Peter Sloterdijk - El imperativo estético

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Un libro que perfectamente se puede considerar como el canon estético de Peter Sloterdijk.
En el presente libro, Peter Sloterdijk toca todos los géneros modernos de las artes, desde la música hasta la arquitectura, desde el uso de la luz hasta las artes vivas, desde el diseño hasta la tipografía. Transita por todos los campos de lo visible y lo invisible, de lo audible y lo inaudible, en un arco histórico que se extiende desde la Antigüedad hasta Hollywood. Cuando aplica su particular método de distanciamiento del discurso a la contemplación de obras y géneros artísticos, los objetos descritos se muestran súbitamente bajo una luz diferente, y con su despierto y combativo sentido de la actualidad nos conduce lejos, muy lejos de los caminos trillados del comentario artístico.
A lo largo de sus páginas se despliega la manera singularísima, a un tiempo jovial y seria, con que el gran filósofo alemán analiza los fenómenos estéticos más dispares, caracterizando lo estético del arte y de las artes.

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No es necesario ser un filósofo para suspender ocasionalmente el mundo. Todo mortal tiene práctica suficiente en tal suspensión del mundo –y no sólo porque en ocasiones le invadan sentimientos apocalípticos–. Los humanos son seres que no pueden evitar dejar caer por unas horas del día el telón del teatro del mundo, aunque se definan a la luz del día como seres racionales y la razón pretenda ser la facultad de mantenerse en un estado duradero de vigilia respecto a un mundo siempre presente. ¿No eran los filósofos ex officio los mártires de la ilusión de ser capaces de permanecer continuamente despiertos?

Puede verse un remate del pensamiento posmetafísico en el hecho de que los sujetos de hoy, tras milenios de experimentos con los fantasmas de la vigilia permanente, se conviertan con resignación activa a una teoría positiva del no-siempre-poder-estar-despierto-en-el-mundo. Un nuevo tipo de antropología filosófica está emergiendo de la proposición de que los humanos son seres que están sujetos a los ritmos de emersión y sumersión del mundo: existentes, inexistentes, presentes, ausentes. De la idea de la antropología como ontorrítmica se deriva un programa doble: por el lado positivo, una metafísica de la trivialidad y, por el negativo, una ontología de naderías discretas o grises [10]. Bajo el aspecto rítmico sale a la luz un secreto parentesco entre diversos ámbitos de la vida humana que generalmente nunca se consideran juntos: el sueño y la estupefacción, los más antiguos retiros del ser apartado del mundo, provienen de las culturas de la droga, la meditación, la especulación – y la música, el dulce arte que, se dice, nos saca de las horas grises y nos transporta a un mundo mejor. Ellos se turnan como elementos de un sistema inmunitario como protección contra un mundo infeccioso y agobiante.

Un pasaje del libro de Erhart Kästner El tambor de las horas del sagrado Monte Athos nos enseña cómo el acosmismo de la noche se combina con el distanciamiento del mundo que induce el silencio monástico y el éxtasis del oído en un patrón común:

El tambor de las horas, una tabla de madera, se golpea con el comienzo de cada oficio; así se hace con el servicio de medianoche, con el orthros, que viene inmediatamente después, y con el proti. El macillo ejecuta sobre la madera de ciprés una serie de notas rápidas, agudas o bajas según se golpee en medio o más al borde de la tabla. El monje lo lleva delante de él, y mientras camina y lo golpea, suena aquí y allá en la noche, se aproxima, se detiene y se lo traga el oscuro portón. Así es la llamada a la oración en el monte Athos; evoca el Oriente, el desierto. Es un sonido seco, de huesos, tomado del herbario de diez mil noches, todas iguales. Y qué fuerza tiene este repiqueteo… El tamborileo se entreteje con el sueño y el duermevela […] las estrofas de madera se clavan con fuerza, igual que un encaje de marfil, en la negra capa de la noche… [11].

Esto no se aleja mucho del camino que toma la curiosa teoría de la música de Emile Cioran:

Poseemos en nosotros mismos toda la música: yace en las capas profundas del recuerdo. Todo lo que es musical es una cuestión de reminiscencia. En la época en que no teníamos nombre tuvimos que haberlo oído todo [12].

Para aclarar este aforismo gnóstico de Cioran, digamos que resume en una frase el núcleo de una musicología profunda que sería igualmente aplicable al arte musical del pasado como al contemporáneo. Me conformo con dividir el comentario de Cioran en dos afirmaciones parciales para así amplificarlo. En primer lugar, ocurre que oímos ya antes de la individuación; es decir, el oído fetal anticipa el mundo como una totalidad de ruidos y sonidos que constantemente se suceden; escucha extáticamente desde la oscuridad ese ambiente sonoro, casi siempre orientado al mundo, en una tendencia inquebrantable al futuro. En segundo lugar, después de la formación del ego escuchamos hacia atrás; el oído quiere hacer desaparecer el mundo como totalidad de ruidos, pues anhela volver a la eufonía arcaica del interior premundano, activa la memoria de un enstasis eufórico que nos acompaña como una luminiscencia residual del paraíso. Se podría decir que el oído individuado o desdichado tiende de un modo irresistible a alejarse del mundo real hacia un espacio más íntimo de reminiscencias acósmicas.

La música sería la conexión de dos esfuerzos de los que se derivan dos gestos que parecen estar en mutua oposición dialéctica. Uno conduce de una nada positiva, de un seno que es un interior sin mundo, hacia la manifestación del mundo, la escena abierta, la arena del mundo, y el otro, de la abundancia, la disonancia, la sobrecarga, de nuevo al seno sin mundo, liberado de él, interiorizado. La música del venir al mundo es una voluntad de poder en forma de sonido que se crea en la línea de un continuo que parte de dentro y que quiere constituirse en un incesante gesto vital; la música de la retirada, en cambio, se esfuerza por retornar, tras la ruptura del continuum, al acósmico estado de indecisión, en el que la vida herida se recoge y sana como noluntad de poder. De ahí que en los gestos primarios de toda música haya un dualismo de salida y regreso. Al primer polo corresponde un motivo adventicio que semeja enteramente un éxodo en el que se afirma una voluntad de sonar y subir una rampa, mientras que al segundo le caracteriza un rasgo nirvánico que aspira al retorno y la conclusión, la extinción, el reposo. Sin duda, el fantástico desarrollo de la moderna música europea en su extraordinario poder de materialización fue capaz de renovar el compromiso entre las aspiraciones básicas en cada estadio de la técnica compositiva. La gran música occidental ha instrumentado con grandes orquestas ese emerger de los sujetos en el mundo, y al mismo tiempo representó en altos niveles de individuación melódica esos retornos a lo más interior y alejado –a las islas de los bienaventurados y los jardines de los dos seres en intimidad–. Cuando la música europea como arte de la materialización en lo incorpóreo daba lo mejor de sí misma, equilibraba felizmente el anhelo de disolución de los sujetos y la labor de construcción del yo en un cuerpo sonoro. Y cuando amenazaba con sonar demasiado alta, opuso al positivismo orquestal y el machismo de los compositores el retiro, la fusión sonora y el secreto.

La energía sintética de la gran música europea parece haberse perdido en la música contemporánea –por motivos de los que aquí no voy a hablar–. No tendría ningún sentido querer invocar en la situación actual los buenos viejos tiempos de una música integral en la que todo lo que ahora se halla desintegrado y diversificado aún se mantenía unido. Cabría decir que los impulsos parciales de la música se han hecho autónomos; cada subcultura escucha lo suyo. Por otra parte, el oído ha descubierto su naturaleza polimorfamente perversa, y difícilmente conseguirá un impulso aislado darle satisfacción.

A continuación, distinguiré cuatro tipos de música existentes en la actualidad, a cada una de las cuales corresponde una actitud auditiva diferente.

1. La auténtica música moderna existe sobre todo como una práctica de expertos en la que apenas se trata de cantar y tocar en el sentido de la musicalidad ingenua tradicional, sino de la exploración de recursos sonoros y de los métodos de composición. Es la práctica que más acentúa el lugar de la composición o de la primera ejecución. La libido musical reside en las aventuras de la partitura o en el atractivo de las nuevas técnicas de producción; su irradiación al lugar de la ejecución y la audición es por lo general débil. Esto lo confirma también el hecho de que, para la nueva música moderna, el criterio del placer inmediato queda casi completamente anulado. Este es reemplazado por el reconocimiento técnico y la apreciación del oficio: vagos sentimientos del nivel alcanzado y aplauso indirecto. Esto ha hecho que la nueva música se haya desconectado en gran medida del público fiel y busque el aislamiento y el perfeccionismo. Mientras que, desde hace una o dos generaciones, ya no es aplicable a los pintores, escultores y escritores la parábola de Kafka del artista del hambre, su significado todavía se mantiene entre los compositores de la modernidad.

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