No hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre la pretendida neutralidad científica de esta teorización positivista. Estamos ante una generación de juristas alemanes demasiado empeñados en convencer, y convencerse, de que el autoritarismo del II Reich germano es una forma tan moderna y racional, tan constitucional, como lo es, por ejemplo, el parlamentarismo británico.79
Echemos un breve vistazo a los conceptos de Constitución que predominan entre 1860 y 1950.80
Para muchos autores, sino la mayoría, la respuesta sobre eventuales contenidos constitucionales necesarios será categóricamente negativa. La Constitución se definirá por ser la decisión fundamental del soberano. Desde esta perspectiva, nadie podría definir, desde antes o desde afuera, cuáles han de ser esos mandatos soberanos. A la Constitución se la reconocerá, por tanto, por la fuerza jerárquica y/o rigidez de las órdenes en ella contenidas, independientemente de los contenidos que se asuman o escojan. Será Constitución, en cinco palabras, lo que el constituyente quiera. Breve o extensa; con o sin catálogo de derechos; con más o menos concentración de poder; la Carta Fundamental es la ley suprema sobre el territorio. Es el hecho de ser la obra del constituyente, con el peso jurídico-político anexo, lo que le da al documento llamado Constitución su calidad de tal.
Existen otros autores que, aun cuando relevan el hecho de que la Constitución sea esencialmente una determinación del constituyente, se ocupan de precisar que esta es una decisión sobre cuestiones centrales. El autor más representativo de esta mirada es el profesor Carl Schmitt, quien reserva, entonces, el término “Constitución” como algo distinto a leyes constitucionales, a la decisión de conjunto sobre modo y forma de la unidad política.81 Como es obvio, sin embargo, Schmitt rechazaría la idea según la cual el constituyente se encuentra obligado a tomar una decisión en un sentido determinado a priori por el constitucionalismo.
En un tercer grupo se ubican aquellos especialistas que, considerando que la Constitución se define por cumplir una cierta función en el sistema jurídico, no dudan en exigir de las cartas fundamentales la inclusión de aquellos principios y mecanismos indispensables para que tal función sea cumplida. Así, y en la medida en que para Hans Kelsen, por ejemplo, la Constitución es la cúspide de la pirámide normativa interna de un Estado y su función es determinar los modos de creación y modificación del Derecho, de ello se deriva lógicamente que dicho documento debe regular la producción jurídica. Solo serán válidas para el territorio respectivo, entonces, aquellas normas que han sido generadas de acuerdo con los procedimientos establecidos en la Constitución. De esta caracterización kelseniana se desprende, entonces, que las constituciones, para poder responder a su razón de ser, deben, como mínimo esencial, definir los mecanismos a través de los cuales se aprueban las leyes, se dictan los decretos y se expiden los fallos judiciales.
Por lo que se ha venido señalando, es evidente que las nociones formales o funcionales de una Constitución fueron hegemónicas durante la primera mitad del siglo XX. Vendría, sin embargo, una reacción.
Retorno a la sustancia
Los horrores de los totalitarismos fascistas y comunistas despertarán la conciencia de la humanidad. Surgirá con fuerza un movimiento internacional de los derechos humanos. Y se revalorizarán los fundamentos morales y culturales de una política democrática, sin la cual ningún derecho está seguro. En este terreno, debe destacarse, muy especialmente, el aporte de Hannah Arendt.
Tanto Hitler como Mussolini como Stalin intentaron revestir el ejercicio brutal del poder total con algún tipo de ropaje jurídico. De hecho, estos tres tiranos decían actuar de acuerdo con la Constitución de sus países. Hitler invocaba una Ley de Poderes Totales otorgada por el Reichstag. Mussolini aparentaba ceñirse al Estatuto Albertino de 1848. Stalin, que asume bajo el imperio de la Constitución de 1924, impone luego la Constitución de 1936.
Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Karl Lowenstein, notable estudioso de las instituciones democráticas, y autor de una síntesis entre la teoría del Estado germana y la entonces naciente ciencia política norteamericana, toma nota del secuestro de la palabra “constitución”: “Cada vez con más frecuencia, la técnica de la Constitución escrita es usada conscientemente para camuflar regímenes autoritarios y totalitarios. En muchos casos, la Constitución escrita no es más que un cómodo disfraz para la instalación de una concentración del poder en manos de un detentador único. La Constitución ha quedado privada de su intrínseco Telos: institucionalizar la distribución del ejercicio del poder político”.82
Teniendo en cuenta el proceso descrito, Lowenstein propuso un nuevo intento de clasificación: a aquellos documentos que se sirven de las formas y el lenguaje del constitucionalismo para vestir una estructura autoritaria del poder los llamó Constituciones semánticas. A los documentos cuyos contenidos satisfacen las exigencias sustantivas del constitucionalismo pero que, sin embargo, no tienen eficacia real los llamó Constituciones nominales. Reservó, en fin, el nombre de Constituciones normativas para aquellos textos que, junto con abrazar las definiciones de contenido del constitucionalismo, logran, además, imperar eficazmente sobre un territorio.
Escribiendo en 1977, Georges Burdeau da cuenta de dos conceptos de Constitución. Uno, que él llama neutro u objetivo, refiere a las reglas relativas a la designación de los gobernantes, y a la organización y funcionamiento del poder político, y se predica de todo Estado, independientemente de su carácter absolutista o liberal, autoritario o democrático. El otro concepto, políticamente comprometido, e imbuido por la doctrina revolucionaria de 1789, asimila la Constitución con aquella “cierta forma de organización política que garantiza las libertades individuales trazando unos límites a la actividad de los gobernantes”.83
Aun cuando Burdeau parece inclinarse por la noción políticamente neutra de Constitución, acusando a la otra visión de mantener voluntariamente un equívoco, me parece interesante que todavía recuerde la noción sustancial.
Diez años después, en 1987, Giovanni Sartori, otro importante estudioso de la democracia, reclamaba contra este empleo indiscriminado de la palabra “constitución”. Sobre la base del estudio histórico, prueba que esta palabra nace ligada, esencialmente, a la idea de la limitación del poder. Y así se entendió, dice él, durante ciento treinta años (entre 1776 y 1920, aproximadamente). Advierte, sin embargo, que un uso formal o neutro, sustentado por el positivismo y pretendidamente validado por precedentes aristotélicos y romanos, ha tendido, en los últimos noventa años, a fagocitar el significado de garantía. “Y es aquí en donde yo me rebelo”, señala Sartori.84
Yo también me rebelo. Si de mí dependiera, me encantaría poder rebautizar como “instrumentos de gobierno” a todas aquellas pretendidas constituciones contemporáneas que no hacen otra cosa que asegurar la posición de quienes detentan el poder. Reconociendo que parece improbable un retorno universal al lenguaje sustantivo, lo menos que se puede hacer, sin embargo, es desenmascarar, desde el constitucionalismo, a estas seudoconstituciones.
Adhiero, en lo personal, entonces, a la visión sustancial y teleológica de Constitución. Siguiendo a Karl Lowenstein, concibo a la Carta Fundamental como una Ley Fundamental/Pacto Político que, imperando eficazmente sobre un territorio, tiene por objeto limitar el poder político estatal, servir de cauce a la acción política del Pueblo y proteger los derechos fundamentales de todas las personas.
Читать дальше