1 ...6 7 8 10 11 12 ...22 Lo siguiente que supo, fue que levantó de nuevo el cuchillo de precisión y lo hundió dentro de la muñeca del bruto. Torció los hombros mientras empujaba, y abrió una avenida a lo largo del antebrazo del hombre. El bruto gritó y cayó, aferrándose a su grave herida.
El hombre alto y delgado miraba sin creerlo. Como antes, en la calle en frente de la casa de Reid, parecía dudar en acercarse a él. En cambio, buscó la bandeja de plástico y un arma. Agarró un cuchillo de hoja curva y apuñaló directamente al pecho de Reid.
Reid echó el peso de su cuerpo hacia atrás, tumbando la silla y por poco evitando el cuchillo. Al mismo tiempo, forzó sus piernas hacia afuera tan fuerte como pudo. Cuando la silla golpeó el concreto, las patas se separaron del marco. Reid se puso de pie y casi tropezó, sus piernas estaban débiles.
El hombre alto gritó por ayuda en Árabe y luego cortó el aire indiscriminadamente con el cuchillo, una y otra vez en amplios barridos para mantener a Reid a raya. Reid mantuvo su distancia, observando el girar del cuchillo plateado hipnóticamente. El hombre giró a la derecha y Reid se abalanzó, atrapando el brazo — y el cuchillo — entre sus cuerpos. Su impulso lo llevo hacia adelante y, cuando el Iraní tropezó, Reid se retorció y con destreza cortó a través de la arteria femoral en la parte posterior de su musculo. Plantó un pie y giró el cuchillo en dirección opuesta, perforando la yugular.
No sabía cómo lo supo, pero sabía que el hombre tenía alrededor de cuarenta y siete segundos de vida restantes.
Pies golpeaban una escalera cercana. Con los dedos temblando, Reid se deslizó a la puerta abierta y se aplastó contra un lado. El primera cosa que atravesó fue una pistola — inmediatamente la identifico como una Beretta 92 FS — y un brazo le siguió, y luego un torso. Reid giró, atrapó la pistola en el hueco de su codo e introdujo el cuchillo de precisión entre dos costillas. La hoja perforó el corazón del hombre. Un grito quedo atrapado en sus labios mientras se caía al suelo.
Luego sólo hubo silencio.
Reid se tambaleó hacia atrás. Su respiración vino en sorbos poco profundos.
“Oh Dios”, suspiró. “Oh Dios”.
Acababa de matar — no, el había asesinado a cuatro hombres en el lapso de varios segundos. Peor aún era que fue un juego de rodilla, reflexivo, como andar en bicicleta. O repentinamente hablando Árabe. O conocer el destino del jeque.
Él era un profesor. Tenía recuerdos. Tenía hijos. Una carrera. Pero claramente su cuerpo sabía cómo pelear, incluso si él no lo hacía. Sabía cómo escapar de las ataduras. Sabía dónde dar un golpe letal.
“¿Qué me está pasando?” jadeó.
Cubrió sus ojos brevemente mientras una oleada de náuseas se apoderaba de él. Había sangre en sus manos… literalmente. Sangre en su camisa. A medida que la adrenalina disminuía, los dolores se impregnaban a través de sus extremidades por estar inmóviles por tanto tiempo. Su tobillo aún palpitaba por saltar de su cubierta. Había sido apuñalado en la pierna. Tenía una herida abierta detrás de su oreja.
Ni siquiera quería pensar como se vería su cara.
Vete, le gritó su cerebro. Pueden venir más.
“Está bien”, dijo Reid en voz alta, como si estuviese asintiéndole con alguien más en la habitación. Calmó su respiración lo mejor que pudo y escaneó sus alrededores. Sus ojos desenfocados cayeron en ciertos detalles — la Beretta. Un bulto rectangular en el bolsillo del interrogador. Una extraña marca en el cuello del bruto.
Se arrodilló al lado del corpulento hombre y miró fijamente la cicatriz. Era cerca de la línea de la quijada, parcialmente oscurecida por la barba y no más grande que un centavo. Parecía ser algún tipo de marca, quemada en la piel y se veía como un glifo, como una letra en otro alfabeto. Pero no la reconoció. Reid la examinó por varios segundos, grabándolo en su memoria.
Rápidamente hurgó en el bolsillo del interrogador muerto y encontró un antiguo ladrillo de teléfono celular. Probablemente uno desechable, su cerebro le dijo. En el bolsillo trasero del hombre alto, encontró un trozo roto de papel blanco, una esquina manchada con sangre. En una mano con garabatos, casi ilegibles había una larga serie de dígitos que comenzaban con el 963 — el código para hacer una llamada internacional a Siria.
Ninguno de estos hombres tenía una identificación, pero el aspirante a tirador tenía una billetera gruesa en euros, fácilmente unos miles. Reid guardó eso también y, por último, tomó la Beretta. El peso de la pistola se sentía extrañamente natural en sus manos. Calibre de nueve milímetros. Cargador de quince tiros. Cañón de ciento veinticinco milímetros.
Sus manos expulsaron el cargador en un movimiento fluido, como si otra persona más lo estuviese controlando. Trece balas. Lo empujó de nuevo y lo amartilló.
Luego salió de ahí.
Fuera de la gruesa puerta de acero había una sala sucia que terminaba en una escalera que subía. Al final de ella, se evidenciaba la luz del día. Reid subió las escaleras cuidadosamente, con pistola en alto, pero no escucho nada. El aire se hacía más frío mientras ascendía.
Se encontró a sí mismo en una pequeña y sucia cocina, la pintura se desprendía de las paredes y los platos empapados de mugre apilados en el fregadero. Las ventanas eran translúcidas; habían sido manchadas con grasa. El radiador de la esquina estaba frío al tacto.
Reid revisó el resto de la pequeña casa; no había más nadie a parte de los cuatro hombres muertos en el sótano. El único baño tenía peor aspecto que la cocina, pero Reid encontró un kit de primeros auxilios aparentemente antiguo. No se atrevió a mirarse en el espejo hasta que hubiese lavado tanta sangre de su cara y cuello como fuese posible. Todo de la cabeza a los pies picaba, dolía o quemaba. El pequeño tubo de pomada antiséptica había expirado hace tres años, pero lo usó de todos modos, contrayéndose del dolor al presionar las vendas sobre sus cortes abiertos.
Luego él se sentó en el inodoro y sostuvo su cabeza con sus manos, tomando un breve momento para recobrar el control. Puedes irte, se dijo a sí mismo. Tienes dinero. Ve al aeropuerto. No, no tienes un pasaporte. Ve a la embajada. O consigue un consulado. Pero…
Pero acababa de matar a cuatro hombres y su propia sangre estaba por todo el sótano. Y había otro problema más claro.
“No sé quién soy”, murmuró en voz alta.
Aquellos destellos, esas visiones que acosaban su mente, eran de su propia perspectiva. Su punto de vista. Pero el nunca, nunca podría hacer algo como eso. Supresión de memoria, había dicho el interrogador. ¿Acaso era posible? Pensó de nuevo en sus niñas. “¿Están a salvo? ¿Están asustadas? ¿Eran… suyas?
Esa noción lo sacudió hasta el fondo. ¿Qué pasaría si, de alguna manera, lo que pensaba que era real no era real del todo?
No, se dijó a sí mismo firmemente. Ellas eran sus hijas. Él estuvo ahí en sus nacimientos. Él las crió. Ninguna de estas bizarras e intrusivas visiones contradecía eso. Y necesitaba encontrar una forma de contactarlas, para segurarse de que están bien. Esa era su máxima prioridad. No había forma en que pudiera utilizar el celular desechable para contactar a su familia; no sabía si estaba siendo rastreado o quién podría estar escuchando.
Súbitamente recordó el trozo de papel con el número de teléfono en él. Se mantuvo y lo sacó de su bolsillo. El papel manchado en sangre lo miró de vuelta. No sabía de qué se trataba esto o por qué pensaban que era alguien diferente de quién decía que era, pero había una sombra de urgencia bajo la superficie de su subconsciente, algo le decía que ahora estaba involuntariamente involucrado en algo mucho más grande que él.
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