Christophe Galfard - El universo en tu mano

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No estás solo en el universo.
Y no estás solo en este viaje por el universo.
Estás tumbado mirando el cielo en una playa cuando alguien te coge de la mano.
Te guía en una odisea alucinante hasta los agujeros negros, las galaxias más lejanas y el inicio mismo del cosmos.
Abandonas tu cuerpo y te desplazas a velocidades imposibles, te introduces en un núcleo atómico,
viajas en el tiempo, entras en el Sol.
No es que te expliquen el universo. Es que lo tocas.
No es que por fin entiendas el universo.
Lo tienes en tu mano.
****
Christophe Galfard, el mejor discípulo de Stephen Hawking, es uno de los divulgadores científicos más renombrados del planeta. «El universo en tu mano» ha recibido el premio al mejor libro de ciencia de 2015 en Francia, donde lleva vendidos más de 50.000 ejemplares.

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Si se produjese hoy una colisión de ese calibre sería más que suficiente para erradicar toda forma de vida de la Tierra. En aquel entonces, sin embargo, nuestra Tierra estaba vacía, y se hace raro pensar que sin aquella catastrófica colisión no tendríamos una Luna que iluminase la noche, ni mareas significativas, y la vida, tal y como la conocemos, no existiría en el planeta. Cuando el azul de la Tierra aparece ante ti en el horizonte lunar, comprendes que los acontecimientos catastróficos a escala cósmica pueden ser para bien, y no solo una calamidad.

Visto desde aquí, tu planeta natal tiene el tamaño de cuatro lunas llenas puestas una al lado de la otra. Una perla azul recortada sobre un fondo negro y salpicado de estrellas.

Comprobar la verdadera magnitud de nuestro mundo en el contexto espacial es, y será siempre, un ejercicio de humildad.

Mientras caminas un ratito más por la superficie lunar y ves nuestro planeta asomar en el horizonte, tienes muy claro que harás bien en no fiarte de la calma aparente, aunque todo parezca tranquilo y seguro. Aquí, el tiempo tiene un significado distinto: los eones continúan con su avance y la violencia del universo parece inevitable. Los cráteres que salpican la superficie de la Luna son un buen recordatorio de ello. Cientos de miles de peñascos del tamaño de montañas deben de haberla azotado a lo largo de la eternidad. Y también la Tierra tiene que haber recibido impactos parecidos, pero las heridas de nuestro planeta han sanado porque nuestro mundo está vivo y oculta su pasado bajo los cambios constantes que se producen en su suelo.

Aun así, en un universo semejante, presientes de manera repentina que tu mundo natal, pese a toda su capacidad de recuperación, es frágil, casi indefenso...

Casi.

Pero no del todo. Ahora nos tiene a nosotros. Te tiene a ti.

Colisiones como la que produjo la aparición de la Luna son, en términos generales, cosa del pasado. Hoy no hay planetas desbocados que amenacen nuestro mundo, solo asteroides sueltos y cometas, y, en parte, la Luna nos protege de esas amenazas, y también nos sirve de escudo. El peligro, sin embargo, acecha por doquier y, mientras observas la azulada esfera de la Tierra suspendida en la oscuridad del espacio, a tu espalda aparece una bola de luz extraordinariamente brillante.

Te das la vuelta y topas con una estrella, el objeto más luminoso y violento de cuantos pueden encontrarse cerca de nuestro planeta natal.

Lo hemos bautizado con el nombre de Sol.

Se encuentra a 150 millones de kilómetros de nuestro mundo.

Es la fuente de toda nuestra energía.

Y a medida que tu mente se ve obnubilada por la ingente luz que emana de este extraordinario farol cósmico, dejas atrás la Luna y empiezas a volar hacia él, hacia nuestra estrella local, el Sol, para descubrir por qué resplandece.

3

El Sol

Si el ser humano fuera capaz, de una manera u otra, de captar toda la energía que el Sol irradia en un segundo, sería suficiente para sostener las necesidades de todo el planeta durante los próximos 500 millones de años.

A medida que te acercas volando a nuestro astro, sin embargo, te das cuenta de que el Sol no es tan grande como el que viste 5.000 millones de años en el futuro, cuando llegaba a su fin. Aun así, es muy grande. Para ponerlo en perspectiva, si el Sol fuera del tamaño de una sandía grandota, la Tierra estaría a unos 43 metros de distancia y necesitarías una lupa para verla.

Has llegado a unos pocos miles de kilómetros de la superficie solar. A tu espalda, la Tierra apenas se distingue como un puntito luminoso. Frente a ti, el Sol ocupa la mitad del firmamento. Por todas partes estallan burbujas de plasma. Miles de millones de toneladas de materia a temperaturas inimaginables salen despedidas ante tus ojos y atraviesan tu cuerpo etéreo, mientras sobre el campo magnético del Sol aparecen gigantescos bucles aparentemente aleatorios. Es una escena extraordinaria, cuando menos, y, enardecido por tanta energía, te preguntas qué es lo que le falta a la Tierra para ser tan especial como el Sol. ¿Qué hace de una estrella una estrella? ¿De dónde nace su energía? ¿Y por qué diantres tiene que extinguirse antes o después?

Para dar respuesta a estas preguntas, te diriges al lugar más inhóspito que pueda imaginarse: el centro del Sol, a más de medio millón de kilómetros bajo su superficie. A modo de comparación, la distancia que separa la corteza terrestre del núcleo es de 6.500 kilómetros.

Mientras te zambulles de cabeza en este horno abrasador, recuerdas que toda la materia que respiramos, vemos, tocamos, percibimos o detectamos, incluida la materia que contiene tu cuerpo, está hecha de átomos. Los átomos son las piezas con las que se construye todo. Son los ladrillos de Lego de nuestro entorno, por decirlo así. A diferencia de los Lego, sin embargo, los átomos no son rectangulares. Son más bien redondeados y consisten en un núcleo denso y con forma de balón en torno al cual giran los diminutos y lejanos electrones. Sin embargo, los átomos sí que se parecen a las piezas de Lego en que es posible clasificarlos por tamaños. El más diminuto ha sido bautizado como hidrógeno. Al segundo de menor tamaño se le llama helio. El conjunto de esos dos átomos constituye aproximadamente el 98 por ciento de toda la materia de la que tenemos noticia en el universo conocido. Es mucho, desde luego, pero también una proporción menor de lo que fue en el pasado. Se cree que hace unos 13.800 millones de años esos dos átomos sumaban casi el ciento por ciento de toda la materia conocida. El nitrógeno, el carbono, el oxígeno y la plata son ejemplos de átomos que existen hoy y no son ni hidrógeno ni helio. Es decir, tienen que haber aparecido en una fecha posterior. ¿Cómo? Es lo que vas a descubrir ahora.

Te zambulles más y más en el interior de Sol: las temperaturas aumentan hasta alcanzar cotas inimaginables. Una vez en el núcleo, nos ponemos ya en los 16 millones de grados centígrados. Puede que más. Y aquí abundan los átomos de hidrógeno por todas partes, aunque la energía circundante los ha despojado de todo: han perdido sus electrones y solo perviven los núcleos desnudos. La inmensa presión y el peso que la estrella ejerce sobre su propio centro hacen que esos núcleos estén apretadísimos y no tengan apenas espacio ni libertad para moverse. En lugar de ello, se ven obligados a fundirse unos con otros para formar núcleos de mayor tamaño. Lo ves suceder ante tus propios ojos: una reacción de fusión termonuclear , es decir, la creación de núcleos atómicos grandes a partir de otros más pequeños.

Una vez formados, y a medida que se alejan de la caldera en la que nacieron, esos pesados núcleos van combinándose con los electrones sueltos y libres que les fueron arrebatados a los núcleos de hidrógeno y forman átomos nuevos y más pesados: nitrógeno, carbono, oxígeno, plata...

Para que se produzca una reacción de fusión termonuclear (es decir, la formación de átomos grandes a partir de otros más pequeños) es necesaria una cantidad desorbitada de energía, que en este caso la aporta la aplastante gravedad del Sol, que lo atrae todo hacia su núcleo y lo comprime hasta límites insólitos. Una reacción semejante no puede producirse de manera natural en la Tierra, ni en su superficie ni en su interior. Nuestro planeta es demasiado pequeño y no lo suficientemente denso, por lo que su gravedad no es capaz de hacer que el núcleo alcance las temperaturas y presiones necesarias para desencadenar una reacción semejante. Esa es, por definición, la principal diferencia entre una estrella y un planeta. Ambos son objetos cósmicos aproximadamente esféricos, pero los planetas son, en términos generales, cuerpos pequeños con núcleos rocosos que en ocasiones están rodeados de gases. Las estrellas, en cambio, pueden considerarse como unas inmensas centrales de fusión termonuclear. Su energía gravitatoria es tal que por su misma naturaleza están obligadas a forjar materia en su interior. Todos los átomos pesados que componen la Tierra, todos los átomos necesarios para la vida, los átomos mismos que componen tu cuerpo, fueron forjados en lo más profundo de una estrella. Cuando respiras, es lo que inhalas. Cuando tocas tu piel, o la de otra persona, estás tocando polvo de estrellas. Te preguntabas antes por qué las estrellas como el Sol tienen que morir y explotar al final de su existencia, y aquí tienes la respuesta: sin esos finales, solo existiría el hidrógeno y el helio. La materia de la que estamos hechos se encontraría prisionera para siempre en el interior de estrellas eternas. La Tierra no habría existido. La vida, tal y como la conocemos, nunca se habría producido.

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