A través de toda la tierra de Mnar y de los países adyacentes se extendieron los relatos de quienes habían logrado huir de la ciudad de Sarnath. Las caravanas nunca más orientaron su rumbo hacia la ciudad maldita, ni tampoco desearon más sus metales preciosos. Transcurrió mucho tiempo antes de que algún viajero se dirigiese hacia allá y aún en ese momento solo se atrevieron a ir los jóvenes de cabellos rubios y ojos azules más valerosos y aventureros, que no tenían parentesco alguno con los pueblos de Mnar. Es verdad que estos hombres llegaron hasta el lago impulsados por el deseo de conocer la ciudad de Sarnath, pero aunque lograron ver el inmenso lago de aguas tranquilas y la gran Akurión, la roca que se elevaba en la orilla a gran altura sobre ellas, no pudieron observar la que fue maravilla del mundo y orgullo de la humanidad. En el lugar donde antes se habían levantado inmensas murallas de trescientos codos de altura y torres aún más altas, ahora tan solo se extendían riberas pantanosas. Donde antiguamente habían vivido cincuenta millones de hombres, ahora tan solo se arrastraba el detestable reptil acuático. Ni siquiera quedaban las minas de metales preciosos. La MALDICIÓN había caído sobre Sarnath.
Sin embargo, lograron observar un curioso ídolo de piedra verdemar semienterrado entre los juncos, era el antiquísimo ídolo que representaba al gran reptil acuático, Bokrug. Tiempo después, este ídolo fue transportado al gran templo de Ilarnek y fue adorado en toda la tierra de Mnar el día que el doble cuerno de la luna creciente asoma en el cielo.
The Doom that Came to Sarnath: escrito en 1919 y publicado en 1920.
La nave blanca15
Mi nombre es Basil Elton, y soy el guardián del faro de Punta Norte que fue cuidado por mi padre y por mi abuelo antes de hacerlo yo. Alejado de la costa, la torre gris del faro se levanta sobre rocas hundidas que emergen cubiertas de limo al bajar la marea y que se vuelven invisibles cuando la misma sube. Desde hace un siglo, pasan delante de este faro las majestuosas naves que surcan los siete mares. Eran muchas en los tiempos de mi abuelo, no tantas en los tiempos de mi padre, y hoy son tan pocas, que por momentos me siento extrañamente solo, como si yo fuese el último hombre sobre la tierra.
Aquellas grandes embarcaciones de blancas velas venían de costas muy lejanas. De las lejanas costas Orientales donde brilla un sol cálido y dulces fragancias perduran en los alegres templos y en los raros jardines. Mi abuelo era visitado a menudo por viejos capitanes de mar que le contaban estas cosas, que luego él le contaba a mi padre, y que mi padre me contaba a mí cuando el viento del este aullaba misterioso en las largas noches de otoño. Más tarde, cuando todavía era un niño y me entusiasmaba lo prodigioso, yo leí más sobre estas cosas, y sobre otras muchas, en los libros que me regalaron aquellos hombres.
Sin embargo, más asombroso que el saber de los libros y de los ancianos es el saber secreto del océano. El océano nunca está en silencio, es azul, verde, gris, blanco o negro, tranquilo, agitado o montañoso. Toda mi vida lo he visto y escuchado y lo conozco bien. En un principio, solo me narraba historias sencillas acerca de playas serenas y puertos minúsculos, pero con el pasar del tiempo se volvió más amigo y me habló de otras cosas. Eran cosas más extrañas, más lejanas en el tiempo y en el espacio. Muchas veces, en horas de la tarde, los vapores grises del horizonte se abren para permitirme fugaces visiones de las rutas que hay más allá. Otras veces, durante la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes y me han permitido observar las rutas que hay debajo de ellas. Estas visiones eran de las rutas que existieron o pudieron existir, así como de las que aún existen, porque el océano es más antiguo que las montañas y lleva y trae los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca navegaba serena y silenciosamente sobre el mar cuando la luna llena se encontraba muy alta en el cielo. Solía venir del sur, y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, o el viento fuese contrario o favorable, la nave se deslizaba serena y silenciosamente con sus grandes velas distantes y su larga y extraña fila de remos de rítmico movimiento. Una noche logré observar a un hombre de barba y muy ataviado en la cubierta que parecía hacerme señas para que navegara con él rumbo a costas desconocidas. Lo volví a ver muchas veces en las noches de luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La noche en que respondí a su llamado la luna brillaba en todo su esplendor y yo crucé hasta la Nave Blanca por el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas. El hombre que me había llamado dijo unas palabras de bienvenida en una lengua que me era familiar y las horas transcurrieron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos silenciosamente rumbo al misterioso sur que aquella tierna luna llena iluminaba con su esplendor.
Cuando despertó el nuevo día, sonrosado y luminoso, pude ver la verde costa de unas desconocidas tierras lejanas, hermosas y radiantes. Orgullosas terrazas salpicadas de árboles se elevaban desde el mar, entre los que asomaban de un lado y del otro los brillantes tejados y las blancas columnatas de unos exóticos templos. Cuando nos acercábamos a esa exuberante costa, el hombre de barba habló de esa tierra donde moran los sueños y los bellos pensamientos que ocupan a los hombres algunas veces y que luego estos olvidan, la tierra de Zar. Cuando me giré para contemplar las terrazas una vez más, comprobé que lo que decía era cierto, pues entre las visiones que tenía frente a mí había muchas cosas que yo había visto entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y también en las fosforescentes profundidades del océano. Además, había formas y fantasías tan espléndidas, que eran incomparables con ninguna de cuantas yo había conocido, visiones de poetas jóvenes que murieron en la pobreza antes de que ninguna persona supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero, no descendimos en los prados inclinados de la tierra de Zar, pues se comenta que aquel que se atreva a pisarlos puede que no regrese nunca a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca comenzó a alejarse silenciosamente de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, divisamos en el horizonte lejano las torres de una importante ciudad, y me dijo el hombre de barba:
—Aquella es Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas, donde habitan todos los misterios que el hombre ha querido desentrañar inútilmente.
Cuando nos acercamos, volví la mirada y vi que era ciudad más grande de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo de tal manera que no era posible ver sus extremos y sus murallas grises y terribles se extendían mucho más allá del horizonte y tan solo dejaban asomar algunos tejados misteriosos y siniestros, los cuales estaban adornados con atractivas esculturas y magníficos frisos. Comencé a sentir un deseo ferviente de ir a tan fascinante y repelente ciudad. Le supliqué al hombre de barba que me dejara desembarcar en el muelle, junto a la gran puerta esculpida de Akariel, pero se negó muy amablemente, diciendo:
—Muchas personas son quienes han entrado en la ciudad de las Mil Maravillas, pero ninguna ha regresado. En esa ciudad habitan tan solo demonios y locas entidades que dejaron de ser humanas. Sus calles están blancas con las osamentas de aquellos quienes vieron el espectro de Lathi que reina en la ciudad de Talarión.
Así, dejando atrás las murallas de Talarión, la Nave Blanca reemprendió el viaje y durante muchos días siguió a un ave que volaba hacia el sur y cuyo plumaje era tan brillante que rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Más tarde llegamos a una costa plácida y alegre en la que, hasta donde alcanzaba la vista, abundaban las flores de todos los colores y donde encantadoras arboledas y hermosas glorietas florecían bajo el sol meridional. De unos tramados de plantas que no alcanzábamos a ver brotaban canciones y deliciosos fragmentos de lírica armonía, los cuales se escuchaban salpicados de risas. Eran tales mis ansias por llegar a ese fabuloso lugar, que exhorté a los remeros a que hicieran un esfuerzo para llegar más rápido. El hombre de barba no dijo nada, pero, mientras nos acercábamos a la orilla plantada de lirios, me miró largamente. De pronto, un viento sopló por encima de aquellos prados floridos y frondosos, y arrastró una fragancia que me hizo temblar. El viento aumentó y toda la atmósfera se llenó de olor a muerte, a putrefacción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras, desesperadamente, nos alejábamos de aquella costa maldita, el hombre de barbas habló:
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