Él dijo: —Supongo que son los del FBI. Soy Jude Cullen, subjefe de la Policía Ferroviaria de Chicago. La gente me llama ‘Toro’ Cullen.
Se veía orgulloso del apodo. Riley sabía que así les decían a los policías ferroviarios. De hecho, en la organización policial ferroviaria llevaban los cargos de agente y agente especial, al igual que en el FBI. Este policía aparentemente prefería el término más genérico.
—Fue mi idea que ustedes vinieran —continuó Cullen—. Espero que el viaje valga la pena. Entre más pronto podamos sacar al cadáver de aquí, mejor.
Mientras Riley y sus colegas se presentaron, comenzó a observar a Cullen. Se veía muy joven y era muy musculoso, sus brazos sobresaliendo de las mangas cortas de la camisa de uniforme que le quedaba apretada sobre su pecho.
El apodo «Toro» le sentaba bastante bien, pero Riley nunca se encontraba atraída por hombres que obviamente pasaban muchas horas en un gimnasio para verse así.
Se preguntó cómo un tipo musculoso como Toro Cullen tenía tiempo para hacer otra cosa. Entonces se dio cuenta de que no llevaba un anillo de boda. Supuso que su vida consistía en trabajar y hacer ejercicio, y no mucho más.
Parecía ser bondadoso y no se veía muy conmovido por la naturaleza macabra de la escena del crimen. Eso sí, ya llevaba unas cuantas horas allí, lo suficiente como para entumecerse ante los acontecimientos. Aun así, el hombre le pareció superficial y vanidoso.
Ella le preguntó: —¿Ya identificaron a la víctima?
Toro Cullen asintió y dijo: —Sí, su nombre era Reese Fisher, de treinta y cinco años de edad. Vivía muy cerca de aquí en Barnwell, donde trabajaba como la bibliotecaria local. Estaba casada con un quiropráctico.
Riley miró por las vías. Este tramo estaba curvado, de modo que no podía ver muy lejos en cualquier dirección.
—¿Dónde está el tren que la atropelló? —le preguntó a Cullen.
Cullen señaló y dijo: —Aproximadamente a un kilómetro por allá abajo, exactamente en el mismo lugar donde se detuvo.
Riley notó un hombre obeso con uniforme negro que estaba en cuclillas al lado del cuerpo.
—¿Ese es el médico forense? —le preguntó a Cullen.
—Sí, te lo voy a presentar. Este es el forense de Barnwell, Corey Hammond.
Riley se puso en cuclillas al lado del hombre. Se dio cuenta de que, a diferencia de Cullen, Hammond aún estaba luchando por contener su shock. Su respiración estaba entrecortada, en parte debido a su peso, y en parte debido al horror y repugnancia. Seguramente nunca había visto nada parecido en su jurisdicción.
—¿Qué puedes decirnos hasta ahora? —le preguntó al médico forense.
—No veo señales de agresión sexual. Eso concuerda con la autopsia del otro médico forense de la víctima de hace cuatro días, cerca de Allardt. —Hammond señaló pedazos destrozados de cinta para embalar plateada alrededor del cuello y los hombros de la mujer—. El asesino la ató de manos y pies y luego pegó su cuello a la vía e inmovilizó sus hombros. La víctima debió haber luchado mucho por soltarse. Pero no tenía ninguna oportunidad.
Riley se volvió hacia Cullen y le preguntó: —Su boca no estaba amordazada. ¿Alguien habría oído sus gritos?
—No creemos —dijo Cullen, señalando hacia unos árboles—. Hay unas casas al otro lado de esos árboles, pero están fuera del alcance del oído. Algunos de mis hombres fueron de puerta en puerta preguntando si alguien había oído algo o tenía alguna idea de lo que había ocurrido en el momento del asesinato. Nadie supo nada. Se enteraron del asesinato por televisión o en Internet. Recibieron órdenes de mantenerse alejados de aquí. Hasta ahora, no hemos tenido ningún problema con curiosos.
Bill preguntó: —¿Le robaron algo?
Cullen se encogió de hombros y dijo: —No creemos. Encontramos su cartera a su lado, y todavía tenía su identificación, dinero y tarjetas de crédito. Ah, y un teléfono celular.
Riley estudió el cuerpo, tratando de imaginarse cómo el asesino había colocado a la víctima en esa posición. A veces obtenía sensaciones poderosas y extrañas del asesino simplemente sintonizándose a su entorno en la escena del crimen. A veces parecía que podía meterse en sus pensamientos, saber lo que tuvo en mente mientras cometió el asesinato.
Pero no ahora.
Había demasiado movimiento y demasiada gente aquí.
Ella dijo: —Tuvo que haberla sometido de alguna forma antes de atarla. ¿Y qué del otro cadáver, la víctima que fue asesinada antes? ¿El médico forense local encontró drogas en su sistema?
—Se encontró flunitrazepam en su torrente sanguíneo —dijo el forense Hammond.
Riley miró a sus colegas. Sabía lo que era el flunitrazepam, y sabía que Jenn y Bill también. Su nombre comercial era Rohypnol, y se conocía comúnmente como la droga para cometer violaciones. Era ilegal, pero muy fácil de comprar en las calles.
Y ciertamente habría sometido a la víctima, dejándola indefensa aunque quizá no totalmente inconsciente. Riley sabía que el flunitrazepam tenía un efecto amnésico una vez que sus efectos se desvanecían. Se estremeció al darse cuenta que quizá sus efectos habían desvanecido aquí, justo antes de morir.
Si fue así, la pobre mujer no habría tenido ninguna idea de cómo o por qué le había sucedido esa cosa tan terrible.
Bill se rascó la barbilla mientras miraba el cuerpo y dijo: —Así que tal vez esto comenzó como una «violación», con el asesino drogando su bebida en un bar o una fiesta o algo así.
El forense negó con la cabeza y dijo: —Aparentemente no. No se encontraron rastros de la droga en el estómago de la otra víctima. Debió haber sido inyectada.
Jenn dijo: —Eso es raro.
El subjefe Toro Cullen miró a Jenn con interés.
—¿Por qué? —preguntó.
—Es un poco difícil de imaginar, eso es todo —dijo Jenn, encogiéndose de hombros—. El flunitrazepam no hace efecto de inmediato, sin importar cómo se administre. En una situación de violación, eso generalmente no importa. La víctima desprevenida tal vez se toma unos tragos con su futuro asaltante, empieza a sentirse mareada sin saber muy bien por qué y dentro de pronto queda indefensa. Pero si el asesino le clavó una aguja, se habría dado cuenta de que estaba en problemas, y habría tenido unos minutos para luchar antes de que la droga hiciera efecto. No me parece tan... eficiente.
Cullen le sonrió a Jenn coquetamente.
—Tiene sentido para mí —dijo Cullen—. Déjame enseñarte.
Se colocó detrás de Jenn, quien era mucho más bajita que él. Empezó a alcanzar alrededor de su cuello por detrás.
Jenn se apartó y le preguntó: —Oye, ¿qué estás haciendo?
—Solo estoy demostrando. No te preocupes, no te haré daño.
Jenn resopló y se mantuvo alejada de él.
—Tienes toda la razón, no lo harás —dijo ella—. Y estoy bastante segura de que sé lo que tienes en mente. Piensas que el asesino usó una llave.
—Eso es correcto —dijo Cullen, aun sonriendo—. Específicamente una llave al cuello. —Se retorció el brazo para ilustrar sus palabras y explicó—: El asesino se le acercó por detrás, luego dobló el brazo así alrededor de la parte delantera de su cuello. La víctima todavía podía respirar, pero sus arterias carótidas estaban bloqueadas, cortando el flujo sanguíneo al cerebro. La víctima perdió el conocimiento en cuestión de segundos. Luego fue fácil para el asesino administrar una inyección que la dejó indefensa por un período más largo.
Riley detectó la fricción que había entre Cullen y Jenn. Cullen era obviamente un hombre condescendiente, cuya actitud hacia Jenn era también coqueta.
A Jenn obviamente no le agradaba ni un poquito, y Riley se sentía igual. El hombre era superficial, con un pobre sentido del comportamiento apropiado a la hora de tratar con una colega, y un sentido aún peor de cómo comportarse en una escena del crimen.
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