores coetáneos le comparaban con el inmortal Cid.
Tenia el marqués de Cádiz posesiones muy dilatadas en las partes mas fértiles de la Andalucía; y puesto á la cabeza de sus deudos y vasallos, podia salir al campo con un ejército. Apenas recibió las órdenes del Rey, cuando ya ardia en deseos de hacer una entrada repentina en el reino de Granada, para señalar los principios de la guerra con una accion brillante, y consolar á los Soberanos por el insulto recibido en la toma de Zahara. Como sus estados confinaban con el territorio de los moros, que solian hacer en aquellos frecuentes correrías, tenia siempre á su servicio muchos adalides y espías, de los cuales algunos eran moros fugitivos. Despachó á éstos en todas direcciones para que observasen los movimientos del enemigo, y le tragesen noticias importantes á la seguridad de la frontera. Estando en su pueblo de Marchena, se le presentó uno de sus espías, dándole aviso de que la villa de Alhama, que era de los moros, se hallaba con una guarnicion muy escasa, y tan mal guardada, que seria fácil tomarla por asalto.
Era Alhama una plaza bastante grande, de mucha poblacion, y rica, que distaba pocas leguas de Granada: tenia su asiento en una altura entre peñascos, y rodeábala casi enteramente un rio, al paso que la defendia una fortaleza, á que no se podia subir sino por un camino muy fragoso y escarpado. Por ser tan fuerte el sitio, y en el centro del reino, vivian sus moradores sin el recelo de ser acometidos, dando asi lugar á la empresa que contra ellos se dispuso.
Para cerciorarse del estado de la fortaleza, envió el Marqués á reconocerla un soldado veterano, de quien tenia la mayor confianza, que se llamaba Ortega de Prado, hombre arrestado, de sútil ingenio, muy activo, y capitan de escaladores. Llegó Ortega á Alhama una noche oscura, y con silencio y precaucion fue recorriendo sus muros, aplicando de cuando en cuando el oido al suelo ó á la muralla. Pudo asi sentir ya el paso mesurado del centinela, ó ya la voz de la patrulla, que daba á aquel la contraseña: conociendo que en la plaza habia vigilancia, se dirigió al castillo, y llegó trepando hasta el pié de las almenas: alli todo era silencio, y en toda la extension del baluarte ningun centinela se veia. Hízose cargo de ciertos parages por donde mas fácilmente podria subirse al muro con escalas, observó la hora de relevar la guardia, y habiendo tomado las demas señas que le hacian al caso, se retiró sin ser descubierto.
Ortega, vuelto á Marchena, aseguró al Marqués que era muy practicable el sorprender á Alhama, escalando los muros del castillo. Trató el Marqués este negocio secretamente con don Pedro Enriquez, adelantado de Andalucía, con don Diego de Merlo, asistente de Sevilla, y con Sancho de Ávila, alcaide de Carmona, los cuales prometieron ayudarle con sus gentes; y el dia señalado se reunieron en Marchena con buen número de soldados y vasallos. Solamente los gefes sabian el objeto y destino de esta expedicion; pero para inflamar el espíritu de los andaluces, bastaba indicarles que se trataba de una incursion en las tierras de los moros, sus antiguos enemigos. El secreto y la prontitud, eran indispensables al buen éxito de la empresa. Partieron, pues, á toda prisa con tres mil caballos y cuatro mil infantes, y pasando por Antequera, camino poco transitado, atravesaron con algun trabajo los puertos y desfiladeros de la sierra llamada del Arracife, dejando el bagage á las orillas del rio Yeguas. La marcha era principalmente de noche; de dia permanecian ocultos, y en su acampamento no se permitia el menor ruido, ni se encendia fuego, porque no les descubriese el humo. La tarde del tercer dia volvieron á ponerse en marcha, y habiendo caminado con toda la diligencia, que permitia un terreno tan fragoso, llegaron á media noche á un hondo valle, distante media legua de Alhama.
Aqui fue donde manifestó el Marqués á sus soldados el intento que traia. Díjoles, que se trataba de dar nueva gloria á la santa ley que profesaban, y de vengar con las armas el agravio recibido en Zahara, acometiendo á Alhama, pueblo rico que ofrecia grandes despojos. Animáronse los soldados con esta exhortacion, y pidieron que al punto se les llevase al asalto. Llegaron junto á Alhama dos horas antes de amanecer, y poniéndose en emboscada, despacharon trescientos hombres escogidos é intrépidos, (de los cuales muchos eran alcaides y capitanes) para escalar los muros, y apoderarse del castillo. Á la cabeza de estos valientes iba Ortega de Prado, que llevaba consigo treinta hombres con escalas. Favorecidos de la oscuridad de la noche, y guardando el mayor silencio, fueron subiendo hácia el castillo: llegaron al pié de la muralla, donde se detuvieron un instante para asegurarse de que no se les habia sentido; pero viendo que todos yacian en el mas profundo reposo, y que nadie rebullia, aplicaron las escalas y subieron á las almenas.
El primero que entró en la fortaleza fue Ortega, y á éste siguió Martin Galindo, jóven muy alentado y deseoso de ganar fama. Acercáronse los dos cautelosamente á la puerta de la ciudadela, y echándose sobre el centinela, le pusieron un puñal al pecho, intimándole que les señalase el cuerpo de guardia. Obedeció el infiel á quien despacharon en seguida, para impedir que alarmase á la guarnicion. En el cuerpo de guardia empezó no el combate, sino mas bien el degüello, pues mataron durmiendo á muchos de los soldados, y á los demas (tal fue el terror que les infundió este sobresalto) los arrollaron sin resistencia: pero á ninguno perdonaron; porque siendo en tan corto número los escaladores, no podian hacer prisioneros. En breve cundió la alarma por la guarnicion, despertaron los moros y acudieron á las armas, cuando ya los trescientos escogidos se habian apoderado de los baluartes; mas no por eso dejaron aquellos de pelear con obstinacion, defendiendo el terreno á palmos, y regándolo con su sangre. Entre tanto resonaban en todo el castillo el estruendo de las armas, el grito de los combatientes, y los gemidos de los moribundos. El ejército que habia quedado en emboscada, conociendo por este alboroto que los suyos habian logrado sorprender la fortaleza, salieron de su celada, y se llegaron á las murallas con grande algazara, haciendo sonar timbales y trompetas para aumentar la confusion y el espanto de los moros. Entonces fue cuando se trabó con mas encarnizamiento la pelea; pues habiendo llegado los escaladores hasta la plaza del castillo, porfiaban por abrir las puertas para admitir á sus compañeros. Aqui sucumbieron dos valientes alcaides, Nicolás de Rioja, y Sancho de Ávila, pero murieron honrosamente, cayendo sobre un monton de muertos. Al fin consiguió Ortega abrir un postigo que daba al campo, por donde entraron con toda su gente el marqués de Cádiz, y el adelantado de Andalucía y don Diego de Merlo: y asi quedó enteramente en poder de los cristianos la ciudadela.
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