Flynn Berry - En la tormenta

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Como si Elena Ferrante hubiera escrito
Broadchurch. Cuando Nora se baja del tren para visitar a su hermana Rachel, lo último que espera es descubrir el cadáver de esta en el salón de su casa familiar, víctima de un brutal asesinato. Muy pronto, en medio de la investigación policíaca que rodea al crimen, Nora se sumirá en una espiral de angustia y temor, como si los secretos del pasado hubieran despertado. El miedo de Nora se transforma en una obsesión implacable: encontrar al asesino de su hermana, aunque eso suponga poner en riesgo su propia vida y no distinguir la verdad de la mentira.Flynn Berry nos regala una narración de tono perfecto, un
thriller literario de suspense psicológico y un personaje inolvidable, Nora, que transita entre heroína y víctima e inocente y culpable. Ganadora del premio Edgar Award a la mejor novela debut. Mejor Libro del Año según
The Atlantic. Top diez mejores libros de misterio según
The Washington Post. "Un emocionante thriller para fans de
La chica del tren y de
Perdida: de lectura compulsiva y escrito por una nueva y original voz. Bajo la tensión de la historia palpita una autora de primera categoría (…) Sus frases precisas recuerdan la meticulosidad narrativa de Hitchock." The New York Times Book Review"Un estudio psicológico estremecedor sobre el dolor, la paranoia y los recuerdos; un retrato inteligente de una compleja relación entre dos hermanas; y más que todo eso, un misterio y un asesinato por resolver (…) Berry aborda grandes temas, como el poder y la sumisión de las mujeres y los convierte en una historia emocionante y tensa. No hay un ápice de pedantería en la inteligente y habilidosa narración que construye la autora." The Atlantic"Exquisitamente preciso e intenso (…) Hay notas de
Rebeca, el clásico de Daphne du Maurier, pero (…) En la tormenta es un thriller psicológico soberbio, y se merece ser elogiado por su excelente y original singularidad." The Washington Post"La trama te envuelve desde la primera línea. La prosa de Berry es libre y mordaz." The Huffington Post"Flynn Berry enlaza el tema de la violencia contra las mujeres, las trampas de la memoria y lo hace con más literatura que Paula Hawkins y cien veces más intriga (…) Una historia perfectamente pulida de prosa cuidadosa, con una interesante y helada desesperación en su esqueleto." USA Today"Una novela atmosférica que se lee de un tirón, escrita por una narradora de raza". Rosamund Lupton, autora de
Hermana"Un thriller psicológico literario (…) La lectura imperdible de la temporada." Elle"Obsesión y memoria, furia y reproches recorren este atmosférico debut que lleva más allá el suspense psicológico." Library Journal"Un debut de primer nivel (…) Berry logra que la víctima cobre vida en las páginas de su novela sin sacrificar la pérdida y la tristeza de los que deja tras de sí." Kirkus"Los lectores disfrutarán del enigma que la muerte de Nora presenta, pero los que piensen que han descubierto quién es el asesino van a llevarse una sorpresa (…) Un debut magnífico." Publishers Weekly

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Lo primero que veo es al perro. Está ahorcado, colgado de su correa desde lo alto de las escaleras. La cuerda cruje mientras el perro gira lentamente. Sé que es algo horrible, pero también es impresionante. «¿Cómo has hecho eso?», me pregunto.

La correa está enrollada en un balaustre de la barandilla. Debe de haberse enredado y caído, ahorcándose. Pero hay sangre en el suelo y en las paredes.

Estoy hiperventilando, aunque todo a mi alrededor está tranquilo y en silencio. Tengo que hacer algo urgentemente, pero no sé qué. No llamo a Rachel.

Subo las escaleras. Hay un rastro de sangre en la pared justo por debajo de mi hombro, como si alguien se hubiera apoyado en ella mientras subía. Donde termina el rastro, hay huellas de manos de color rojo en el escalón siguiente, y en el siguiente, y luego en el rellano.

En el pasillo del primer piso las manchas se vuelven caóticas. No veo huellas de manos. Parece como si alguien se hubiera arrastrado, o hubiera sido arrastrado. Me quedo mirando las manchas y, entonces, después de un rato, bajo la vista al pasillo.

Oigo mis propios sollozos mientras me arrastro hacia ella. La parte delantera de su camisa está negra y húmeda, y la levanto suavemente apoyándola en mi regazo. Le coloco la mano en el cuello y trato de encontrarle el pulso; luego acerco la oreja a su rostro para oír su respiración. Le rozo la nariz con la mejilla y un escalofrío me baja por la nuca. Le hago el boca a boca, pero entonces, me detengo. Puede que le haga incluso más daño.

Apoyo la frente contra la suya y el pasillo se oscurece. Mi aliento deambula por su piel y su pelo. El pasillo se cierra a nuestro alrededor.

Mi teléfono nunca tiene cobertura en su casa. Tengo que salir para llamar a una ambulancia. No puedo dejarla, pero bajo torpemente por las escaleras y salgo de la vivienda.

Nada más colgar, ya no recuerdo lo que he dicho. No se ve a nadie en ninguna dirección, solo las casas de los vecinos y la montaña tras ellas, y en medio del silencio me parece oír el mar. El cielo se enturbia y alzo la vista. Me llevo las manos a la cabeza. Los oídos me pitan como si alguien gritara muy fuerte.

Espero a que Rachel aparezca por la puerta, con cara de confusión y agotamiento, mirándome fijamente a los ojos. Me paro a escuchar, esperando oír sus pasos suaves, cuando oigo las sirenas.

Tiene que bajar antes de que llegue la ambulancia. Todo habrá acabado cuando alguien más la vea. Le ruego que baje. La sirena se escucha cada vez más fuerte y mis orejas se alzan y se alejan de la mandíbula, como si estuviese sonriendo. Fijo la vista en la puerta y la espero.

Y, entonces, la ambulancia se hace visible, acelerando por la carretera entre las granjas. Llega a la entrada, la gravilla sale disparada de debajo de las ruedas y, cuando las puertas se abren y los técnicos de emergencias corren hacia mí, no puedo hablar. Una mujer entra en la casa y, luego, un hombre me pregunta si estoy herida. Miro hacia abajo y veo que tengo la camiseta manchada de sangre. Como no contesto, empieza a examinarme.

Me aparto de él y corro escaleras arriba tras la mujer. El rostro de Rachel mira hacia el techo. Su pelo oscuro se encharca en el suelo y tiene los brazos a los costados. Le veo los pies, embutidos en unos gruesos calcetines de lana. Quiero rodear a la mujer y apretarlos entre mis manos.

La técnica de emergencias coloca el dedo en el cuello de Rachel y, luego, toca el mismo punto de su propio cuello, bajo la mandíbula. No la oigo, porque estoy haciendo ruidos. Me ayuda a bajar las escaleras. Abre las puertas de la ambulancia, me sienta en la plataforma y me pone una manta térmica sobre los hombros. Mi camiseta húmeda se enfría y la tela se me pega al estómago. Me castañetean los dientes. La mujer enciende un calefactor y el calor invade la ambulancia y me calienta la espalda, hasta que el vapor se pierde por culpa del aire frío.

Pronto, llegan coches patrulla, y los policías enfundados en uniformes negros se agrupan en la carretera y suben por el jardín. Los miro; mi mirada salta del rostro de uno al del siguiente a la velocidad de un rayo. Del cinturón de alguien se escapan unos crujidos estáticos. Espero a que uno sonría y confiese que todo es una broma. Un agente clava un poste en la tierra y coloca una cinta delante de la puerta, que se queda rebotando en el aire.

Empiezo a ver borroso y, de repente, todo desaparece por completo. Estoy muy cansada. Trato de observar a la policía para contarle luego a Rachel lo ocurrido.

El cielo se vuelve espuma, como si la cresta de una gran ola invisible se nos echara encima. «¿Quién te ha hecho esto?», me pregunto; pero eso no es lo importante, lo importante es que vuelvas. En la casa del otro lado de la carretera, el granero donde normalmente aparcan está vacío. Un profesor de Oxford vive allí. «El granjero caballero», lo llama Rachel. Tras la casa del profesor, la cresta de la montaña es prácticamente un acantilado vertical, con caminos empinados tallados en la piedra. Miro la cresta hasta que parece que se desprende y comienza a acercarse.

Nadie entra en la casa. Todos esperan a alguien. El agente que ha colocado la cinta en la puerta está de pie, delante, custodiando la entrada. En el prado junto a la casa del profesor, una mujer monta a caballo. Su casita de campo se encuentra detrás del prado, al pie de la cresta. El caballo y la jinete galopan trazando un gran círculo bajo un cielo cada vez más oscuro.

La mujer se inclina hacia delante por el viento y me pregunto si ve algo: la casa, la ambulancia, los policías de uniforme de pie en el jardín.

Una puerta se cierra de golpe en el acceso a la casa y un hombre y una mujer caminan por la gravilla. Todo el mundo observa a la pareja mientras avanzan por la colina. Ambos llevan abrigos de color tostado y las manos en los bolsillos. Los bajos de las prendas ondulan a su paso. Tienen la mirada fija en la casa; entonces, la mujer mira en mi dirección y nuestros ojos se encuentran. El gélido viento me abofetea. La mujer levanta la cinta y entra en la casa. Cierro los ojos. Oigo pasos que se aproximan por la gravilla. El hombre se pone en cuclillas a mi lado. Espera.

Unos colores se mueven tras mis párpados. Pronto volverá el negro y, entonces, oiré el suspiro de los olmos por encima de mí. Si bajo las escaleras, veré nuestros platos en el fregadero y sobre los fogones. Los restos de polenta que se han secado en el fondo de la olla. Las cáscaras de castaña que hay sobre la encimera, abandonadas donde las hemos pelado mientras nos quemábamos los dedos.

Si voy a su habitación, veré las sombras de los olmos plantados al sur parpadeando sobre los tablones. El perro estará dormido, despatarrado bajo la cama, lo bastante cerca como para que Rachel deje caer el brazo por el borde de la cama y lo acaricie. Y veré a Rachel, dormida.

Abro los ojos.

Capítulo 2

El hombre en cuclillas junto a mí me saluda. Se sostiene la corbata contra el estómago. Tras él, el viento alisa la hierba en la colina.

—Hola, Nora —dice. Me pregunto si nos conocemos. No recuerdo haberle dicho mi nombre a nadie. Debía de conocer a Rachel. Tiene la cara grande y cuadrada y los ojos caídos; intento situarlo en algún evento del pueblo, la noche de la fogata o la recaudación de fondos de los bomberos—. Inspector Moretti. Soy de la comisaría de Abingdon.

Qué shock. Nunca conoció a Rachel, en su pueblo no hay inspectores de homicidios. Para poner una queja seria lo más probable es que tengas que ir a Oxford o a Abingdon. Recorremos el camino de la entrada y dos mujeres con trajes de forense pasan junto a nosotros y entran en la casa.

Mientras nos alejamos en el coche, no puedo respirar. Miro por la ventanilla la hilera de plátanos que pasan como un destello. Habría pensado que sería como un sueño, pero no es así. El hombre que conduce a mi lado es real, el paisaje que se ve por la ventana es real, y la humedad que me pega la camiseta al estómago, y los pensamientos enmarañados en mi cabeza.

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