—Sí, pero solo para usted y para mí.
—En tal caso, reconsideraré mi decisión de no salir. ¿Tendremos todavía tiempo para tomar un tren a Hereford y verlo esta noche?
—De sobra.
—Entonces, en marcha. Watson, me temo que se va a aburrir, pero solo estaré ausente un par de horas.
Los acompañé andando hasta la estación y luego vagabundeé por las calles del pequeño pueblo, finalmente regresando al hotel, donde me tumbé en el sofá y procuré interesarme un poco en una novela policíaca. Pero la trama de la historia era tan endeble en comparación con el profundo misterio en el que estábamos sumidos, que mi atención se desviaba constantemente de la ficción a los hechos, y acabé por tirarla al otro extremo de la habitación y entregarme por completo a recapacitar sobre los acontecimientos del día. Suponiendo que la historia del desdichado joven fuera absolutamente cierta, ¿qué cosa diabólica, qué calamidad absolutamente imprevista y extraordinaria podía haber ocurrido entre el momento en que se separó de su padre y el instante en que, atraído por sus gritos, volvió corriendo al claro? Había sido algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿Podrían mis instintos médicos deducir algo de la índole de las heridas? Tiré de la campanilla y pedí que me trajeran el periódico semanal del condado, que contenía una crónica textual de la investigación. En la declaración del forense se afirmaba que el tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del occipital habían sido fracturados por un fuerte golpe asestado con un objeto romo. Señalé el lugar en mi propia cabeza. Evidentemente, aquel golpe tenía que haberse asestado por detrás. Hasta cierto punto, aquello favorecía al acusado, ya que cuando se le vio discutiendo con su padre ambos estaban frente a frente. Aun así, no significaba gran cosa, ya que el padre podía haberse vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. De todas maneras, quizá valiera la pena llamar la atención de Holmes sobre el detalle. Luego teníamos la curiosa alusión del moribundo a una rata. ¿Qué podía significar aquello? No podía tratarse de un delirio. Un hombre que ha recibido un golpe mortal no suele delirar. No, lo más probable era que estuviera intentando explicar lo que le había ocurrido. Pero ¿qué podía querer decir? Me devané los sesos en busca de una posible explicación. Y luego estaba también el asunto de la prenda gris que había visto el joven McCarthy. De ser cierto aquello, el asesino debía haber perdido al huir alguna prenda de vestir, probablemente su gabán, y había tenido la sangre fría de volver a recuperarla en el mismo instante en que el hijo se arrodillaba, vuelto de espaldas, a menos de doce pasos. ¡Qué maraña de misterios e improbabilidades era todo el asunto! No me extrañaba la opinión de Lestrade, a pesar de lo cual tenía tanta fe en la perspicacia de Sherlock Holmes que no perdía las esperanzas, en vista de que todos los nuevos datos parecían reforzar su convencimiento de la inocencia del joven McCarthy.
Era ya tarde cuando regresó Sherlock Holmes. Venía solo, ya que Lestrade se alojaba en el pueblo.
—El barómetro continúa muy alto —comentó mientras se sentaba—. Es importante que no llueva hasta que hayamos podido examinar el lugar de los hechos. Por otra parte, para un trabajito como ese uno tiene que estar en plena forma y bien despierto, y no quiero hacerlo estando fatigado por un largo viaje. He visto al joven McCarthy.
—¿Y qué ha sacado de él?
—Nada.
—¿No pudo arrojar ninguna luz?
—Absolutamente ninguna. En algún momento me sentí inclinado a pensar que él sabía quién lo había hecho y estaba encubriéndolo o encubriéndola, pero ahora estoy convencido de que está tan a oscuras como todos los demás. No es un muchacho demasiado perspicaz, aunque sí bien parecido y yo diría que de corazón noble.
—No puedo admirar sus gustos —comenté—, si es verdad eso de que se negaba a casarse con una joven tan encantadora como esta señorita Turner.
—Ah, detrás de eso hay una historia bastante triste. El tipo la quiere con locura, con desesperación, pero hace unos años, cuando no era más que un mozalbete, y antes de conocerla bien a ella, porque la chica había pasado cinco años en un internado, ¿no va el muy idiota y se deja atrapar por una camarera de Bristol, y se casa con ella en el juzgado? Nadie sabe una palabra del asunto, pero puede usted imaginar lo enloquecedor que tiene que ser para él que le recriminen por no hacer algo que daría los ojos por hacer, pero que sabe que es absolutamente imposible. Fue uno de esos arrebatos de locura lo que le hizo levantar las manos cuando su padre, en su última conversación, le seguía insistiendo en que le propusiera matrimonio a la señorita Turner. Por otra parte, carece de medios económicos propios y su padre, que era en todos los aspectos un hombre muy duro, le habría repudiado por completo si se hubiera enterado de la verdad. Con esta esposa camarera es con la que pasó los últimos tres días en Bristol, sin que su padre supiera dónde estaba. Acuérdese de este detalle. Es importante. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, ya que la camarera, al enterarse por los periódicos de que el chico se ha metido en un grave aprieto y es posible que lo ahorquen, ha roto con él y le ha escrito comunicándole que ya tiene un marido en los astilleros Bermudas, de modo que no existe un verdadero vínculo entre ellos. Creo que esta noticia ha bastado para consolar al joven McCarthy de todo lo que ha sufrido.
—Pero si él es inocente, entonces, ¿quién lo hizo?
—Eso: ¿Quién? Quiero llamar su atención muy concretamente hacia dos detalles. El primero, que el hombre asesinado tenía una cita con alguien en el estanque, y que este alguien no podía ser su hijo, porque el hijo estaba fuera y él no sabía cuándo iba a regresar. El segundo, que a la víctima se le oyó gritar cuii, aunque aún no sabía que su hijo había regresado. Estos son los puntos cruciales de los que depende el caso. Y ahora, si no le importa, hablemos de George Meredith, y dejemos los detalles secundarios para mañana.
Tal como Holmes había previsto, no llovió, y el día amaneció despejado y sin nubes. A las nueve en punto, Lestrade pasó a recogernos con el coche y nos dirigimos a la granja Hatherley y al estanque de Boscombe.
—Hay malas noticias esta mañana —dijo Lestrade—. Dicen que el señor Turner, el propietario, está tan enfermo que se teme por su vida.
—Supongo que será ya bastante mayor —dijo Holmes.
—Unos sesenta años, pero la vida en las colonias le destrozó el organismo y llevaba bastante tiempo muy flojo de salud. Este suceso le ha afectado de muy mala manera. Era viejo amigo de McCarthy, y podríamos añadir que su gran benefactor, pues me he enterado de que no le cobraba renta por la granja Hatherley.
—¿De veras? Esto es interesante —dijo Holmes.
—Pues, sí. Y le ha ayudado de otras cien maneras. Por aquí todo el mundo habla de lo bien que se portaba con él.
—¡Vaya! ¿Y no le parece a usted un poco curioso que este McCarthy, que parece no poseer casi nada y debe tantos favores a Turner, hable, a pesar de todo, de casar a su hijo con la hija de Turner, presumible heredera de su fortuna, y, además, lo diga con tanta seguridad como si bastara con proponerlo para que todo lo demás viniera por sí solo? Y aún resulta más extraño sabiendo, como sabemos, que el propio Turner se oponía a la idea. Nos lo dijo la hija. ¿No deduce usted nada de eso?
—Ya llegamos a las deducciones y las inferencias —dijo Lestrade, guiñándome un ojo—. Holmes, ya me resulta bastante difícil bregar con los hechos, sin tener que volar persiguiendo teorías y fantasías.
—Tiene usted razón —dijo Holmes con fingida humildad—. Le resulta a usted muy difícil bregar con los hechos.
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