Ronnie Roberto Campos - Herencia

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Piénsalo: ¿qué es lo que realmente tiene valor para ti? Si hicieras una lista, ¿qué es lo que ocuparía los primeros lugares? Desdichadamente, nos damos cuenta de la importancia de las personas y de determinadas cosas recién cuando las perdemos. «Herencia» es la historia de Beto, quien necesitó aprender a afrontar la muerte, las pérdidas, el dolor y la nostalgia. Este libro emocionante te ayudará a entender valores como el respeto a los padres, la confianza en Dios y la determinación.

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–¿Y qué ocurrió? –pregunté, curioso.

–Era un proyecto de lectura y producción de textos. Solicité a todos los alumnos que trajeran su libro favorito, y dije que si no tenían libros en casa podían tomar alguno prestado de la biblioteca de la escuela. También les dije que deberían traer un almohadón, o incluso una pequeña frazada. Quería que entendieran que leer debe ser algo agradable, placentero.

–¿Y funcionó, papi? –pregunté.

–El día indicado todos estaban muy entusiasmados. Acomodaron el aula de modo tal que de repente surgieron varias “literas”, “sofás” y diversos espacios de lectura según el gusto de cada uno. Había alumnos recostados, sentados, boca abajo, de a dos, con frazada, con almohada…

–¡Qué genial!

–¡Fue muy bueno, sí! ¡Fue lindo ver a toda esa muchachada leyendo por placer!

–¿Y tú qué hacías, papá?

–Me senté en una esquina, puse una silla a mi lado y me puse a leer uno de mis libros favoritos. Dije que quien quisiera podría sentarse en esa silla y contarme lo que estaba leyendo.

–¿Y fueron?

–¡Sí! Todo el tiempo había alguien contándome acerca de la historia que estaba leyendo. Hicimos eso tres o cuatro veces ese mes. En los minutos finales de cada clase, había un momento especial en el que uno o dos alumnos les contaban a sus compañeros acerca de la historia que más les había gustado leer.

–¿Y aquella alumna? –pregunté por la niña que había faltado durante dos semanas.

–El último día, ella me dio una tarjeta donde decía que lamentaba haber perdido algunas de mis clases. Escribió que de haberlo sabido, jamás hubiera dejado de ir a la escuela.

Mi padre me miró y continuó hablando:

–Nunca más vi a esa alumna, pero sé que aquellas pocas clases marcaron una diferencia en su vida. Y en la mía también.

Las historias que contaba mi padre transmitían mucha calma y seguridad. Cuando me di cuenta, ya estaba en el transporte escolar, a pocas cuadras de la escuela donde estudiaba.

¡La nueva maestra me pareció muy simpática! Dos o tres semanas después, llegué a casa con un brillo especial en mis ojos. Pronto mi padre se dio cuenta de mi entusiasmo y me preguntó:

–¿Qué ocurrió? ¿Alguna novedad?

Yo no podía contener la emoción:

–La maestra nos pidió que mañana llevemos los libros que más nos gusten. Y, si queremos, podemos llevar un almohadón o una pequeña frazada.

Mi padre me miraba, sonriendo con los ojos, de una forma única. Continué:

–La maestra dijo que era un proyecto que había aprendido con un antiguo profesor, el mejor profesor de su vida.

¡Es sorprendente cómo el mundo da vueltas! “Cosechamos lo que sembramos”. Aquel día aprendí el significado de aquella frase.

Mi padre estaba cosechando. Y una vez más, yo estaba aprendiendo a plantar.

Los grandes logros no se obtienen con la fuerza, sino con la perseverancia

(Samuel Johnson).

CAPÍTULO TRES

Tiempo de reír

Aún tengo claras en mi mente las cosas que ocurrieron cuando estaba en quinto grado. Yo era un niño entusiasmado con nuevas ideas.

Mi madre decía que era muy “persistente”. Las madres son las madres, ¿no? Tal vez, “terco” era el término más apropiado.

¡Aquel año las vacaciones fueron maravillosas! Teníamos un vecino que tenía más o menos mi edad. Le decíamos Toco, pero no le pusimos nosotros ese sobrenombre; ya se lo habían puesto en su casa. Toco era uno de mis mejores amigos. Fuimos vecinos por mucho tiempo. Él tenía un hermano más grande que tenía una bicicleta Monark Tigrão . Ese modelo de bicicleta era muy lindo. El asiento era grande y con respaldo. Pero la bicicleta del hermano de Toco era vieja y no tenía asiento.

–Toco, ¿conseguiste una bicicleta?

–¡Qué va! Es de mi hermano. Un cacharro viejo, ni tiene asiento.

–¿Tú sabes andar?

–¡Claro! ¿Tú no sabes?

–Nunca estuve tan cerca de una bicicleta como ahora. ¿Me enseñas?

–¿En esta cosa?

–Por favor…

–Bueno, está bien. ¿Puede ser mañana por la tarde?

–¿No puede ser ahora?

A mi amigo le pareció muy gracioso, pero yo estaba fascinado con la idea de andar en bicicleta. A decir verdad, siempre soñé con tener una. Mi padre tenía muchas ganas de comprarme una, pero el presupuesto no alcanzaba.

Me pasé todas las vacaciones pedaleando. No pasó mucho tiempo hasta comenzar a andar sin la ayuda de Toco, que sostenía la bicicleta para que yo no cayera.

La parte más difícil era andar parado. (Sí, recuerda que la bicicleta ni tenía asiento.) Aquel año descubrí lo que realmente quería: una bicicleta.

–Papá, ¿puedo vender helados de palito?

–¿Por qué, hijo?

–La heladería de Don Lauro está empleando nuevos vendedores de helados de palito. ¿Me dejas?

–¿No eres muy joven para eso? Y además, tienes que ir a la escuela.

–Papá, solo venderé aquí en el pueblo, por la tarde, después de la escuela.

–Hijo, ¿por qué quieres hacer eso?

–Quiero comprar una bicicleta.

Mi padre quedó en silencio. Desvió la mirada; no podía mirarme. Me había prometido una bicicleta si pasaba de año... cuando estaba en primer grado.

Un padre se siente impotente cuando no puede dar a los hijos aquello que desean.

–Este año papá todavía no va poder cumplir la promesa, hijo…

–Pero pasé de año, papá…

–Lo sé… pero el dinero que tenemos no alcanza para comprar una bicicleta. Y si la compro, no voy a poder pagarla. Además, ahora tienes una hermanita; tenemos que cuidar bien de ella, que es tan frágil, ¿cierto?

–Si paso el año que viene, ¿entonces vamos a poder comprarla?

–Vamos a ver, hijo… Vamos a ver.

No pudimos. No pudimos comprarla ni en el primero, ni en el segundo, ni en el tercero ni en el cuarto año. Entonces, hice los cálculos y llegué a la conclusión de que si trabajaba todo el año, todas las tardes, domingos y feriados, lo lograría.

Era un buen plan. Sí, lo era.

Al principio, todo el mundo creía que esto era un entusiasmo pasajero. Pero no lo era. Con sol o con lluvia, allí estaba yo gritando:

–¡Hay helados de palitooo!

Aquella cajita térmica debajo del brazo, un gorrito para cuidarme un poco del sol... De casa en casa, de calle en calle. Hasta el anochecer.

–¡Hay helados de palitooo!

Poco a poco fui haciendo mi clientela. Vendía tanto que necesité una caja más grande. Tenía que ser caja; no llegaba a empujar el carrito.

Guardé cada centavo, moneda por moneda, dentro de una lata de leche en polvo vacía. Mis amigos decían que me estaba perdiendo todo el verano haciendo eso, pero no le daba importancia. Me ayudaba a continuar una frase que mi padre me dijo un día: “Si no podemos realizar los sueños por la fuerza, podemos alcanzarlos con perseverancia”. Escribí esa frase en una hoja de cuaderno y la pegué en mi cuarto. Todas las noches leía la frase antes de dormir.

Un día, mi padre dijo que tenía que ir a Curitiba a ayudar a mi bisabuela a resolver unos problemas. Iría el fin de semana, pero estaría de vuelta para el martes. No me di cuenta de que se había llevado mi lata de monedas.

El martes me levanté bien temprano. Las clases comenzaban a las 7. ¡Imagina mi sorpresa! Mi padre había vuelto durante la noche. Y en el medio de la sala había una caja enorme.

–Mi… ¡bi-ci-cle-ta!

Casi lloré. No entendía nada. ¡Estaba eufórico! Mi papá también. Dijo que la armaría mientras yo estuviera en la escuela. Al mediodía, cuando volviera, ya podría andar. ¿Piensas que pude concentrarme en el estudio? Solo pensaba en mi bicicleta.

“Pero ¿cómo?”, me planteaba. “No tenía suficiente dinero en aquella lata de leche en polvo”.

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