Peter Sloterdijk - El imperativo estético

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Un libro que perfectamente se puede considerar como el canon estético de Peter Sloterdijk.
En el presente libro, Peter Sloterdijk toca todos los géneros modernos de las artes, desde la música hasta la arquitectura, desde el uso de la luz hasta las artes vivas, desde el diseño hasta la tipografía. Transita por todos los campos de lo visible y lo invisible, de lo audible y lo inaudible, en un arco histórico que se extiende desde la Antigüedad hasta Hollywood. Cuando aplica su particular método de distanciamiento del discurso a la contemplación de obras y géneros artísticos, los objetos descritos se muestran súbitamente bajo una luz diferente, y con su despierto y combativo sentido de la actualidad nos conduce lejos, muy lejos de los caminos trillados del comentario artístico.
A lo largo de sus páginas se despliega la manera singularísima, a un tiempo jovial y seria, con que el gran filósofo alemán analiza los fenómenos estéticos más dispares, caracterizando lo estético del arte y de las artes.

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Be not afeard; the isle is full of noises,

Sounds and sweet airs, that give delight, and hurt not.

Sometimes a thousand twangling instruments

Will hum about mine ears; and sometime voices,

That, if I then had wak’d after long sleep,

Will make me sleep again: and than, in dreaming,

The clouds me thought would open, and show riches

Ready to drop upon me; that, when I wak’d,

I cried to dream again [2].

No temas; la isla está llena de rumores,

de sonidos y dulces aires que deleitan y no dañan.

Unas veces percibe mi oído el vibrar de mil instrumentos,

y otras son voces que, si he despertado de un largo sueño,

de nuevo me hacen dormir. Y entonces, al soñar,

las nubes parecen abrirse mostrando riquezas

a punto de lloverme; así que, cuando despierto,

lloro por seguir soñando.

Esta descripción crea un malentendido en el mundo cuyas huellas aún pueden percibirse en la música actual. Estéfano, el pretendiente al poder sobre la isla, extrae de lo que ha oído una conclusión fatal: cree sin más que la descripción que hace Calibán de la sonora isla del tesoro es la imagen de un territorio, de un dominio, de un confortable palacio donde unos sirvientes musicales cumplen una función. De ahí la conclusión de todo punto solemne, feudal y burguesa:

This will prove a brave kingdom to me, where I shall have my music for nothing.

Para mí esto va a ser un gran reino donde tendré música gratuita.

Damas y caballeros: han transcurrido siglos desde este diálogo profético. Todavía vienen de vez en cuando los Calibanes y los Estéfanos juntos para discutir sobre el singular reino insular. Se ha impuesto la convención de que estos encuentros, celebrados casi siempre en verano, se llamen festivales, pero sería más apropiado considerarlos asambleas constituyentes. En ellas se sigue tratando de la constitución musical del mundo. Observadores atentos manifiestan sus dudas de que en un tiempo previsible se llegue a una declaración final. Todavía persisten los abogados de los Calibanes en su opinión de que la música es territorio demoniaco; con la misma obstinación mantienen los Estefános su opinión de que, si la música no puede ser del todo gratuita, habría que reducir sus costes. Apenas se entiende todavía cómo la curvatura del mundo afecta también al reino de los valores. Bajo el paraguas del evento musical, todavía se da voz a la idea de que nada debe ser tan caro como aquello que, desde el momento del nacimiento, queremos volver a tener gratis.

Recuerdo de la bella política

Damas y caballeros:

Permítanme comenzar este breve preludio retórico a la interpretación de la Novena sinfonía de Beethoven por la Orquesta Filarmónica de Hamburgo en este 3 de octubre del año 2000 con el comentario de que nadie ha podido percibir tanto como este orador la rareza de la aquí ensayada combinación de discurso y música; me parece que no faltará quien presuma aquí una violación de las buenas costumbres de la actividad concertística, o incluso un atentado contra el derecho fundamental de la músi­ca a hablar por sí sola con sus propios recursos. ¿Desde cuándo una orquesta importante ha necesitado que su programa lo moderase un comentario verbal? ¿Desde cuándo las composiciones musicales han tenido que presentarse con complementos alejados de la música? La única justificación que puede tener una empresa de esta clase puede inferirse de su ocasión, del hecho de que sea el 3 de octubre, el Día de la Unidad Alemana, un día en que se conmemora la firma del tratado que consuma la unión política entre los dos Estados alemanes que resultaron de los dramas de mitad del siglo. Una festividad que instituye una memoria política, pero un día en el que hoy, diez años después de la ratificación del documento, la mayoría de los ciudadanos alemanes encuentra bien poco que celebrar, como demuestran los discursos de la clase política obligada en nuestro país a conmemorar el acontecimiento. Un día en el que acaso no se pudiera hacer cosa mejor que interpretar a Beethoven –como se hace aquí y seguramente en otros lugares a esta hora: el Beethoven de la Novena sinfonía, se entiende, una pieza obligada porque desde hace tiempo pudo verse como un concentrado de política cultural conmemorativa–. Por eso no es la combinación aquí elegida de discurso y música simplemente algo externo ni mero capricho de los organizadores. La Novena sinfonía, y especialmente su mundialmente célebre coro final, constituye por sí sola un caso de retórica musical, y hasta un acontecimiento de política musical, por lo que no supone agravio alguno para la situación, ni para el género, que a la interpretación de la pieza precedan aquí algunas palabras de comentario y reflexión, palabras que no conciernen a la partitura musical sino, por decirlo así, a la partitura ideológica de la obra. Basta con que recordemos que esta sinfonía ha sido, desde su triunfal estreno en Viena en el año 1824, la composición musical más conocida e influyente de la era moderna: la razón de su éxito verdaderamente numinoso –y, por sus excesos, también precario– hay que buscarla principalmente en el hecho de que posea de suyo en los pasajes intencionales, o al menos en los vocales, un carácter atrayente que busca la aprobación de ideas extramusicales, el consenso entusiasta, el sentimiento arrollador mediante un programa. Se puede afirmar que esta ola de consenso político-musical es, en el presente, más poderosa de lo que el siglo XIX pudo imaginar. No es casual que, después de que en los comienzos de la década de 1970 se eligiera el finale coral de la Novena sinfonía como himno de Europa, las Naciones Unidas también escogieran esta pieza como su distintivo musical. Aunque se reconozca que no se puede hablar con la gran música como tal, en estos excesos temáticos de las «cantata política» de Beethoven se destacan claramente aspectos adicionales que parecen hablarnos.

Quisiera tomarme en lo que sigue la libertad de recordar las premisas históricas que dieron origen al complejo semántico-musical de la Novena sinfonía y su «Oda a la alegría». La palabra recuerdo es aquí particularmente adecuada, porque a este fin es preciso hablar de relaciones en gran parte olvidadas. Si queremos ponernos en el lugar del polo generador del proceso artístico beethoveniano, es preciso evocar, para decirlo con Hegel, un «estado del mundo» en el que el consenso aún se llamaba entusiasmo. En aquella época no era tan decisivo entre los ciudadanos tener una única opinión como un único sentimiento. El recuerdo es necesario para transportarnos con la imaginación a aquel estado de cosas en el que casi todo lo que las voces progresistas de la sociedad tenían que decir, todavía lo decían en el modo de la anticipación –a menos que esgrimieran razones, que muy pronto las tuvieron, para mirar a algún pasado idealizado–. Tenemos que regresar a un periodo en el que el pensamiento de gran alcance había impregnado el lenguaje corriente de una elite en ascenso. Tenemos que rememorar una fase de la historia en la que los individuos hacían de su capacidad privada y particular para soñar un medio al servicio de lo que para ellos eran los sueños de la humanidad.

La cultura burguesa hablaba, antes de su victoria, un dialecto entusiástico, igual que los consultores de la globalización emplean hoy con sus clientes el dialecto de las visiones y las misiones. Aunque no podemos exponer aquí con más precisión lo que filosófica, psicológica y sistémicamente significa entusiasmo, podemos dejar sentado que esta noción perfilada del platonismo político desempeñó un papel clave en la automotivación de las sociedades burguesas deseosas de avances. En él obraba, apenas oculto, un imperativo categórico de confianza. Con su ayuda adquirió forma una capa social media interesada en el poder que se hacía pasar sin rodeos por la humanidad. El entusiasmo burgués siempre fue un delirio de inclusividad. Iba de la mano con la prerrogativa de no haber tenido aún experiencia alguna consigo mismo – no consigo, no con el espíritu de las instituciones, y aún menos con las reglas de juego de las relaciones económicas gobernadas por el dinero. Reflejaba el estado de gracia que flota sobre los que aún no tienen poder – la gracia de la buena conciencia en la ausencia casi completa de complejidad. Esta beatífica, robusta inexperiencia era el tono del joven Schiller; en él compuso hacia 1775, con apenas 26 años, el documento primario de la futura política del entusiasmo, una oda A la alegría en cuya curva del éxito también nosotros tratamos hoy día de ocupar un pequeño segmento.

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