—Me temo —dije— que los hechos son tan evidentes que este caso le reportará muy poco mérito.
—No hay nada tan engañoso como un hecho evidente —respondió riendo—. Además, bien podemos tropezar con algún otro hecho evidente que no le resultara tan evidente al señor Lestrade. Me conoce usted lo suficientemente bien como para saber que no fanfarroneo al decir que soy capaz de confirmar o echar por tierra su teoría valiéndome de medios que él es totalmente incapaz de emplear e incluso de comprender. Por usar el ejemplo más a mano, puedo advertir con toda claridad que la ventana de su cuarto está situada a la derecha, y dudo mucho que el señor Lestrade se hubiera fijado en un detalle tan evidente como ese.
—¿Cómo demonios...?
—Mi querido amigo, le conozco bien. Conozco la pulcritud militar que le caracteriza. Se afeita usted todas las mañanas, y en esta época del año se afeita a la luz del sol, pero como su afeitado va siendo cada vez menos perfecto a medida que avanzamos hacia la izquierda, hasta hacerse positivamente chapucero a la altura del ángulo de la mandíbula, no puede caber duda de que ese lado está peor iluminado que el otro. No puedo concebir que un hombre como usted se diera por satisfecho con ese resultado si pudiera verse ambos lados con la misma luz. Esto lo digo solo a manera de ejemplo trivial de observación y deducción. En eso consiste mi oficio, y es bastante posible que pueda resultar de alguna utilidad en el caso que nos ocupa. Hay uno o dos detalles menores que salieron a relucir en la investigación y que vale la pena considerar.
—¿Como cuáles?
—Parece que la detención no se produjo en el acto, sino después de que el joven regresara a la granja Hatherley. Cuando el inspector de policía le comunicó que estaba detenido, repuso que no le sorprendía y que no se merecía otra cosa. Este comentario contribuyó a disipar todo rastro de duda que pudiera quedar en las mentes del jurado encargado de la instrucción.
—Como que es una confesión —exclamé.
—Nada de eso, porque a continuación se declaró inocente.
—Viniendo después de una serie de hechos tan condenatorios fue, por lo menos, un comentario de lo más sospechoso.
—Por el contrario —dijo Holmes—. Por el momento esa es la rendija más luminosa que puedo ver entre los nubarrones. Por muy inocente que sea, no puede ser tan rematadamente imbécil que no se de cuenta de que las circunstancias son fatales para él. Si se hubiera mostrado sorprendido de su detención o hubiera fingido indignarse, me habría parecido sumamente sospechoso, porque tal sorpresa o indignación no habrían sido naturales, dadas las circunstancias, aunque a un hombre calculador podrían parecerle la mejor táctica a seguir. Su franca aceptación de la situación le señala o bien como a un inocente, o bien como a un hombre con mucha firmeza y dominio de sí mismo. En cuanto a su comentario de que se lo merecía, no resulta tan extraño si se piensa que estaba junto al cadáver de su padre y que no cabe duda de que aquel mismo día había olvidado su respeto filial hasta el punto de reñir con él e incluso, según la muchacha cuyo testimonio es tan importante, de levantarle la mano como para pegarle. El remordimiento y el arrepentimiento que se reflejan en sus palabras me parecen señales de una mente sana y no de una culpable.
—A muchos los han ahorcado con pruebas bastante menos sólidas —comenté, meneando la cabeza.
—Así es. Y a muchos los han ahorcado injustamente.
—¿Cuál es la versión de los hechos según el propio joven?
—Me temo que no muy alentadora para sus partidarios, aunque tiene un par de detalles interesantes. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.
Sacó de entre el montón de papeles un ejemplar del periódico de Herefordshire, encontró la página y me señaló el párrafo en el que el desdichado joven daba su propia versión de lo ocurrido. Me instalé en un rincón del compartimento y lo leí con mucha atención. Decía así:
“Compareció a continuación el señor James McCarthy, hijo único del fallecido, que declaró lo siguiente: «Había estado fuera de casa tres días, que pasé en Bristol, y acababa de regresar la mañana del pasado lunes, día 3. Cuando llegué, mi padre no estaba en casa y la doncella me dijo que había ido a Ross con John Cobb, el caballerizo. Poco después de llegar, oí en el patio las ruedas de su coche; miré por la ventana y le vi bajarse y salir a toda prisa del patio, aunque no me fijé en qué dirección se fue. Cogí entonces mi escopeta y eché a andar en dirección al estanque de Boscombe, con la intención de visitar las conejeras que hay al otro lado. Por el camino vi a William Crowder, el guarda, tal como él ha declarado, pero se equivocó al pensar que yo iba siguiendo a mi padre. No tenía ni idea de que él iba delante de mí. A unas cien yardas del estanque oí el grito de ¡cuii!, que mi padre y yo utilizábamos normalmente como señal. Al oírlo, eché a correr y lo encontré de pie junto al estanque. Pareció muy sorprendido de verme y me preguntó con bastante mal humor qué estaba haciendo allí. Nos enzarzamos en una discusión que degeneró en voces, y casi en golpes, pues mi padre era un hombre de temperamento muy violento. En vista de que su irritación se hacía incontrolable, lo dejé, y emprendí el camino de regreso a Hatherley. Pero no me había alejado ni ciento cincuenta yardas cuando oí a mis espaldas un grito espantoso, que me hizo volver corriendo. Encontré a mi padre agonizando en el suelo, con terribles heridas en la cabeza. Dejé caer mi escopeta y lo tomé en mis brazos, pero expiró casi en el acto. Permanecí unos minutos arrodillado a su lado y luego fui a pedir ayuda a la casa del guardés del señor Turner, que era la más cercana. Cuando volví junto a mi padre no vi a nadie cerca, y no tengo ni idea de cómo se causaron sus heridas. No era una persona muy apreciada, a causa de su carácter frío y reservado; pero, por lo que yo sé, tampoco tenía enemigos declarados. No sé nada más del asunto.»
El juez instructor: “¿Le dijo su padre algo antes de morir?”
El testigo: “Murmuró algunas palabras, pero lo único que entendí fue algo sobre una rata”.
El juez: “¿Cómo interpretó usted aquello?”
El testigo: “No significaba nada para mí. Creí que estaba delirando”.
El juez: “¿Cuál fue el motivo de que usted y su padre sostuvieran aquella última discusión?”
El testigo: “Preferiría no responder”.
El juez: “Me temo que debo insistir”.
El testigo: “De verdad que me resulta imposible decírselo. Puedo asegurarle que no tenía nada que ver con la terrible tragedia que ocurrió a continuación”.
El juez: “El tribunal es quien debe decidir eso. No es necesario advertirle que su negativa a responder puede perjudicar considerablemente su situación en cualquier futuro proceso a que pueda haber lugar”.
El testigo: “Aun así, tengo que negarme”.
El juez: “Según tengo entendido, el grito de «cuii» era una señal habitual entre usted y su padre”.
El testigo: “Así es”.
El juez: “En tal caso, ¿cómo es que dio el grito antes de verle a usted, cuando ni siquiera sabía que había regresado usted de Bristol?”
El testigo (bastante desconcertado): “No lo sé”.
Un jurado: “¿No vio usted nada que despertara sus sospechas cuando regresó al oír gritar a su padre y lo encontró herido de muerte?”
El testigo: “Nada concreto”.
El juez: “¿Qué quiere decir con eso?”
El testigo: “Al salir corriendo al claro iba tan trastornado y excitado que no podía pensar más que en mi padre. Sin embargo, tengo la vaga impresión de que al correr vi algo tirado en el suelo a mi izquierda. Me pareció que era algo de color gris, una especie de capote o tal vez una manta escocesa. Cuando me levanté al dejar a mi padre miré a mi alrededor para fijarme, pero ya no estaba”.
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