Es al caer la noche, sobre todo, cuando la luna es menguante y deforme, cuando veo al ser. Probé la morfina, pero la droga ha resultado ser solamente una solución fugaz y me ha apresado entre sus talones como esclavo sin perspectiva de escape. Así que voy a dar fin a todo, habiendo transcrito una narración completa para el conocimiento o la soberbia diversión de mis colegas. Constantemente me pregunto si no habrá sido todo una fantasía... simplemente un monstruo de la calentura sufrida mientras yacía preso de la insolación y enajenado en el bote sin techo, tras mi escape del buque de guerra alemán. Eso me digo a mí mismo, pero siempre llega una horripilante y corpórea imagen a manera de respuesta. No puedo recordar el profundo mar sin sufrir escalofríos por los seres indescriptibles que puede que en este mismo momento estén arrastrándose y removiéndose en sus fondos pantanosos, adorando antiquísimos ídolos de piedra y cincelando sus propias y odiosas imágenes en obeliscos acuáticos de granito húmedo. Espero la hora en que surjan de entre las olas y hundir entre sus garras a los restos de una raza humana sin fuerza y menoscabada por las guerras... el momento en que la tierra se hunda y el tenebroso lecho marino se alce entre el caos general.
Se acerca el fin. Escucho algunos ruidos un poco más allá de la puerta, parece que un cuerpo gigante se enfrentara a ella, pero no podrá llegar hasta mí. ¡No! ¡la mano! ¡La ventana! ¡La ventana!
Dagon: escrito entre 1917 y 1919. Publicado en 1919.
La maldición que cayó sobre Sarnath14
Hace diez mil años la poderosa ciudad de Sarnath se alzaba en las orillas un inmenso lago de serenas aguas que no es alimentado por ningún río y que tampoco alimenta río alguno. El lago existe en el territorio de Mnar, pero hoy no hay nada en ese lugar.
Antiguamente, cuando el mundo era joven y ni siquiera los hombres de Sarnath habían llegado a la tierra de Mnar, se dice que a la orilla de aquel lago existía otra ciudad: la ciudad de Ib, tan antigua como el propio lago, construida en piedra gris y habitada por seres que no eran muy agradables de apariencia.
Eran seres extraños y deformes, como pueden ser los seres que pertenecen a un mundo apenas esbozado o que apenas se empieza a modelar torpemente. En Kadatheron, está escrito en los cilindros de arcilla que los habitantes de Ib eran, por su color, tan verdes como el lago y las nieblas que de él se forman, que poseían ojos abultados, labios gruesos y blandos, orejas muy extrañas y que no tenían voz. También está escrito que venían de la luna, de la que bajaron una noche a bordo de una gran nube junto a la ciudad de Ib construida en piedra gris y junto al inmenso lago de serenas aguas. Se sabe, que adoraban a un ídolo tallado en piedra color verdemar que era la representación de Bokrug, el gran reptil acuático, ante el cual celebraban unas espantosas danzas cuando la luna creciente mostraba su doble cuerno. Y en el papiro de Ilarnek está escrito que un día descubrieron el fuego y que desde entonces prendían hogueras para darle mayor esplendor a sus ceremonias. Pero no es mucho lo que hay escrito sobre estos extraños seres pues vivieron en épocas muy antiguas y el hombre es un ser joven y sabe muy poco de quienes vivieron en los tiempos originarios.
Transcurridos muchos miles y miles de años, de miles de eras incontables, el hombre llegó a la tierra de Mnar. Tenía la tez oscura y formaron pueblos de pastores que llegaron con sus ganados y fundaron en las riberas del tortuoso río Ai: Thraa, Ilarnek y Kadatheron. Algunas tribus más osadas que otras, llegaron hasta las orillas del lago y construyeron Sarnath en un lugar donde la tierra estaba abarrotada de metales preciosos. Estas tribus nómadas colocaron las primeras piedras de Sarnath no muy lejos de Ib, la ciudad gris, maravillándose al ver a los extraños habitantes de ese lugar. Pero junto al asombro también surgió el rechazo, pues pensaron que no era deseable que seres con un aspecto tan extraño convivieran en el mundo de los hombres, sobre todo al anochecer. Tampoco les agradaron las raras figuras talladas en los grises monolitos de Ib, ya que no había quien pudiera decir cómo habían sobrevivido esas esculturas hasta la aparición del hombre. La única explicación era que la tierra de Mnar era como un remanso de paz y se encontraba muy alejada de las otras tierras, tanto de las tierras reales como de aquellas que pertenecían al País de los Sueños.
A medida que los hombres de Sarnath iban conociendo mejor a los seres de Ib iba creciendo su rechazo, y a ello contribuyó el descubrimiento de que estos seres eran débiles y de que sus cuerpos eran blandos al contacto de flechas y piedras. Así pues, un día, los jóvenes guerreros, los honderos, los lanceros y los arqueros de Sarnath marcharon sobre Ib y mataron a todos sus habitantes. Luego arrojaron sus extraños cuerpos al lago con ayuda de unas lanzas largas ya que prefirieron no tocarlos. Como también odiaban los grises monolitos esculpidos de Ib, también los arrojaron al lago, a pesar de sentirse maravillados ante el gran trabajo que habría costado mover las grandes piedras con las que estaban construidos. Sin duda estas procedían de regiones muy lejanas, pues en la tierra de Mnar y en los países cercanos no existía ningún tipo de piedra parecida.
Después de eso no quedó nada de la muy antigua ciudad de Ib salvo el ídolo tallado en piedra verdemar que representaba a Bokrug, el gran reptil acuático. Este fue llevado a Sarnath por los jóvenes guerreros como símbolo de su victoria sobre los pobladores de Ib y sus antiguos dioses, también como señal de hegemonía sobre toda la tierra de Mnar. Sin embargo, algo terrible debió suceder durante la noche del día en que Bokrug había sido instalado en el templo, ya que sobre el lago brillaron unas luces fantásticas y en la mañana todos notaron que el ídolo ya no estaba en el templo. El sumo sacerdote Taran-Ish estaba muerto, como fulminado por un terror infinito y antes de morir, el sacerdote trazó con mano insegura el signo de MALDICIÓN sobre el altar de crisolita. Después de Taran-Ish hubo en Sarnath muchos sumos sacerdotes y el ídolo de piedra no apareció nunca más. Así pasaron muchos siglos, durante los cuales Sarnath se convirtió en una ciudad fabulosamente próspera, al punto de que solo los sacerdotes y los muy ancianos recordaban la inscripción que Taran-Ish había trazado en el altar de crisolita. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek surgió una ruta de caravanas, y los metales preciosos de la tierra comenzaron a canjearse por otros metales, por exquisitas vestiduras, por joyas, por libros, por herramientas para los orfebres y por todos tipo de lujosos artificios que podían hallarse en los pueblos que poblaban las riberas del tortuoso río Ai y también más lejos. Y así creció Sarnath, poderosa, sabia y bella, y envió ejércitos invasores que sometieron a las ciudades vecinas y, por fin, en el trono de la ciudad se sentaron reyes que regían toda la tierra de Mnar y, también, muchos países adyacentes.
La magnífica Sarnath era una de las maravillas del mundo y un orgullo de la humanidad. Sus murallas estaban construidas con mármol pulido de las canteras del desierto, tenían una altura de trescientos codos y un ancho de setenta y cinco, por lo que por el camino de ronda podían transitar dos carretas al mismo tiempo.
La longitud de la ciudad era el equivalente a quinientos estadios y rodeaba la ciudad excepto en el área del lago, donde se encontraba un dique de piedra gris contra el que chocaban unas extrañas olas que se alzaban durante la ceremonia que conmemoraba la destrucción de la ciudad de Ib una vez al año. Sarnath tenía cincuenta calles que iban del lago a las puertas de las caravanas, y cincuenta más que iban en dirección perpendicular a las primeras. Todas estaban pavimentadas de ónice, con excepción de aquellas que eran vía de paso para caballos, camellos y elefantes. Estas últimas estaban empedradas con losas de granito y la ciudad tenía tantas puertas como calles que llegaban hasta las murallas. Todas eran de bronce y estaban protegidas por leones y elefantes tallados en una piedra que los hombres de hoy desconocen. Las casas eran de calcedonia y de ladrillo vidriado, todas tenían un hermoso jardín amurallado, además de un cristalino estanque. Estaban construidas muy artísticamente y ninguna otra ciudad tenía casas como esas. Los viajeros que llegaban de Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al contemplar las resplandecientes cúpulas que las cubrían. Pero los palacios, templos y jardines construidos por el antiguo rey Zokkar eran aún más maravillosos. Había muchos palacios, el último era más grande que cualquiera de los que se habían construido en Thraa, Ilarnek o Kadatheron. Sus techos eran tan altos que, a veces, los visitantes se imaginaban que estaban bajo la bóveda del mismo cielo, sin embargo, cuando las lámparas alimentadas con aceites de Dother se encendían, las paredes mostraban inmensas pinturas que representaban grandes ejércitos y reyes con tanto esplendor que quien las observaba sentía un gran asombro y un gran pavor al mismo tiempo. Los palacios poseían muchos pilares, todos eran de mármol veteado y estaban cubiertos de bajorrelieves de una belleza insuperable. En la mayor parte de los palacios, los suelos eran mosaicos realizados con berilio, lapislázuli, sardónice, carbunclo e infinidad de piedras preciosas, dispuestas con tanta belleza que el visitante podía creer que caminaba sobre macizos de flores exóticas. También había fuentes que arrojaban agua perfumada con surtidores instalados con sorprendente habilidad.
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