—¿Y qué prueba?
—¿Es posible, querido compañero, que no advierta usted la marcada dirección que da al caso?
—Mentiría si dijese que la veo, como no sea la de que lo hacía para poder negar su firma en el caso de que fuera demandado por ruptura de compromiso matrimonial.
—No, no se trata de eso. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que nos sacarán de dudas. Una para cierta firma comercial de la City y otra al padrastro de esta señorita, el señor Windibank, en la que le pediré que venga a vernos aquí mañana a las seis de la tarde. Es igual que tratemos del caso con los parientes varones. Y ahora, doctor, nada podemos hacer hasta que nos lleguen las contestaciones a estas dos cartas, de modo que podemos dejar el asuntillo en el estante mientras tanto.
Ya yo tenía entonces muchas razones para creer en la sutil capacidad de razonamiento de mi amigo y en su extraordinaria energía para la acción, por lo que estaba convencido de que debía de tener alguna base sólida para tratar de manera tan segura y desenvuelta el extraño misterio cuyo sondeo le habían encomendado. Tan solo en una ocasión le había visto fracasar: en la de la fotografía de Irene Adler y del rey de Bohemia; pero al repasar en mi memoria el tan misterioso asunto del Signo de los Cuatro y las circunstancias extraordinarias que rodearon al Estudio en escarlata, tuve el convencimiento de que tendría que ser muy enrevesada la maraña que él no fuese capaz de desenredar.
Me marché y lo dejé dando bocanadas en su pipa de arcilla, convencido de que, cuando yo volviese por allí la noche siguiente, me encontraría con que Holmes tenía en sus manos todas las pistas que le conducirían a la identificación del desaparecido novio de la señorita Mary Sutherland.
Ocupaba por aquel entonces toda mi atención un caso profesional de extrema gravedad, y estuve durante todo el día siguiente atareado junto al lecho del enfermo. No quedé libre hasta que ya iban a dar las seis, y entonces salté a un cabriolé para que me llevara a Baker Street, medio asustado ante la posibilidad de llegar demasiado tarde para asistir al denouément del pequeño misterio. Sin embargo, me encontré a Sherlock Holmes sin compañía, medio dormido y con su cuerpo largo y delgado hecho un ovillo en las profundidades de su sillón. Un formidable despliegue de botellas y tubos de ensayo, y el inconfundible y acre olor del ácido hidroclórico, me dijeron que se había pasado el día dedicado a las manipulaciones químicas a las que era tan aficionado.
—¿Qué, lo resolvió usted? —le pregunté al entrar.
—Sí. Era el bisulfato de barita.
—¡No, no! ¡El misterio! —le grité.
—¡Oh, eso! Creí que se refería a la sal que había estado manipulando. Como le dije ayer, en este asunto no hubo nunca misterio alguno, aunque sí algunos detalles de interés. El único inconveniente con que nos encontramos es que, según parece, no existe ley alguna que permita castigar al granuja este.
—¿Y quién era el granuja, y qué se propuso con abandonar a la señorita Sutherland?
No había apenas salido de mi boca la pregunta, y aún no había abierto Holmes los labios para contestar, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y unos golpecitos a la puerta.
—Ahí tenemos al padrastro de la joven, el señor Windibank —dijo Holmes—. Me escribió diciéndome que estaría aquí a las seis... ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento y de estatura mediana, de unos treinta años de edad, completamente rasurado, de cutis cetrino, de maneras melosas e insinuantes y con un par de ojos asombrosamente agudos y penetrantes. Disparó hacia cada uno de nosotros una mirada interrogadora, puso su brillante sombrero de copa encima del armario y, después de una leve inclinación de cabeza, se sentó en la silla que tenía más cerca, a su lado.
—Buenas tardes, señor James Windibank —le dijo Holmes—. Creo que es usted quien ha respondido a mi carta con esta carta escrita a máquina, citándose conmigo a las seis en punto, ¿no es cierto?
—En efecto, señor. Me temo que he llegado con un pequeño retraso, pero tenga en cuenta que no puedo disponer de mi persona libremente. Siento que la señorita Sutherland le haya molestado a usted a propósito de esta minucia, porque creo que es mucho mejor no sacar estos trapos sucios a la luz del sol. Vino muy contra mi voluntad, pero es una joven muy excitable e impulsiva, como habrá usted podido darse cuenta, y no es fácil frenarla cuando ha tomado una resolución. Claro está que no me importa tanto tratándose de usted, que no tiene nada que ver con la policía oficial, pero no resulta agradable que se airee fuera de casa un pequeño contratiempo familiar como este. Además, se trata de un gasto inútil, porque ¿cómo va usted a encontrar a este Hosmer Angel?
—Por el contrario —dijo tranquilamente Holmes—, tengo toda clase de razones para creer que lograré encontrar a ese señor.
El señor Windibank experimentó un violento sobresalto, y dejó caer sus guantes, diciendo:
—Me encanta oírle decir eso.
—Resulta curioso —comentó Holmes—que las máquinas de escribir den a la escritura tanta individualidad como cuando se escribe a mano. No hay dos máquinas de escribir iguales, salvo cuando son completamente nuevas. Hay unas letras que se desgastan más que otras, y algunas de ellas golpean solo con un lado. Pues bien: señor Windibank, fíjese que en esta carta suya todas las letras e son algo borrosas, y en el ganchito de la letra erre hay un ligero defecto. Tiene su carta otras catorce características, pero estas dos son las más evidentes.
—Escribimos toda nuestra correspondencia en la oficina con esta máquina, y por eso sin duda está algo gastada —contestó nuestro visitante, clavando la mirada de sus ojillos brillantes en Holmes.
—Y ahora, señor Windibank, voy a mostrarle algo que constituye realmente un estudio interesantísimo —continuó Holmes—. Estoy pensando en escribir cualquier día de estos otra pequeña monografía acerca de la máquina de escribir y de sus relaciones con el crimen. Es un tema al que he consagrado alguna atención. Tengo aquí cuatro cartas que, según parece, proceden del hombre que buscamos. Todas ellas están escritas a máquina, y en todas ellas se observa no solamente que las “es” son borrosas y las “erres” sin ganchito, sino que tienen también, si uno se sirve de los lentes de aumento, las otras catorce características a las que me he referido.
El señor Windibank saltó de su asiento y echó mano a su sombrero, diciendo:
—Señor Holmes, yo no puedo perder el tiempo escuchando esta clase de charlas fantásticas. Si usted puede atrapar a ese hombre, hágalo, y avíseme después.
—Desde luego —dijo Holmes, cruzando la habitación y haciendo girar la llave de la puerta—. Por eso le notifico ahora que lo he atrapado.
—¡Cómo! ¿Dónde? —gritó el señor Windibank, y sus labios palidecieron mientras miraba a todas partes igual que rata cogida en la trampa.
—Es inútil todo lo que haga, es verdaderamente inútil —le dijo con voz suave Holmes—. Señor Windibank, la cosa no tiene vuelta de hoja. Es demasiado transparente, y no me hizo usted ningún elogio cuando dijo que me sería imposible resolver un problema tan sencillo. Bien, siéntese, y hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en una silla con el rostro lívido y un brillo de sudor por toda su frente, balbuciendo:
—No cae dentro de la ley.
—Mucho me lo temo; pero, de mí para usted, Windibank, ha sido una artimaña cruel, egoísta y despiadada, que usted llevó a cabo de un modo tan ruin como yo jamás he conocido. Y ahora, permítame tan solo repasar el curso de los hechos, y contradígame si en algo me equivoco.
Nuestro hombre estaba encogido en su asiento, con la cabeza caída sobre el pecho, como persona que ha sido totalmente aplastada. Holmes colocó sus pies en alto, apoyándolos en la repisa de la chimenea, y echándose hacia atrás en su sillón, con las manos en los bolsillos, comenzó a hablar, en apariencia para sí mismo más que para nosotros, y dijo:
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