Bruno Padín Portela - La traición en la historia de España

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La nómina de traidores que pueblan la historia de España desde la Antigüedad clásica hasta hoy es extensa. Sus vidas y sus traiciones componen un nutrido mosaico sobre el que se ha construido una identidad resiliente y esencialista, y una historia de héroes y villanos sobre la que acomodarnos.
Traidores a la nación, como el conde Don Julián, traidores épicos y justos, como El Cid, traidores al rey, como Antonio Pérez, o a su sangre, como el príncipe Carlos, desleales todos. Pero también colectivos, movimientos sediciosos que buscan romper el orden natural, el agazapado enemigo interno que todo lo enturbia: judíos –luego convertidos en marranos–, moriscos, comuneros, catalanes y, ya en la época contemporánea, los masones y su sociedad secreta, los liberales y afrancesados, y los comunistas eternamente conjurados.
Estos dos modelos, el traidor políticamente activo y el enemigo oculto, pasarán de la historiografía española a las tres historiografías nacionalistas: la gallega, con su enfrentamiento entre el celta y el romano o el español; la vasca, con su reivindicación de la pureza de sangre; y la historiografía catalana, con su contraste entre catalanes y españoles. Todos estos temas pueden verse a lo largo de este libro, en el que la traición y el traidor aparecen como una especie de maldición en la historia de España.

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José Álvarez Junco ha señalado, en este sentido, que los Laus Spaniae cumplirían una triple función en el siglo XIX. En primer lugar estaría la intención de mostrar la preferencia del Altísimo sobre el pueblo elegido; a continuación la necesidad de fundamentar la existencia de una personalidad social y cultural «natural» de los habitantes de esa tierra; y por último, gracias a este modelo narrativo, se podrían explicar los males que acuciaban a España, debidos sobre todo a la envidia y la codicia de los conquistadores, desgracias que, de lo contrario, sería imposible entender, debido a las condiciones privilegiadas sobre las que se levantaba la nación [20]. Algunos conquistadores, como los visigodos, en cambio, no merecieron un juicio negativo, sino que más bien representaron en último término el eje sobre el que se articularía la identidad española en base a su labor unificadora en dos ámbitos: el derecho y, esencialmente, la religión. De todas formas, el influjo isidoriano terminaría desapareciendo en la aciaga fecha de 1898, dando paso a una visión opuesta, marcada por la «España negra».

Como puede verse, Sagunto será el lugar desde donde se van a proyectar una serie de características que se mantendrán más o menos inalterables con el correr del tiempo. De acuerdo con el esquema propuesto por Álvarez Junco, toda la historia nacional se va a explicar a partir de tres estadios: paraíso, caída y redención [21]. Pero esta tríada, válida para Sagunto y Numancia, no es exclusiva ni de la historiografía decimonónica ni del mundo antiguo. El padre Mariana, por ejemplo, emplearía dicho modelo para analizar la que posiblemente sea la «pérdida de España» más decisiva, esto es, la del año 711, cuya restauración heroica se habría gestado en el norte peninsular en torno a la figura de Pelayo.

NUMANCIA

Pocos episodios bélicos como el que enfrentó a Numancia contra las legiones romanas durante diez años (conocido bajo el nombre de Bellum Numantinum) encontró una trascendencia tan profunda en el devenir histórico y, sobre todo, en la construcción identitaria y nacional. La larga agonía de la ciudad arévaca, prolongada varios meses gracias al cerco de Escipión Emiliano, actuó como un elemento clave en la conformación de ese carácter español multisecular que mencionábamos con anterioridad. Fue en Numancia donde se forjaron, mejor y más fuertemente que en Sagunto o en las guerras cántabras, los valores que se terminarían asociando típicamente con lo español, situándose, así, en el centro del discurso histórico sobre la Antigüedad.

El padre Mariana dedica a Numancia, «temblor que fue y espanto del pueblo Romano, gloria y honra de España», los diez primeros capítulos de su tercer libro, en los que resume básicamente a Ambrosio de Morales. La parte final del relato, es decir, cuando Numancia está a punto de caer a manos de Escipión, supone para Mariana el momento idóneo para ensalzar sus virtudes y, en consecuencia, la parte más sustancial para el objeto de este trabajo. Los asediados se encontraban sin ninguna esperanza, pero ello no fue óbice para intentar por última vez arremeter contra los romanos. Deciden, entonces, emborracharse «con cierto breuage que hacian de trigo, y le llamauan celia» para luchar por última vez: «degüellan todos los que se les ponen delante [romanos], hasta que sobreuiniendo mayor numero de soldados, y sosegada algun tanto la borrachez, les fue forçoso retirarse a la ciudad» [22]. Tras mantenerse unos días sustentándose «con los cuerpos de los suyos» llega el momento clave de toda la narración, donde se muestra la preferencia de los españoles por morir antes que ser esclavos: «Se determinaron a cometer vna memorable hazaña, esto es, que mataron a si y a todos los suyos, vnos con ponçoña, otros metiendose las espadas por el cuerpo (…) los mismos ciudadanos se quitaron las vidas» [23].

El jesuita se caracterizó siempre por un pulcro respeto hacia los clásicos, por lo que es un hecho destacable que desautorice a algún autor (Apiano, Ib., 97) cuando pone en cuestión lo que a su juicio se encuentra fuera de toda duda, por ejemplo, al tratar de dirimir si hubo o no sobrevivientes: «Appiano dize que entrada la ciudad hallaron algunos viuos, pero contradizen a esto los demás autores» [24]. ¿Por qué lo hace? Evidentemente, a Mariana le interesaba remarcar que nadie quedó vivo, puesto que de lo contrario el final no habría resultado tan glorioso y equivaldría a reconocerle a Roma, aunque solo fuese parcialmente, la victoria. Otro aspecto que contribuyó todavía más a mitificar la actuación de los numantinos ante el sitio de Escipión fue la creencia de que no habían existido murallas. Según Mariana, a costumbre «de los Lacedemonios, ni estaua rodeada de murallas, ni fortificaciones de torres, ni baluartes: antes a proposito de apacentar los ganados, se estendia algo mas de lo que fuera posible cercarla de muros por todas partes», aunque sí disponían de «un alcaçar, de donde podian hazer resistencia a los enemigos» [25]. Mariana sigue, en estas dos cuestiones, la línea que había marcado Orosio en el siglo V, quien reafirmó la ausencia de supervivientes y mencionó la presencia de un recinto cercado para encerrar ganado y cultivos, junto con una fortaleza con defensas naturales (V, 7, 11). Orosio transmite, además, una visión de Numancia en la que se aprecia una evidente falta de espíritu crítico a la hora de documentar los datos y de emplear fuentes no contrastadas, que pervivirá en la historiografía posterior [26].

«Numancia, la inmortal Numancia (…) Numancia, terror y vergüenza de la república, vencedora de cuatro ejércitos con un puñado de valientes», decía Modesto Lafuente en el Discurso Preliminar de su Historia general, para continuar elogiando que «probó con su ejemplo lo que nadie hubiera creido, á saber, que cabia en lo posible esceder en heroismo y en gloria á Sagunto» [27]. Numancia tomaría, pues, el testigo de Sagunto para erigirse en la protagonista por antonomasia de la resistencia indígena en un conflicto que había estado provocado, según Lafuente, porque a Roma la «abochornaba que una pequeña ciudad de la Celtiberia estuviera tantos años desafiando á la capital del mundo» [28].

Lafuente reproduce en líneas generales el relato de Mariana. Alude a esa «bebida fermentada que usaban para entrar en los combates», para unas líneas más adelante admitir que, tras esa última algarada, las subsistencias se encontraban agotadas y «los muertos servian de sustento á los vivos» [29]. En ese momento se revive lo que Mariana había escrito más de dos siglos y medio antes; escenas teñidas de sangre, donde los que todavía quedaban con vida se apresuraron a morir recurriendo «al incendio, á sus propias espadas, á todos los medios de morir; padres, hijos, esposas, ó se degollaban mutuamente, ó se arrojaban juntos á las hogueras», culminando con una frase que resume, quizá, la esencia de todas estas resistencias memorables: «Sus hijos [de Numancia] perdieron antes su vida que la libertad». Esta agonía encerraba, en realidad, un sentimiento de libertad y heroicidad que no se había conocido hasta el momento. La acción contaba con una importancia mayor por haber sido protagonizada por «aquel pueblo de héroes, ciudad indómita» y, sobre todo, por el rival al que se enfrentaban, ya que se trataba de «la nacion mas poderosa de la tierra» [30]. Es pertinente relacionar esta definición de un carácter propiamente nacional con las implicaciones que ese término tiene para nuestro autor en pleno siglo XIX, puesto que en su obra existe un sujeto, la nación, que estructura toda la narración desde los más prístinos orígenes.

Otro de los términos que Lafuente no emplea de manera casual es el de «independencia». Apenas cuarenta años antes de la publicación de su obra, la ciudad arévaca había sido, de nuevo, evocada y convertida en mito nacional a raíz de la Guerra de Independencia. Es ahí donde se produjo una reacción patriótica ante la invasión francesa, rescatando las viejas imágenes heroicas de la historia de España, para de ese modo apelar a la unidad y resistencia ante el enemigo invasor [31]. Encontramos en los primeros pobladores, pues, signos inequívocos de esa obstinada resistencia. A esto podemos añadir la vinculación de personajes y lugares, como Escipión con Napoleón o Numancia con Zaragoza. Esta influencia se extendió a otros ámbitos intelectuales, entre los que destaca la literatura y la conocida obra de Cervantes El cerco de Numancia, en la que se reproducen los elementos que constituyen la visión oficial de la España antigua [32].

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