Al viajar por nuestro universo descubrirás en qué consiste la gravedad, y cómo interactúan entre sí los átomos y las partículas sin llegar a tocarse nunca. Descubrirás que nuestro universo está hecho, sobre todo, de misterios, y que estos han llevado a la introducción de nuevos tipos de materia y energía.
Y luego, una vez que hayas visto todo lo que se conoce, saltarás a lo desconocido y verás en qué trabajan algunos de los más brillantes físicos teóricos de la actualidad para explicar las extrañísimas realidades de las que al parecer formamos parte. Se hablará de universos paralelos, multiversos y dimensiones extra. Después de eso, probablemente en tus ojos refulgirá el brillo del conocimiento y la sabiduría que la humanidad lleva milenios reuniendo y puliendo. Eso sí, debes estar preparado para ello. Los descubrimientos de las últimas décadas han cambiado todo lo que considerábamos que era cierto: nuestro universo no solo es inimaginablemente más extenso de lo que creíamos, sino que también es inmensamente más hermoso de lo que ninguno de nuestros antepasados supuso jamás. Y ya que estamos, ahí va otra buena noticia: haber sido capaces de deducir tantas cosas nos hace a los humanos diferentes de todas las formas de vida que han pasado por la Tierra. Y eso no es malo, porque la mayoría de las formas de vida que ha conocido el planeta se han extinguido. Los dinosaurios dominaron la superficie terrestre durante unos 200 millones de años, mientras que nosotros no sumamos más que unos pocos centenares de milenios. Los dinosaurios tuvieron tiempo de sobra para analizar su entorno e inferir unas cuantas cosas. No lo hicieron, y así les fue. Hoy, los humanos tienen al menos alguna esperanza de detectar la amenaza de un asteroide con la suficiente anticipación como para intentar desviarlo. Es decir, tenemos poderes que ellos no tenían. Puede que no sea justo expresarlo en estos términos, pero sabiendo lo que conocemos ahora se puede relacionar la extinción de los dinosaurios con su desconocimiento de la física teórica.
Sin embargo, tú de momento sigues en la playa y tienes todavía muy presente el recuerdo del Sol moribundo. Aún no sabes gran cosa y, si somos sinceros, los puntitos titilantes que tachonan la noche parecen completamente ajenos a tu existencia. La vida y la muerte de las especies terrestres no les afectan en absoluto. Parece que el tiempo, en el espacio exterior, funciona en escalas que tu cuerpo no es capaz de asimilar. Para esos dioses distantes y relucientes, el conjunto de la existencia de una especie en la Tierra dura apenas lo que un chasquido con los dedos...
Hace trescientos años, uno de los científicos más famosos y eminentes de cuantos han vivido —Isaac Newton, el hombre que desde la Universidad de Cambridge nos trajo la gravedad— pensaba ya en estos términos a propósito del tiempo: para él, existía el tiempo de los humanos, que todos percibimos y que medimos con nuestros relojes, y luego estaba el tiempo de Dios, que es instantáneo y no fluye. Desde el punto de vista del Dios de Newton, la línea infinita del tiempo humano, que se extiende hacia atrás y hacia delante hasta el infinito, no es más que un instante. Puede verlo todo en todo momento.
No obstante, tú no eres Dios, y mientras observas las estrellas y una amiga te sirve una bebida, la inmensidad de la tarea a la que debes hacer frente empieza a parecerte abrumadora. Todo está demasiado lejos, y es demasiado grande, y demasiado extraño... ¿Por dónde empezar? No eres un físico teórico... pero tampoco eres de los que se rinden sin más. Tienes ojos, y eres de natural curioso, así que te tumbas en la arena y empiezas a concentrarte en lo que puedes ver.
El cielo es, en su mayor parte, oscuridad.
Y hay estrellas.
Y entre una estrella y otra eres capaz de percibir a simple vista una tenue franja que reluce muy débilmente con una luz blanquecina.
Sea esa luz lo que sea, sabes que se conoce esa franja como la Vía Láctea. Su anchura da la impresión de ser unas diez veces la de la luna llena. De niño la miraste muchas veces, pero últimamente no la has contemplado tanto. Ahora que te fijas en ella, te parece tan evidente que piensas que tus antepasados tienen que haberla conocido desde siempre. No te equivocas. Resulta irónico que ahora, tras tantos siglos durante los cuales hombres y mujeres han debatido acerca de su naturaleza, sepamos por fin de qué se trata... Justo cuando la contaminación lumínica hace que sea invisible en la mayoría de los espacios habitados.
Desde tu isla tropical, sin embargo, su presencia es abrumadora y, a medida que la Tierra gira y la noche avanza, la Vía Láctea se mueve por el cielo de este a oeste, como el Sol durante el día.
La posibilidad de que el futuro de la humanidad esté ahí fuera, en algún lugar más allá del firmamento terrestre, empieza a aparecerse ante ti como una posibilidad real, que además resulta fascinante. Te concentras y piensas si es posible ver todo cuanto hay en el universo a simple vista. Pero luego niegas con la cabeza. Sabes que el Sol, la Luna, algunos planetas como Venus, Marte o Júpiter, varios cientos de estrellas *y esa mortecina cinta de polvillo blancuzco que llamamos la Vía Láctea no es el conjunto de cuanto existe. Hay misterios ocultos allí arriba, invisibles a nuestros ojos, más allá de las estrellas, misterios que esperan a ser desentrañados... Si pudieras explorarlo todo, ¿qué harías? Empezarías en las inmediaciones de la Tierra, claro, pero luego... saldrías disparado e irías tan lejos como fuera posible. Y de repente... ¡tu mente obedece!
Pese a que parece increíble, tu mente empieza a alejarse de tu cuerpo y asciende hacia las estrellas.
Te invade el vértigo a medida que tu cuerpo, y la isla sobre la que está tumbado, se alejan rápidamente de ti. Tu mente, que ha adoptado etéreamente tu silueta, asciende hacia el este. No tienes ni idea de cómo puede ser posible, pero aquí estás, a una altitud superior a la de la más alta de las montañas. Ante ti aparece una Luna muy roja, suspendida en un horizonte muy lejano, y en menos tiempo del que se tarda en decirlo te encuentras fuera de la atmósfera terrestre, mientras recorres a toda velocidad los 380.000 kilómetros que separan nuestro planeta de nuestro único satélite natural. Desde el espacio, la Luna parece tan blanca como el Sol.
Tu viaje a través del conocimiento acaba de empezar.
Has llegado a la Luna, algo que solo una docena de humanos ha conseguido antes que tú. Tu cuerpo espectral camina sobre su superficie. La Tierra ha desaparecido tras el horizonte lunar. Estás en lo que se ha dado en llamar su cara oscura, la que nunca ve la Tierra. No hay cielos azules ni sopla el viento, y no solo ves muchas más estrellas encima de tu cabeza de las que jamás podrías ver desde cualquier punto de nuestro planeta: además, ninguna parpadea. Y eso se debe a que la Luna no tiene atmósfera. Allí, el espacio comienza un milímetro por encima de su superficie. No hay climatología que borre las cicatrices que surcan el terreno. Por todas partes se ven cráteres, recuerdos congelados en el tiempo de lo que impactó en el pasado contra este suelo baldío.
Mientras emprendes el camino hacia la cara de la Luna visible desde la Tierra, la historia de su génesis aparece como por arte de magia en tu inquisitiva mente y tú, anonadado, solo puedes contemplar el suelo bajo tus pies.
¡Cuánta violencia!
Hace aproximadamente 4.000 millones de años, nuestro entonces joven planeta sufrió el impacto de otro planeta del tamaño de Marte que arrancó un trozo considerable de su masa y la lanzó al espacio. A lo largo de los milenios siguientes, los escombros de aquella colisión fueron compactándose en una única esfera que orbitaba en torno a nuestro mundo. El resultado de ese proceso fue la Luna sobre la que ahora estás plantado.
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