Aníbal Malvar - Lucero

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Las vidas de los poetas malditos están sometidas al capricho de quien quiera interpretarlas. Lucero es y no es una novela sobre la vida y el tiempo de Federico García Lorca. Quizá sí el relato de cómo un país se confabula para conceder a un poeta el derecho a morir asesinado.
Es 1916 en la Vega de Granada, la tierra más rica de Andalucía y escenario de incendiarios conflictos sociales y políticos, donde los alpargateros pasan hambre y los terratenientes –como el padre del Lucero– se hacen inmensamente ricos con el contrabando de alimentos básicos hacia los frentes de la Gran Guerra. Es tiempo de jinetes y pistolas, revientahuelgas sanguinarios, bolchevistas iracundos y guardiaciviles borrachos.
En ese paisaje se forjará la primera agitación poética del Lucero antes de sumergirse en el vanguardismo irreverente de la madrileña Residencia de Estudiantes, con Dalí y Buñuel y las «sinsombrero». Vivirá estrepitosos fracasos teatrales y hasta el mordisco censor de la dictadura de Primo de Rivera. La persecución al maricón de la tenebrosa España. El éxito internacional. La singladura de la Barraca, su compañía teatral, llevando a Lope y a Cervantes por los pueblos bajo la constante amenaza de los falangistas…
Con mezclas de realidad, jaleo, ficción, noticias de prensa, cartas, entrevistas y publicidades, Lucero se convierte en un puzle cubista donde cabe todo. Quizá, también, el correcto manual de instrucciones para asesinar a un poeta.

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—A Láchar. A la finca del conde de Benalúa. A cazar.

—Eso puede traernos complicaciones –medita Trescastro.

—Al contrario, diputado. Los caminos van a estar limpios. Hay miedo en la corte. Quieren cerca del Tío Paje a todos los guardiaciviles de la comarca, por si pasa cualquier cosa.

—Dios no permita daño al Rey –apostilla el diputado conservador alzando su voz mitinera y viril.

—No hables como los alcaldes de Calderón, Juan Luis. Sólo eres diputado provincial –don Federico le guiña un ojo.

—¿Cuándo y dónde?

—Almacenamos en el camino de Casa Real, llegando al río, donde la alquería del Fanega, que está vacía. Ya está avisado y pagado. El tren sólo espera quince minutos, así que hay que andar ligeros.

—Es poco tiempo.

—El que hay. ¿Qué tal están los caminos?

—Si no llueve, están bien.

—Mañana me ando a Granada a pagar a los ferroviarios. Trescientas pesetas. Díselo a tu patrón y que mande recado a los Alba.

—¿Mil doscientos reales? ¿Pero qué se han creído?

Al otro lado de la plaza, más cerca de la charanga, a Horacio y al Lucero se les ha unido Frasquito. El Lucero y Frasquito no parecen hermanos. Frasquito, a sus catorce años, se atreve a pedir baile a chicas hasta de dieciocho. Frasquito es recio y nervudo, y el Lucero es blando. El Lucero es cabezón y Frasquito de cráneo breve. Frasquito es el único de la familia que no ha aprendido a tocar guitarra ni piano, y por eso la madre Vicenta teme que acabe degenerando en conservador.

Lucero se ha sonrojado en cuanto Frasquito les ha presentado a tres chicas que ha colectado en el baile. La de nariz aguileña se llama María, la de los pechos más grandes se llama Matilde, y a la mujer perfecta le han puesto Adelaida, nombre que le queda muy largo y muy bien. Frasquito saca a bailar a María y Horacio a Matilde.

—¿No bailas? –le pregunta Adelaida a Lucero.

—No.

—¿No te gusta la música?

—No. Es un torpe disimulo del silencio.

—Qué tontería más cursi acabas de decir. Eres un poco guapo, pero también un poco raro.

—Tú también eres un poco guapa.

—Gracias –se ríe Adelaida–. ¿Sólo un poco?

Matilde y Horacio, bailando como trompos tropezones, se han acercado mucho.

—¿Qué te ha dicho? –pregunta, a voces, Matilde.

—Que no soy más que un poco guapa –pucherea Adelaida.

—¡Yo no he dicho eso!

—Y que la música es el disimulo del silencio o algo así.

—¿Mi hermano ha dicho eso? –irrumpe Frasquito dejando de bailar.

—Lo ha dicho –apuntilla solemnemente Horacio.

Frasquito se queda inmóvil entre las parejas que orbitan pasodobles alrededor, levantando el polvo de la plaza. Mira a los ojos de su hermano.

—No –suplica Lucero.

—Sí –dice Horacio.

—Vamos –ratifica Frasquito.

—¿Adónde os vais? ¿Y nosotras? –grita María con su nariz anzuelo.

—Ataos bien las enaguas, no se os vayan a caer. Volvemos enseguida –le susurra Horacio.

—¡Maleducado! –protesta María.

Pero se queda. Con su nariz anzuelo de pescar marido observando al Lucero, el único de los tres hombres que permanece a mano. Frasquito y Horacio se han internado en el baile y proponen a otros muchachos, al oído, alguna gamberrada.

—Tú eres al que llaman Lucero. El hijo de don Federico.

—Sí –el Lucero ha puesto cara de tomate blando.

—¿Bailas conmigo?

—No sé bailar.

—Qué rico, ay. Y qué soso.

—Adelaida dice que es guapo –dice Marta.

—Eso no es verdad –protesta Adelaida–. Sólo dije que es un poco guapo.

—¿Soy un poco guapo? –pregunta Lucero desde el centro de sus hombros encogidos.

—Sí –se ríe Marta.

—Sí –se ríe María.

—No –contesta muy seria Adelaida.

Y después se ríe también.

Frasquito y Horacio han reunido a otros seis o siete chavales de la edad.

—Vosotras nos esperáis aquí –dice Frasquito.

—No –suplica el Lucero, pero los chavales ya lo han levantado y lo conducen camino de la calle de la Iglesia. En volandas.

Don Federico se cansa ya de la verborrea del diputado Trescastro.

—Tiene usted mucha confianza en Pétain –alardea Trescastro–.

—La guerra durará más, a pesar de Pétain y a pesar de Verdun.

—Bendita guerra.

—Diputado Trescastro, es usted un botarate.

Como cada vez que es insultado por alguien más poderoso que él, el diputado Trescastro simula no haber entendido o haber entendido otra cosa, suelta una carcajada y desvía la conversación.

—No sé qué tiene contra esta guerra. ¿Cuánto ha ganado usted desde que asesinaron al pobrecito archiduque Francisco, que Dios tenga en la gloria? Menosprecia usted al Reich, como todos los liberales.

—La diferencia entre liberales y conservadores es que nosotros menospreciamos y vosotros despreciáis.

—No sé qué será mejor –tercia el diputado con cara de no comprender.

—Lo vuestro es mejor. Os evita cargos de conciencia.

—La conciencia es para débiles –replica Trescastro.

—¿Y la falta de conciencia?

—Eso sólo se lo pueden permitir los ricos. Como usted.

—¿Y tú qué te puedes permitir, amigo Trescastro?

—La voluntad. ¿Suena peligroso?

Don Federico prefiere ignorar la expresión irónica e inteligente del diputado y volver la cara. Su mujer, Vicenta, le devuelve la mirada entre el gentío bailongo. La niña Conchita, a su lado, lleva toda la noche con los brazos cruzados, porque le han salido de repente dos tetas inesperadas. Algunas noches, doña Vicenta despierta a su marido y caminan furtivos por el pasillo hasta la puerta de su hija para oírla llorar.

—¿Por qué llora siempre Conchita?

—¿Qué harías tú, Federico, si de repente te dijeran que tienes que convertirte en mujer? Llorar, llorar y llorar. Y más en Granada. Y aún mucho más en Asquerosa.

—¿Por qué más en Asquerosa, mujer?

—Ay, marido. ¿Cómo llaman a las mozas de Asquerosa?

Don Federico responde con un gruñido derrotado. Antes de casarse con el viudo, Vicenta era maestra y había aprendido a tener siempre razón. Ahora da clases a los hijos de los alpargateros para desanalfabetizarlos un poco antes de que los manden al surco. A las mozas de Asquerosa las llaman asquerosas, claro, y eso les da mucha vergüenza. Pero Vicenta sabe que el pueblo de Asquerosa se llamaba, originariamente, Aquae Rosae, agua de rosas. Acquerosa. Asquerosa. Las etimologías son como espejos valleinclanescos: lo malforman todo.

—¿Bailas? –es uno de los chavales de los Alba, bastante feo.

—No, gracias –Conchita aprieta más los brazos sobre sus pechos.

—Yo sí bailo –irrumpe Isabelita, la pequeña de los García Lorca.

Isabelita tiene siete años, pelo castaño a lo paje, un vestido blanco con ribetes de organdí y una caradura enorme. Un año atrás, cuando quisieron escolarizarla en el mismo centro al que acudía Conchita, montó tal bronca que don Federico, quizá inspirado también en su rampante anticlericalismo, gritó para disgusto de la muy católica doña Vicenta: «Se acabaron las monjas. Ninguna de las dos vuelve a semejante colegio, donde son capaces de torturar». Y puso a las niñas una maestra particular. Desde entonces, Isabelita se cree que la libertad es algo relativamente fácil de conseguir. Que basta con llorar, gritar o patalear para alcanzarla.

—¡Yo sí bailo!

—Tú eres muy chica, Isabelita. Déjame a mí –irrumpe doña Vicenta y arroja al joven Alba al centro de la pista al compás del novísimo pasodoble El gato montés, del maestro Penella.

Échale más valor,

búscale sin temor.

Anda, recréate en la suerte

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