Alain Badiou - Manifiesto por la filosofía

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No hay muchos filósofos vivos en Francia hoy en día, aunque haya más que en otros países, por cierto. Digamos que alcanzan los dedos de ambas manos para contarlos. Tan solo una decena de filósofos, en efecto, si entendemos por tales a los que proponen para nuestra época enunciados singulares, identificables, y si, en consecuencia, ignoramos a los comentadores, a los indispensables eruditos y a los vanos ensayistas. ¿Diez filósofos? ¿O más bien «filósofos»? Pues lo extraño es que en su mayoría dicen que la filosofía es imposible, que está acabada, delegada a una cosa distinta de ella misma. En 1989, Alain Badiou publicaba su primer manifiesto, mediante el cual se alzaba contra el anuncio, por todas partes propagado, del «fin» de la filosofía. Pero esta es posible en la plenitud de su ambición. La filosofía misma, tal como la entendía Platón. Las matemáticas, la poesía, la política como invención y el amor como pensamiento son sin duda sus cuatro condiciones necesarias, pero la filosofía es el único lugar posible para un pensamiento que ampare y vincule estos acontecimientos de verdad. El programa que Badiou plantea en Manifiesto por la filosofía es, en consecuencia, una restitución del pensamiento filosófico al espacio entero de las verdades que lo condicionan. Treinta años después vuelve a estar en circulación un libro ya clásico, indispensable para analizar los límites y alcances de la filosofía en este nuevo siglo.

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Porque allí donde el orgullo se convierte en peligrosa carencia es cuando, del axioma que hace cargar a la filosofía con los crímenes del siglo, nuestros filósofos sacan las conclusiones conjuntas del impasse de la filosofía y del carácter impensable del crimen. Para quien supone que es desde el pensamiento de Heidegger como se debe mensurar filosóficamente el exterminio de los judíos de Europa, el impasse es, en efecto, flagrante. Se saldrá del aprieto manifestando que hay en esto algo de impensable, de inexplicable, un escombro, en definitiva. Estaremos dispuestos a sacrificar la filosofía misma para salvar nuestro orgullo: dado que la filosofía debe pensar el nazismo y que no puede hacerlo por ser impensable lo que ella debe pensar, la filosofía se encuentra en el pase de un impasse . 1

Propongo sacrificar el imperativo y decir: si la filosofía es incapaz de pensar el exterminio de los judíos de Europa, es porque pensarlo no es su deber ni su poder. Le corresponde a otro orden del pensamiento hacer que ese pensamiento sea efectivo. Por ejemplo, al pensamiento de la historicidad, es decir, de la Historia examinada desde la política.

Nunca es realmente modesto enunciar un “fin”, un acabamiento, un impasse radical. El anuncio del “fin de los grandes relatos” es tan inmodesto como el gran relato mismo, la certeza del “fin de la metafísica” se mueve en el elemento metafísico de la certeza, la deconstrucción del concepto de sujeto exige una categoría central –el ser, por ejemplo– cuya prescripción historial es más determinante aún, etc. Transida por lo trágico de su objeto supuesto –el exterminio, los campos de concentración–, la filosofía transfigura su propia imposibilidad en postura profética. Se adorna con los sombríos colores del tiempo, sin percatarse de que esa estetización también es un daño hecho a las víctimas. La prosopopeya contrita de la abyección es tanto una postura, una impostura, como la resonante caballería de la parusía del Espíritu. El fin del Fin de la Historia está tallado en el mismo material que este Fin.

Una vez delimitada la apuesta de la filosofía, el pathos de su “fin” cede el sitio a una cuestión muy diferente, la de sus condiciones. No sostengo que la filosofía sea posible en todo momento. Propongo examinar en general bajo qué condiciones lo es, en conformidad con su destinación. No hay que admitir sin previo examen que las violencias de la historia puedan interrumpirla. Sería conceder una extraña victoria a Hitler, y a sus esbirros declararlos, sin más, capaces de haber introducido lo impensable en el pensamiento y de haber consumado de este modo la cesación de su ejercicio arquitecturado. ¿Hay que concederle al anti-intelectualismo fanático de los nazis, tras su aplastamiento militar, la revancha de que el pensamiento mismo, político o filosófico, es sea efectivamente incapaz de medir aquello que se proponía aniquilarlo? Lo digo como lo pienso: sería matar por segunda vez a los judíos el que su muerte fuera causa de que concluyese aquello a lo cual contribuyeron decisivamente, política revolucionaria de un lado, filosofía racional del otro. La piedad más esencial para con las víctimas no puede residir en el estupor del espíritu, en su vacilación autoacusatoria frente al crimen. Ella reside, siempre, en la continuación de lo que las señaló como representantes de la Humanidad a los ojos de los verdugos.

Yo planteo no solamente que la filosofía es hoy posible, sino que la forma de esta posibilidad no es la del atravesamiento de un final. Muy por el contrario, se trata de saber qué quieren decir estas palabras: dar un paso más . Un solo paso. Un paso en la configuración moderna, aquella que, desde Descartes, enlaza a las condiciones de la filosofía esos tres conceptos nodales que son el ser, la verdad y el sujeto.

1En el original, dans la passe d’une impasse . [N. de la T.]

2. CONDICIONES

La filosofía comenzó; no existe en todas las configuraciones históricas; su modo de ser es la discontinuidad en el tiempo y en el espacio. Es preciso suponer, pues, que exige condiciones particulares. Si se mide la distancia entre las ciudades griegas, las monarquías absolutas del Occidente clásico, las sociedades burguesas y parlamentarias, se revela de inmediato que toda esperanza de determinar las condiciones de la filosofía solo a partir del basamento objetivo de las “formaciones sociales” o hasta de los grandes discursos ideológicos, religiosos o míticos, está condenada al fracaso. Las condiciones de la filosofía son transversales, son procedimientos uniformes, reconocibles a larga distancia, y cuya relación con el pensamiento es relativamente invariante. El nombre de esa invariancia está claro: se trata del nombre “verdad”. Los procedimientos que condicionan a la filosofía son los procedimientos de verdad, identificables como tales en su recurrencia. Ya no podemos creer en los relatos con los cuales un grupo humano da a su origen o su destino carácter de encantamiento. Sabemos que el Olimpo es nada más que una colina, que el Cielo solo está ocupado por hidrógeno o helio. Pero que la serie de números primos sea ilimitada se demuestra hoy exactamente igual que en los Elementos de Euclides, que Fidias sea un gran escultor está fuera de dudas, que la democracia ateniense sea una invención política cuyo tema sigue ocupándonos y que el amor indica la ocurrencia de un Dos en el que el sujeto está transido lo comprendemos leyendo a Safo o a Platón, tanto como leyendo a Corneille o a Beckett.

Sin embargo, nada de esto ha existido desde siempre. Hay sociedades sin matemáticas, otras cuyo “arte”, coalescente con funciones sagradas obsoletas, nos es opaco, otras en las que el amor está ausente o es indecible, otras, por último, en las que el despotismo no cedió nunca a la invención política o ni siquiera toleró que esta fuese pensable. Menos aún, estos procedimientos jamás existieron juntos . Si Grecia vio nacer la filosofía no fue, ciertamente, porque mantuviera lo Sagrado en la fuente mítica del poema, o porque el velamiento de la Presencia le fuera familiar, al estilo de una declaración esotérica sobre el Ser. Muchas otras civilizaciones antiguas procedieron al depósito sacral del ser en el proferimiento poético. La singularidad de Grecia está más bien en haber interrumpido el relato de los orígenes mediante palabras laicas y abstractas, en haber mellado el prestigio del poema mediante el del matema, en haber concebido la Ciudad como un poder abierto, disputado, vacante, y en haber llevado a la escena pública las tormentas de la pasión.

La primera configuración filosófica que se propone disponer esos procedimientos, el conjunto de esos procedimientos, en un espacio conceptual único, testimoniando así en el pensamiento su calidad de composibles, es la que lleva el nombre de Platón. “Que ninguno entre aquí si no es geómetra”, prescribe el matema como condición de la filosofía. La cesantía dolorosa de los poetas, desterrados de la ciudad por causa de imitación –entendamos: de captura demasiado sensible de la Idea–, indica a la vez que el poema está en cuestión y que es preciso confrontarlo con la ineluctable interrupción del relato. Del amor, El banquete o el Fedón presentan su articulación con la verdad en textos insuperables. La invención política es por fin argumentada como la textura misma del pensamiento: al final del libro 9 de la República , Platón indica expresamente que su Ciudad ideal no es ni un programa ni una realidad, que el problema de saber si existe o puede existir es indiferente, y que por lo tanto no se trata aquí de política, sino de la política como condición del pensamiento, de la formulación intrafilosófica de las razones por las que no hay filosofía sin que la política tenga el estatuto real de una invención posible.

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