—Examinaré el caso en interés de usted —le dijo Sherlock Holmes, levantándose—, y no dudo de que llegaremos a resultados concretos. Descargue desde ahora sobre mí el peso de este asunto, y desentienda por completo su pensamiento del mismo. Y sobre todo, procure que el señor Hosmer Angel se desvanezca de su memoria, de la misma manera que él se ha desvanecido de su vida.
—¿Cree usted entonces que ya no volveré a verlo más?
—Me temo que no.
—¿Qué le ha ocurrido entonces?
—Deje a mi cargo esa cuestión. Desearía que me diera una descripción exacta de esa persona, y cuantas cartas suyas pueda usted entregarme.
—El sábado pasado puse un anuncio pidiendo noticias suyas en el Chronicle —dijo la joven—. Aquí tiene el texto, y aquí tiene también cuatro cartas suyas.
—Gracias. ¿La dirección de usted?
—Lyon Place, número treinta y uno, Camberwell.
—Por lo que he podido entender, el señor Angel no le dio nunca su dirección. ¿Dónde trabaja el padre de usted?
—Es viajante de Westhouse & Marbank, los grandes importadores de clarete, de Fenchurch Street.
—Gracias. Me ha expuesto usted su problema con gran claridad. Deje aquí los documentos, y acuérdese del consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un libro cerrado, y no permita que ejerza influencia sobre su vida.
—Es usted muy amable, señor Holmes, pero yo no puedo hacer eso. Permaneceré fiel al señor Hosmer. Me hallará dispuesta cuando él vuelva.
A pesar de lo absurdo del sombrero y de su cara inexpresiva, tenía algo de noble, que imponía respeto, la fe sencilla de nuestra visitante. Depositó encima de la mesa su pequeño lío de papeles, y siguió su camino con la promesa de presentarse siempre que la llamase el señor Holmes.
Sherlock Holmes permaneció silencioso durante algunos minutos, con las yemas de los dedos juntas, las piernas alargadas hacia adelante y la mirada dirigida hacia el techo. Cogió luego del colgadero la vieja y aceitosa pipa de arcilla, que era para él como su consejera y, una vez encendida, se recostó en la silla, lanzando de sí en espirales las guirnaldas de una nube espesa de humo azul, con una expresión de languidez infinita en su cara.
—Esta moza constituye un estudio muy interesante —comentó—. Ella me ha resultado más interesante que su pequeño problema, el que, dicho sea de paso, es bastante trillado. Si usted consulta mi índice, hallará casos similares: en Andover, el año setenta y siete, y algo que se le parece ocurrió también en La Haya el año pasado. Sin embargo, por vieja que sea la idea, contiene uno o dos detalles que me han resultado nuevos. Pero la moza fue sumamente aleccionadora.
—Me pareció que observaba usted en ella muchas cosas que eran completamente invisibles para mí —le hice notar.
—Invisibles no, Watson, sino inobservadas. Usted no supo dónde mirar, y por eso se le pasó por alto todo lo importante. No consigo convencerle de la importancia de las mangas, de lo sugeridoras que son las uñas de los pulgares, de los problemas cuya solución depende de un cordón de los zapatos. Veamos. ¿Qué dedujo usted del aspecto exterior de esa mujer? Descríbamelo.
—Llevaba un sombrero de paja, de alas anchas y de color pizarra, con una pluma de color rojo ladrillo. Su chaqueta era negra, adornada con abalorios negros y con una orla de pequeñas cuentas de azabache. El vestido era color marrón, algo más oscuro que el café, con una pequeña tira de felpa púrpura en el cuello y en las mangas. Sus guantes tiraban a grises, completamente desgastados en el dedo índice de la mano derecha. No me fijé en sus botas. Ella es pequeña, redonda, con aros de oro en las orejas y un aspecto general de persona que vive bastante bien, pero de una manera vulgar, cómoda y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes palmeó suavemente con ambas manos y se rio por lo bajo.
—Por mi vida, Watson, que está usted haciendo progresos. Lo ha hecho usted muy bien. Es cierto que se le ha pasado por alto todo cuanto tenía importancia, pero ha dado usted con el método, y posee una visión rápida del color. Nunca se confíe de impresiones generales, concéntrese en los detalles. Lo primero que yo miro son las mangas de una mujer. En el hombre tiene quizá mayor importancia la rodillera del pantalón. Según ha podido usted advertir, esta mujer lucía felpa en las mangas, y la felpa es un material muy útil para descubrir rastros. La doble línea, un poco más arriba de la muñeca, en el sitio donde la mecanógrafa hace presión contra la mesa, estaba perfectamente marcada. Las máquinas de coser movidas a mano dejan una señal similar, pero solo sobre el brazo izquierdo y en la parte más alejada del dedo pulgar, en vez de marcarla cruzando la parte más ancha, como la tenía esta. Luego miré a su cara, y descubrí en ambos lados de su nariz la señal de unas gafas a presión, lo cual me permitió aventurar mi observación sobre la cortedad de vista y la escritura, que pareció sorprender a la joven.
—También me sorprendió a mí.
—Sin embargo, era cosa que estaba a la vista. Después de eso me sorprendió mucho y me interesó, al mirar hacia abajo, observar que, a pesar de que las botas que llevaba no eran de distinto número, sí que eran desparejas, porque una tenía la puntera con ligeros adornos, mientras que la otra era lisa. Una tenía abrochados únicamente los dos botones de abajo (eran cinco), y la otra los botones primero, tercero y quinto. Pues bien: cuando una señorita joven, correctamente vestida en todo lo demás, ha salido de su casa con las botas desparejas y a medio abrochar, no es muy difícil deducir que salió con mucha precipitación.
—¿Y qué más? —le pregunté, vivamente interesado, como siempre me ocurría, con los incisivos razonamientos de mi amigo.
—Advertí, de pasada, que había escrito una carta antes de salir de casa, pero cuando estaba ya completamente vestida. Usted se fijó en que el dedo índice de la mano derecha de su guante estaba roto, pero no se fijó, por lo visto, en que tanto el guante como el dedo estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con mucha prisa, y había metido demasiado la pluma en el tintero. Eso debió de ocurrir esta mañana, pues de lo contrario la mancha de tinta no estaría fresca en el dedo. Todo esto resulta divertido, aunque sea elemental, Watson, pero es preciso que vuelva al asunto. ¿Tiene usted inconveniente en leerme la descripción del señor Hosmer Angel que se da en el anuncio?
Puse a la luz el pequeño anuncio impreso, que decía:
“Desaparecido la mañana del día 14 un caballero llamado Hosmer Angel. Estatura, unos cinco pies y siete pulgadas; de fuerte conformación, cutis cetrino, pelo negro, una pequeña calva en el centro, hirsuto, con largas patillas y bigote; usa gafas con cristales de color y habla con alguna dificultad. La última vez que se le vio vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro, albertina de oro y pantalón gris de paño Harris, con polainas oscuras sobre botas de elástico. Se sabe que estaba empleado en una oficina de la calle Leadenhall Street. Cualquiera que proporcione...”
—Con eso basta —dijo Holmes—. Respecto a las cartas —dijo pasándoles la vista por encima— son de lo más vulgar. No existe en ellas pista alguna que nos conduzca al señor Angel, salvo la de que cita una vez a Balzac. Pero hay un detalle notable, y que no dudo le sorprenderá.
—Que están escritas a máquina —hice notar yo.
—No solo eso, sino que incluso lo está la firma. Fíjese en la pequeña y limpia inscripción de Hosmer Angel que hay al pie. Tenemos una fecha, pero no la dirección completa, fuera de lo de Leadenhall Street, lo cual es bastante vago. Este detalle de la firma es muy sugerente, a decir verdad, pudiéramos calificarlo de probatorio.
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