Nicky Persico - La Danza De Las Sombras

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Esta novela trata de un viaje hacia las profundidades del alma, un viaje que dependerá de cuán lejos querrá ir el lector, de dónde querrá partir, desde dónde y cuándo querrá volver. Un viaje cruel, silencioso, apasionado e inolvidable que rompe el recorrido y las convenciones para conducirnos fuera del tiempo. El ritmo de la escritura es el mismo de un respiro, la velocidad, la de una mirada, el tiempo reducido a un paso de danza si bien dilato por el sueño, para intentar buscar la armonía de la vuelta a ese mismo lugar del que no creemos que hayamos partido nunca

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El hombre con la gorra lo cogió metiéndolo rápidamente en la caja y unió las manos. Dijo solamente

–Parte dentro de unos minutos

Luego se quedó mirándolo fijamente, mudo.

Asdrubale supuso que el precio debía ser exacto y que no sobraba nada.

Después de coger el resguardo se lo metió en el bolsillo del abrigo y se despidió:

–Buenas noches.

–Buenas noches tenga usted –respondió el hombre de la taquilla sin añadir nada más.

Mientras estaba todavía de espaldas hacia la salida para llegar al andén, oyó algo pronunciado en voz alta:

–Y buen viaje.

Bueno, finalmente, un poco de amabilidad en aquel lugar olvidado.

Esta vez no respondió. Salió al exterior.

¡Qué raro! sólo entonces se dio cuenta que había un único andén. Por lo que él sabía, incluso en las pequeñas estaciones, debería haber por lo menos dos, o más. Mira tú qué descubrimiento más interesante cuando iba a ser su última vuelta. Quizás aquel lugar era sólo un pequeño punto de tránsito, de intercambio, o quién sabe qué otra cosa. Sin embargo, era realmente algo muy raro, pensó: sólo dos raíles y bosque alrededor.

Quién sabe.

Pudo de esta manera volver a pensar en el agua y en sus fantasmagóricos relatos.

Como el de aquella mañana que le habló sobre las migraciones, por ejemplo: la gota volvía a la tierra y, más pronto o más tarde, abandonaba el elemento del que había formado parte evaporándose.

Cautivada, dijo, miraba la tierra hacerse pequeña mientras subía hacia el cielo. Entre las nubes encontraba otras gotas y en ocasiones las conocía porque se había cruzado con ellas en el pasado. Se intercambiaban saludos y relatos de todo tipo. Y juntas se convertían en nubes espectaculares, llegado a un cierto punto, poco a poco, comenzaban a viajar. ¡Qué panoramas, qué largas travesías! En cirros, en nubarrones, en cúmulos. Formando dibujos, haciendo evoluciones. Sobrevolando océanos, montañas, campos y ríos y praderas inmensas. Hasta que, a una orden del viento, llegaba el momento de volver a bajar.

¡Qué emoción, el salto hacia la tierra, en caída libre, volando!

–Es siempre como si fuese la primera vez, ese momento.

Exactamente, de este modo, se lo había confesado.

Luego, sobre la Tierra, terminaba su carrera: a veces en una planta, a veces en una charca, a veces en un ser vivo. Y el ciclo de la vida comenzaba otra vez. Como había ocurrido desde el comienzo de los tiempos.

Estaba absorto y de repente lo distrajo una luz al fondo del andén y un resoplido cíclico y constante que cada vez parecía más cercano: estaba llegando el tren.

¡Qué situación tan curiosa!, pensó: no sabía dónde iría y no le importaba. Y justo por esto se sentía feliz: cogía por última vez el tren y no sabía ni siquiera a dónde le llevaría, dónde terminaría, dónde iría. Sólo sabía que no volvería atrás jamás.

De repente notó que a su lado estaba el vendedor de billetes.

Ahora tenía con él un banderín y un silbato. Por lo que parecía en esa estación él hacía todo. Debe ser un modo para ahorrar en gastos, evidentemente. He aquí la razón por la que no había estado demasiado amable. Quizás no era ese su trabajo original, ahora se explicaba todo.

Al conocer un poco más las cosas se entiende mejor las razones de lo que sucede alrededor.

Ahora, aquel empleado distraído había tomado un aire austero, compuesto, erguido, subrayando, con esta manera de actuar, su papel. Del mismo modo que un soldado experimentado, se llevó el silbato a la boca con un gesto medido y silbó fuerte: tres veces, con la misma intensidad y duración. La maestría del gesto parecía el fruto de años de experiencia.

El tren comenzó a frenar y alcanzó con lentitud la acera parando a la altura de la entrada el centro justo de la cadena de vagones. Eran sólo tres: la locomotora, un vagón para pasajeros y en la cola un último vagón sin ventanas, destinado seguramente a las mercancías. No se sorprendió: con un solo andén, por otra parte, no se podía esperar un bólido plateado último modelo.

Las puertas se pararon justo enfrente de él y se abrieron deslizándose mientras resoplaban.

Puso el primer pie sobre el estribo y entró.

Se quedó estupefacto de nuevo porque las sorpresas no habían acabado. Todo lo demás, de alguna manera, lo había justificado, comprendido, pero esto realmente era inusual: los asientos eran de madera. Y de nuevo fue embestido por aquel olor típico y antiguo que sólo había sentido de niño.

¡Esta sí que era buena! Nunca hubiera creído que todavía existiesen vagones de este tipo circulando.

No había mamparas. Los asientos eran incómodos, espartanos, bajos y gastados por el tiempo. Pero casi todos estaban ocupados por enseres de distintos tipos: paquetes, cajas grandes, sacos. Sólo en una parte, aparentemente, había quedado disponible un puesto para sentarse: en la zona al fondo hacia la locomotora, donde dos filas de asientos una frente la otra, atravesadas por el pasillo, estaban ocupadas por personas. Llegó hasta ellas con aire circunspecto y un poco asombrado, y vio que sólo había un asiento vacío.

Una señora robusta y regordeta lo miró:

–Buenas noches, señor. ¿Quiere que aparte algún paquete y así se podrá sentar solo? Le pido perdón si nos hemos aprovechado del espacio, pero en este tren habitualmente no hay nadie.

Y dicho esto intentó levantarse como queriendo demostrar que hablaba en serio.

–No, no, señora –respondió educado inmediatamente –no se moleste, se lo ruego. Me colocaré allí abajo en ese puesto libre, con su permiso.

A la amabilidad, había aprendido, se responde siempre de manera amable, faltaría más.

Ella, ingenua y entusiasta, sonrió volviéndose a sentar.

Todos lo miraban: eran siete. O mejor dicho seis, para ser exactos, porque, para su sorpresa, se dio cuenta de que el séptimo, también bien sentado y educado, había un gran perro con el pelo de color dorado. También él lo estaba mirando como los otros: aparte de la postura había en él algo de humano.

Sintiendo los ojos centrados en él esbozó una sonrisa e inclinó un poco la cabeza, a modo de saludo.

Todos respondieron de la misma manera, incluso el perro: ¡Caramba, menudo efecto! Realmente, la velada más extraña de su vida, pensó: sin duda.

Después de doblar el abrigo se movió para colocarlo sobre la rejilla de arriba y se sentó al lado de la ventanilla. De reojo observó a todos los pasajeros, comenzando por la señora regordeta, justo enfrente. Mientras los miraba no notó nada de particular: uno era un anciano absorto en un viejo periódico. Luego un jovenzuelo con un aire de engreído pero educado, al mismo tiempo, bien vestido. Un chavalito, más o menos un adolescente, delgado. Una mujer joven, de unos treinta, con aire cansado y triste, y, finalmente, una viejecita que parecía ausente, como en otro lugar, o quizás era sólo una impresión.

Ninguno hizo caso a su discreta observación, pensó, hasta que cruzó los ojos con el perro. Lo estaba mirando fijamente y era cierto que había notado su manera de escrutarles: su mirada parecía casi de disgusto.

¡Por todos los demonios! Se estaba dejando impresionar. Toda aquella emoción, incluso aquel cansancio, la caminata, el tren inesperado, y todo lo demás. Seguramente era así, ¡caramba! Y eso era sólo un perro. Con una mirada un poco humana, sí, pero siempre un cuadrúpedo privo de palabra.

Miró hacia fuera y vio la luz alejarse poco a poco: ahora se estaban moviendo. No había trazas del vendedor de billetes jefe de estación sobre el arcén: se había oído, un poco antes, el austero y preciso triple silbido. Perfecto: habrá vuelto otra vez a su puesto.

Se quedó tranquilo mirando a su alrededor.

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