Pero el testimonio más claro –y más inquietantemente bello– de este planear de la divagación prepolítica sobre una totalidad vagamente abarcada que podemos encontrar en la tradición alemana se halla en Hölderlin. Su novela epistolar Hiperión, escrita entre 1792 y 1799, narra, con la guerra ruso-turca de 1770 como fondo, el compromiso fatal del joven griego cuyo nombre da título a la novela con la incipiente lucha por la libertad de los griegos contra el Imperio otomano. Ya entonces, la cuestión del espíritu de Europa estaba ligada a lo que más tarde se llamaría la cuestión oriental. Sin un límite oriental no podía existir una comunidad de valores occidental. La explicación que da Hiperión a su prometida Diotima de la razón por la que no puede por menos de unirse voluntariamente a sus amigos en esa guerra necesaria, la recogen unas palabras propias de la política entusiasta de la primera burguesía expresadas con una claridad insuperable. El alegato de Hiperión culmina en esta tesis:
La nueva alianza de espíritus no puede vivir en el aire, la teocracia sagrada de lo bello debe habitar en un Estado libre que quiera un sitio en la Tierra, y ese sitio lo conquistaremos [3].
Estas palabras, raras veces citadas, caracterizan toda una época. Nos dan la clave de aquella bella política sin cuyo conocimiento difícilmente se entenderán los dramas de los últimos dos siglos, y de cuya existencia y aplicación las generaciones posteriores nada saben. Esta política puede llamarse bella en la medida en que, para decirlo con Kant, más allá de su valor moral «es reconocida como objeto de un goce necesario»; y su belleza puede llamarse política porque la sustenta un hambre de realización o, para decirlo con Marx, de praxis. El esquema de teoría y praxis, posteriormente tan influyente, aparece aquí prefigurado en la relación de guion y escenificación, o bien plan de guerra y campaña militar. En él se prevé que lo bello despierte del embeleso y tome el mando en lo real. Las generaciones posteriores no pueden tener conocimiento de esta formación en la medida en que, para ellas, la separación entre las esferas del poder, el arte y la religión es ya algo sobreentendido, y difícilmente encontrarán motivos para contrariarla. Nada parece tan vergonzoso y perjudicial en una sociedad definida por la diferenciación entre sus sistemas parciales como una interpenetración y confluencia de dimensiones u ordenamientos de los que hace tiempo estamos convencidos de que entre ellos sólo puede haber vecindad, pero que jamás podrán ni deberán fusionarse. No obstante, ¿qué era el entusiasmo en su época heroica e ingenua sino la matriz universal de las situaciones vergonzosas creadas por la política antipolítica, por el abrazo exaltado al universo entero, por la obstinada ecuación de burguesía y humanidad?
Sin embargo, si tenemos en cuenta el argumento de Hiperión, pensaremos que Immanuel Kant ya había perdido de vista lo esencial de la estética de su época cuando, en su Crítica del juicio, se propuso confinar la belleza dentro de los límites de las artes: «No hay», dice Kant, «una ciencia de lo bello sino sólo crítica, ni una ciencia bella sino sólo arte bello» [4]. Con la pretensión de asignar a lo bello –y a su productor, el genio– un campo acotado, una región especial de objetos artísticos, Kant pasó por alto el modus operandi de la época del entusiasmo, buena parte de la cual coincidió con sus años de existencia. Estuvo ciego para un fenómeno tan notorio como el de que, en su tiempo más que antes, y aun posteriormente, no sólo había arte bello sino también bella física, bella medicina, bella política y hasta bella religión, por cuestionables e insostenibles que estas formas híbridas fueran. Toda esta belleza desregulada era una efusión de la política del alma bella en la corriente universal venidera, embriagada por su capacidad de propagación, su afición a erigir postulados y su inclusividad universal, que aún espera su confirmación histórica. El entusiasmo se presenta como una metacompetencia en la captación de lo real; quiere ser el medio que es el mensaje, y ello con razón, pues quien está entusiasmado, lo está casi siempre con estar entusiasmado. El entusiasmo es presentado como la capacidad de contaminar la realidad de belleza –me permito apuntar que fueron necesarios ciento cincuenta años de paulatina desilusión antes de que la parte operativa de este programa pudiese estar nuevamente a la orden del día, esta vez con el título de diseño–.
La aquí sólo fugazmente indicada existencia de una política bella implica, pues, –repito mi tesis– el recuerdo de una época que nos queda lejana, de un tiempo en el que el idealismo alemán, como más tarde se denominaría, no era más que el comienzo de una andadura, una pretensión o, como ya los escépticos de entonces solían decir, un desbordamiento, un arrebato desafiante y, por ende, peligroso de traducirse en realidad. En el aspecto filosófico fue el idealismo una ambición lógica y ética que no retrocedía ante ninguna dificultad; en otras palabras: la empresa paradójica de hacer de la libertad el motivo central de una rigurosa construcción sistemática. No olvidemos lo que el idealismo debía ser en su dimensión moralmente plausible y socialmente vana: el intento burgués de alcanzar aquella distinción de la que antes se quería obstinadamente creer que era una cualificación imprescindible para toda legítima aspiración al ejercicio del poder. El idealismo quería hacerse imprescindible como un procedimiento que probaba que también la burguesía era apta para ejercer el poder y digna de ejercerlo si lograse participar de un tipo históricamente nuevo de nobleza. La nobleza no podía ser ya un estamento, sino una instancia propulsora. Se trataba de la nobleza del entusiasmo dispuesta a alcanzar metas nobles, es decir, universales y emancipatorias, relevantes para la humanidad. El idealismo era así el intento de dar preeminencia a la totalidad del mundo, una preeminencia que ostentaba un nombre ontológicamente ambicioso: el «sujeto», lo que subyace, o, en términos modernos, lo que básicamente actúa, lo que en el fondo ejecuta algo en cualquier situación. Cuando se piensa así, lo más alto es lo más ancho. Lo superior deberá ser en adelante lo que a todos conviene. Lo que antes era la más alta distinción, será en adelante característica universal y forma de trato cotidiana. El secreto de la política del entusiasmo es así la elevación de toda la sociedad al estado de nobleza –o, como Schiller dice en la primera versión de la «Oda»: los mendigos serán hermanos de príncipes–. Pero, si nobleza obliga, más lo hace ser sujeto. Nada es tan agotador como ser uno mismo principio. Una vez es el sujeto, el género cotidiano, presentado como productividad que define el mundo, otra como libre voluntad sin límites y finalmente como la capacidad para la hermandad universal. En el último concepto se alude a la buena voluntad con todo lo que tiene figura humana para formar una sola red de familias, comunicaciones y vidas, y hablar con una sola voz, una voz genérica, o más bien cantar; un sueño de inclusión tan noble como intransigente, cuyas pistas pueden seguirse por dos siglos hasta el exprimido idealismo alemán tardío de la reciente teoría crítica.
Al idealismo como entusiasmo por el género humano le es inherente un impulso que podríamos llamar la política de los coros. Pues ¿qué son, según esta concepción, las sociedades burguesas sino asociaciones políticas musicales en las que cada miembro tiene una voz, una voz cuya verdadera definición se encuentra en la consonancia, en el acuerdo de la existencia en una totalidad, en el género humano y sus secciones fruto de la voluntad divina, las naciones? Sólo en el contexto de tales totalidades sonoras tendría sentido lo que Schiller se propuso expresar en su oda A la alegría. Sólo cuando las naciones son prácticamente coros que esperan las notas de su música –y acaso el idealismo político no sea otra cosa que la decisión de no dudar de que lo sean– hay esperanza de que el entusiasmo, la alegría en la terminología de Schiller, triunfe sobre las fuerzas disgregadoras ahora llamadas –de manera un tanto superficial– modas, de las que sabemos que, por el contrario, designan principios, en sí estimables, del éxito en la sociedad moderna. De hecho, no basta con menos que un encantamiento para unir lo que la economía financiera ha separado. Un encantamiento tuvo que ser lo que quiso impedir que los sistemas parciales de la sociedad prosiguieran su camino hacia la diferenciación. Y, además, ¿cómo sin encantamiento se habría podido conseguir que millones de personas conservaran la calma cuando los poetas las invitaban a abrazarse? ¿Cómo aceptar sin encantamiento que el mundo sea algo alcanzable con un beso? Pero, repito: ¿qué es el idealismo sino esta última complacencia en una relación pretécnológica con lo universal? ¡Este beso al mundo entero! Esto tendría todavía algún significado si antes la tecnología de las comunicaciones hubiese ido tan lejos que fuese capaz de conectar todos los hogares y permitir los besos a distancia. ¡Pero qué esperar de un autor que quiere convencer a sus «hermanos», cabe suponer que lectores ilustrados, de que sobre el cielo estrellado habita un padre amoroso! ¿De dónde, uno se preguntaría, saca el joven idealista ese cielo estrellado, nuestro viejo firmamento, que ya en su época era, desde hacía más de doscientos años, una idea cosmológicamente obsoleta? ¿De dónde saca al padre amoroso, cuando ni su propio padre ni el soberano –el padre del pueblo– pueden servirle de modelos? ¿No acababa de huir de este último, trasladándose de Mannheim a Dresde, a casa de su amigo Körner? Sólo la alegría hacía esto posible; ella era la agente de la máxima cohesión y productora de espesos vapores; ella lograba algo que nunca más se creería posible; la Casa Alegría de venta por correspondencia era conocida por sus rapidísimas entregas.
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