–Te invito a que nos tomemos nuestra primera copa de champagne como marido y mujer.
Ella respondió con un suave y cercano:
–Encantada.
Mientras John abría la botella y llenaba los vasos con el exquisito licor espumante, ella fue hacia el equipo de música que estaba en el rincón opuesto y buscó un disco para aquella ocasión única. Eligió un long play de Nat King Cole, y empezó a escucharse la suave e inconfundible voz con acento norteamericano que sonaba “Acércate más y más, pero mucho más…”. John le pasó una copa a Mónica y después de que ambos bebieron mientras se miraban a la cara, él le tendió los brazos y le dijo:
–¿Bailemos?
Ella, sin responder, se abrazó al cuerpo de quien era ahora su marido y se fundió con él de una manera que no lo había hecho nunca antes. Durante todos los años que duró el noviazgo en los instantes en que el enamoramiento los llevaba al umbral del límite permitido, ella siempre tenía una observación cariñosa para pedirle que se detuvieran. John nunca había sentido en Mónica la sensación de una entrega total y sin restricciones. Siempre percibía que al final había una barrera, una especie de freno que estaba listo para ser activado. En esta ocasión, cuando la apretó contra su cuerpo para iniciar el baile más especial y romántico de sus existencias, él se dio cuenta de inmediato de que esa cautela había desaparecido. Percibió que toda posibilidad de insinuar un límite se había esfumado. Por su parte, él también sintió en ese momento una sensación única, pues le llegaba a su cuerpo y a su alma el mensaje libre de ataduras que le estaba enviando su ser tan amado. Bailaron toda la primera canción del disco y cuando se iniciaba la segunda, él poco a poco empezó a derivarla con pequeños pasos que obedecían el compás de la música hacia el dormitorio, cosa que ella con gusto percibió y siguió. Ambos, lentamente, sin mediar palabra, iniciaron el proceso de desvestirse el uno al otro, debiendo resolver ciertos obstáculos propios de sus atuendos, que la falta de luz y de experiencia aumentaban. Para ella fue costoso desabrochar los dos botones paralelos que tenía la parte superior del pantalón de John y para él fue imposible abrir el sostén, situación que ella arregló acompañada de una complaciente sonrisa. Ambos, desnudos y abrazados, entraron al lecho y procedieron a entregarse el uno al otro en medio de un frenesí calmado pero muy intenso. Cuando John se sentía dentro de ella, percibió que los ojos de Mónica estaban húmedos.
–Perdona –le dijo con una voz suave y culposa–, no he querido hacerte daño.
Ambos sabían que la pérdida de la virginidad de la recién casada no estaba exenta de dolor físico. Esas lágrimas crearon en John un sentimiento especial de aflicción por ella, pese al inmenso gozo físico y espiritual que sentía, todo ello acompañado de una fuerza de amor que le nacía del alma.
–No lloro de dolor –le respondió dulcemente Mónica–. Lo físico que siento sabía que vendría y no me importa. Lloro de emoción, de felicidad. Lloro desde el fondo del corazón por tenerte a ti, por ser tu mujer y por tener la posibilidad de entregarme sin límite y sin cortapisa alguna. Lloro de alegría.
Estas palabras emocionaron a John de una forma difícil de describir, pero percibió con claridad que su corazón también estaba lleno de ternura, de pasión y de afecto por esa mujer que ahora sí era enteramente suya.
Permanecieron unidos por horas y el gozo de la entrega en común se repetía una y otra vez. Al final cayeron dormidos por el amor y por el cansancio, pero siempre abrazados Largo pasado el mediodía, abrieron los ojos para gozar de las delicias que el dueño de casa se había encargado de dejar en la cocina y en el comedor. Todo ese día lo pasaron en esa maravillosa casa, siempre muy juntos, sea gozando con la vista del lago, comiendo, sentados en la terraza que ofrecía un panorama sin igual del agua que rodeaba el entorno, o reposando tendidos en la cama. La segunda noche de luna de miel no fue muy diferente a la primera en cuanto a la entrega amorosa entre ambos y al mediodía siguiente salieron en el automóvil de la madre de ella en un viaje al sur de Chile, que llegaría hasta Chiloé, por unos caminos que en la época dejaban bastante que desear. Pero el vehículo era moderno y no tuvieron problemas para gozar con el Salto del Laja, cascada que producía el río del mismo nombre, con las ciudades de Valdivia, Puerto Varas y Puerto Montt, y con el recorrido que hicieron a la Isla de Chiloé. El regreso a Concepción se produjo veinte días después.
El proyecto de vida consistía en que John, haciendo uso de sus contactos sociales en Concepción y los de su suegro, abriera un estudio y ejerciera la profesión de abogado. Al mismo tiempo, aprovechando las buenas calificaciones que lo distinguieron en su paso por la universidad y el respeto ganado durante su trayectoria, sería profesor de la cátedra de Derecho Procesal, tema que dominaba ampliamente.
Mónica no demostraba mayor interés en terminar su carrera, aunque deseaba seguir vinculada de alguna forma a las actividades de la facultad donde había estudiado. Era una vida plácida, llena de seguridad y de felicidad y no se percibía nada en el horizonte que pudiera mutar esa idílica existencia. Se habían instalado en una moderna y cómoda vivienda ubicada en un buen barrio, cerca del Cerro Caracol. Como a los dos años de casados, John recibió una noticia que lo hizo cavilar debido a su siempre presente interés por los temas internacionales. Supo que habría un concurso para ingresar al Ministerio de Relaciones Exteriores en Santiago. Pensando en sus buenas notas como estudiante, en el hecho de que hablaba inglés sin acento, pues los diálogos con su padre siempre fueron en esa lengua, y en que su suegro poseía importantes contactos políticos que servirían de ayuda, se entusiasmó con la idea de ingresar al Servicio Exterior. Le consultó a su flamante esposa qué le parecía la posibilidad de trasladarse a Santiago y después empezar a deambular por el mundo, lo que la obligaría a alejarse de su familia y a perder la protección que significaba el ambiente social de Concepción donde ella se sentía absolutamente segura. Para el novel abogado era un desafío doble, en lo personal y en lo familiar, pues Mónica había vivido siempre con grandes comodidades y era la regalona absoluta de su familia, especialmente de su padre, por ser la hija mayor. John no la presionó. Le explicó que era una alternativa que a él le interesaba, pero era un requisito indispensable que los dos estuvieran dispuestos a emprender la aventura por el desafío mutuo que eso significaba. Ella, después de pensarlo y sin hablarlo con nadie, estuvo de acuerdo.
John ganó el concurso y pasó a ser miembro del Servicio Exterior de Chile, lo que llevó Mónica a empezar un verdadero peregrinaje por el mundo. Nacieron los dos hijos y la familia vivió tranquila y feliz las experiencias en Lima, Washington y Ottawa. Cada cinco años, tocaban los correspondientes regresos a Santiago, períodos en que gozaban la cercanía de los suyos. Cuando llegaba el momento en que la familia debía partir de un país, por cambio de destinación, siempre dejaban atrás un sinnúmero de amigos, con los cuales, pese a los años, mantenían contacto. Ella sostenía que cada una de esas experiencias le permitía interactuar con seres que pensaban distinto y que si se hubiera quedado en la tranquilidad de Concepción nunca los habría conocido. Esos contactos la “enriquecían” a ella y a los suyos, proceso que graficaba con la idea de que “les permitía robar lo mejor que tenían dentro de sí como seres humanos distintos a los chilenos”. Mónica estaba feliz en Nueva York y el traslado a Pretoria no le agradó en absoluto.
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