Alain Badiou - Manifiesto por la filosofía

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No hay muchos filósofos vivos en Francia hoy en día, aunque haya más que en otros países, por cierto. Digamos que alcanzan los dedos de ambas manos para contarlos. Tan solo una decena de filósofos, en efecto, si entendemos por tales a los que proponen para nuestra época enunciados singulares, identificables, y si, en consecuencia, ignoramos a los comentadores, a los indispensables eruditos y a los vanos ensayistas. ¿Diez filósofos? ¿O más bien «filósofos»? Pues lo extraño es que en su mayoría dicen que la filosofía es imposible, que está acabada, delegada a una cosa distinta de ella misma. En 1989, Alain Badiou publicaba su primer manifiesto, mediante el cual se alzaba contra el anuncio, por todas partes propagado, del «fin» de la filosofía. Pero esta es posible en la plenitud de su ambición. La filosofía misma, tal como la entendía Platón. Las matemáticas, la poesía, la política como invención y el amor como pensamiento son sin duda sus cuatro condiciones necesarias, pero la filosofía es el único lugar posible para un pensamiento que ampare y vincule estos acontecimientos de verdad. El programa que Badiou plantea en Manifiesto por la filosofía es, en consecuencia, una restitución del pensamiento filosófico al espacio entero de las verdades que lo condicionan. Treinta años después vuelve a estar en circulación un libro ya clásico, indispensable para analizar los límites y alcances de la filosofía en este nuevo siglo.

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3. MODERNIDAD

Los operadores conceptuales mediante los cuales la filosofía configura sus condiciones colocan, en general, el pensamiento del tiempo bajo el paradigma de una o varias de estas condiciones. Un procedimiento genérico, próximo a su sitio acontecimental de origen o confrontado con impasses de su persistencia, sirve de referente principal para el despliegue de la composibilidad de las condiciones. Por ejemplo, en el contexto de la crisis política de las ciudades griegas y de la reestructuración “geométrica” –después de Eudoxo– de la teoría de las magnitudes, Platón se propone convertir las matemáticas y la política, la teoría de las proporciones y la Ciudad como imperativo, en los referentes axiales de un espacio de pensamiento cuya función de ejercicio es designada con la palabra “dialéctica”. ¿De qué modo son ontológicamente composibles las matemáticas y la política? A este interrogante platónico, el operador de la Idea le proporcionará una vección resolutiva. En consecuencia, la poesía va a ser objeto de sospecha –pero esta sospecha es una forma admisible de configuración–, y el amor va a enlazar, según la expresión misma de Platón, lo “súbito” de un encuentro al hecho de que una verdad –aquí, la de la Belleza– adviene como indiscernible, no siendo ni discurso (logos) ni saber (episteme).

Convendremos en llamar “período” de la filosofía a una secuencia de su existencia en la que persiste un tipo de configuración especificado por una condición dominante. A lo largo de tal período, los operadores de composibilidad dependen de esa especificación. Cada período constituye un nudo de los cuatro procedimientos genéricos en el estado singular, post-acontecimental, en el que se encuentran, bajo la jurisdicción de los conceptos a través de los cuales uno de ellos se inscribe en el espacio de pensamiento y circulación que cumple, filosóficamente, la tarea de determinación del tiempo. En el ejemplo platónico, la Idea es claramente un operador cuyo matema es el principio “verdadero” subyacente, la política se inventa como condición del pensamiento bajo la jurisdicción de la Idea (de ahí el rey-filósofo, y el destacable papel cumplido por la aritmética y la geometría en la educación de este rey, o guardián), y la poesía imitativa es mantenida a distancia, más aún por cuanto, como lo muestra Platón en el Gorgias y en el Protágoras , hay una complicidad paradójica entre la poesía y la sofística: la poesía es la dimensión secreta, esotérica, de la sofística, ya que lleva a lo más extremo la flexibilidad, la variancia de la lengua.

La pregunta es entonces, para nosotros, la siguiente: ¿existe un período moderno de la filosofía? La relevancia de este punto se debe hoy, por un lado, a que la mayoría de los filósofos declaran que existe efectivamente tal período y, por el otro, a que somos contemporáneos de su acabamiento. Tal es el sentido de la expresión “posmoderno”, pero incluso en quienes no la utilizan, el tema de un “fin” de la modernidad filosófica, de un agotamiento de sus operadores propios –muy en especial la categoría de Sujeto–, está siempre presente, así sea bajo el esquema del fin de la metafísica. Por lo demás, casi siempre este fin es asignado al proferimiento nietzscheano.

Si designamos empíricamente por “tiempos modernos” el período que va del Renacimiento a la actualidad, es sin duda difícil hablar de un período en el sentido de una invariancia jerárquica en la configuración filosófica de las condiciones. Es, por cierto, evidente que:

– en la época clásica, la de Descartes y Leibniz, y por efecto del acontecimiento galileano cuya esencia es la introducción del infinito en el matema, la condición dominante es la matemática;

– a partir de Rousseau y Hegel, escandida por la Revolución francesa, la composibilidad de los procedimientos genéricos se encuentra bajo la jurisdicción de la condición histórico-política;

– entre Nietzsche y Heidegger, es el arte, que tiene por centro al poema, el que retorna mediante una retroacción antiplatónica en los operadores por los que la filosofía designa nuestro tiempo como el de un nihilismo olvidadizo.

Hay, pues, a lo largo de esta secuencia temporal, un desplazamiento del orden, del referente principal a partir del cual se esboza la composibilidad de los procedimientos genéricos. La coloración de los conceptos es un buen testimonio de dicho desplazamiento, entre el orden de las razones cartesiano, el pathos temporal del concepto en Hegel y la metafórica metapoética de Heidegger.

Sin embargo, tal desplazamiento no debe disimular la invariancia, por lo menos hasta Nietzsche, pero continuada y extendida tanto por Freud y Lacan como por Husserl, del tema del Sujeto. Este tema no padece una deconstrucción radical hasta la obra de Heidegger y de quienes lo suceden. Las refundiciones a las que es sometido por la política marxista así como por el psicoanálisis (siendo este último el tratamiento moderno de la condición amorosa) son deudoras de la historicidad de las condiciones, y no de la resiliación del operador filosófico que trata esta historicidad.

Es cómodo entonces definir el período moderno de la filosofía por el uso organizador central que se hace en él de la categoría de Sujeto. Aunque esta categoría no prescriba un tipo de configuración, un régimen estable de composibilidad, es suficiente en lo que atañe a la formulación del problema: ¿está acabado el período moderno de la filosofía? Lo que equivale a decir: proponer para nuestro tiempo un espacio de composibilidad en el pensamiento de las verdades que en él se prodigan, ¿exige la conservación y el uso, aun profundamente alterado o subvertido, de la categoría de Sujeto? O por el contrario, ¿nuestro tiempo es aquel en que el pensamiento exige la deconstrucción de esa categoría? Lacan responde a la cuestión reestructurando en forma radical dicha categoría, que él mantiene (lo que significa que, para él, el período moderno de la filosofía continúa , perspectiva que es también la de Jambet, Lardreau, y la mía); Heidegger (pero también Deleuze, con matices, Lyotard, Derrida, Lacoue-Labarthe y Nancy resueltamente) responde que nuestra época es aquella en la que “la subjetividad es llevada a su consumación”, que por consiguiente el pensamiento mismo no puede consumarse sino más allá de esta “consumación”, lo que no es otra cosa que la objetivación destructiva de la Tierra, que la categoría de Sujeto debe ser deconstruida y tenida por último avatar (moderno, precisamente) de la metafísica; y que el dispositivo filosófico del pensamiento racional, cuyo operador central es precisamente esa categoría, es mantenido ahora en el olvido sin fondo de aquello que lo funda: que “el pensamiento solo comenzará cuando hayamos aprendido que esa cosa tan magnificada desde hace siglos, la Razón, es el enemigo más implacable del pensamiento”.

¿Somos todavía, y a qué título, galileanos y cartesianos? ¿Razón y Sujeto son todavía, o no, aptos para servir de vector a las configuraciones de la filosofía, aun si el Sujeto está excentrado o vacío y la Razón sometida al azar supernumerario del acontecimiento? ¿Es la verdad el no-velamiento velado cuyo riesgo solamente asume el poema en palabras? ¿O es aquello por lo cual la filosofía designa en su espacio propio los procedimientos genéricos disyuntos que entretejen la continuación oscura de los Tiempos modernos? ¿Debemos continuar, o retener, la meditación de una espera? He aquí el único asunto polémico actualmente significativo: decidir si la forma del pensamiento del tiempo, filosóficamente instruida por los acontecimientos del amor, del poema, del matema y de la política inventada, sigue ligada, o no, a esa disposición que Husserl todavía llamaba de la “meditación cartesiana”.

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